Pensar Cromañón / Maristella Svampa*
El Hecho Cromañón
El Hecho Cromañón remite a lo sucedido aquel 30 de diciembre de 2004, que produjo la muerte de 194 jóvenes que fueron a escuchar a su banda de rock favorita. En primer lugar, hay que decir que, en tanto hecho, Cromañón no fue un accidente (que guarda siempre una entera contingencia y como tal podía haberse evitado), tampoco una desgracia o una catástrofe (esto es, una devastación producida por un huracán, el desborde de los ríos o el movimiento inevitable de los astros); no fue una tragedia (pues no había un desenlace fatal o fuerzas ciegas que condujeran el destino), pero tampoco puede conceptualizarse sin más como una masacre, en el sentido riguroso del término, pues aunque presenta un carácter colectivo, no estuvo marcada por la intencionalidad de los actores. Cromañón es un hecho de carácter criminal, ciertamente, pero un hecho polifacético, por momentos inclasificable, y al mismo tiempo emblemático de la Argentina contemporánea. En este sentido, Cromañón es un hecho que ilustra el cruce perverso entre la precariedad, como forma generalizada de las relaciones sociales, y el proceso de exclusión de la juventud, concebida como población sobrante. Veamos rápidamente ambas cuestiones.
Sabido es que en los ´90, en el marco del capitalismo flexible y neoliberal, la precariedad amplió sus fronteras y cobró un impulso exacerbado. Acompañada por el aumento del desempleo, erigido en mecanismo disciplinador, la precariedad potenció aún más la asimetría existente entre capital y trabajo. Rápidamente el riesgo laboral, las grandes ganancias empresariales, la reducción de costos y la imposición de condiciones indignas de trabajo, se constituyeron en una suerte de mal necesario al cual había que adaptarse en el marco de las nuevas reglas de juego. La precariedad como situación generalizada apuntó al quiebre de solidaridades (sociales, laborales y políticas), fragmentó aún más la experiencia de los individuos, e insertó la vida en un horizonte signado por la inestabilidad y la incertidumbre. Pese a ello, como toda nueva situación, un día dejó de ser “nueva” y tendió a ser vivida como algo “natural”.
Como forma de relación social, la precariedad se nutrió en nuestro país de una espesa trama de corrupción, que potenció su peligrosidad, frente la complicidad activa del aparato del Estado, el cual cambió ostensiblemente su manera de intervenir sobre la sociedad, empeñado en apoyar, facilitar e institucionalizar la colonización de lo privado sobre lo público.
Una de las mayores expresiones de la precariedad fue el accidente de LAPA, ocurrido el 31 de agosto de 1999, donde murieron 67 personas. En realidad, LAPA también fue algo más que un accidente, algo más que una catástrofe producida por la negligencia y la imprudencia: fue un hecho criminal ligado de modo indisoluble al modelo empresarial legitimado desde el poder. Otro hecho comparable fue la muerte de 14 mineros en el yacimiento de Río Turbio, ocurrido en junio de 2004, en una mina que tenía un índice de accidentalidad que duplicaba el promedio estimado para la actividad. En esta misma línea debe insertarse el incendio en los talleres textiles ocurrido en abril de 2006 en la ciudad de Buenos Aires, que dejó 6 muertos, todos ellos bolivianos y varios menores de edad, con la particularidad de que aquí hizo su aparición pública el último eslabón de la precariedad: el trabajo esclavo. En fin, la lista podría continuarse…
Ante estos hechos, la respuesta de los gobiernos fue espasmódica, con políticas de corto alcance, a fin de frenar la presión de los familiares de las víctimas así como la indignación de la sociedad. Asimismo, en su gran mayoría, las respuestas apuntaron a clausurar el horizonte de posibilidades de justicia, instalando una vez más la dolorosa marca de la impunidad.
La precariedad terminó entonces por configurar una matriz criminal, que pone de relieve tanto la responsabilidad de los agentes privados como del Estado meta-regulador y patrimonialista, en sus diferentes niveles y jurisdicciones. Ninguno de estos hechos fue así el producto de una “falla” sino el resultado de una configuración social, que funciona y reproduce sus efectos en diferentes registros, más allá de la esfera laboral, organizando la vida –los espacios de ocio y de actividad- de las personas.
En esta línea de lectura, Cromañón podría ser incluido en la larga lista de muertos producidos por la ampliación de las fronteras de la precariedad, con su trama oscura de complicidades, aquiescencias, corrupciones e impunidad, estatal y privada. Sin embargo, a los ejemplos citados, hay que añadir un segundo elemento que marca su carácter único y explosivo: la presencia de los jóvenes, de muchos jóvenes, casi niños, como víctimas de esta maquinaria criminal.
Nadie puede desconocer que, en la sociedad actual, los jóvenes constituyen el sector más vulnerable de la población. Por un lado, éstos devienen los destinatarios privilegiados del nuevo modelo de relaciones laborales; por otro lado, sin un horizonte de expectativas y despojados de derechos (a la protección, a la seguridad, a la vida), los jóvenes aparecen como la expresión por antonomasia de la población sobrante, aquella que no tiene un lugar en la sociedad. La expresión paradigmática de esta forma de exclusión es el gatillo fácil, que lleva contabilizado más de mil jóvenes asesinados por la policía desde 1983 en adelante. Entre esos dos polos que definen tanto el límite de la inserción como el horizonte de la exclusión, se fueron configurando los nuevos marcos de referencia de las conductas juveniles, donde conviven diferentes principios y valores: la naturalización de la situación alterna con un talante antirrepresivo; el rechazo a los políticos, con una actitud antisistémica, pocas veces politizada; la conciencia del horizonte de precariedad duradera, con una necesidad de descontrol de las emociones y las sensaciones. El rock chabón o barrial, es una de las expresiones de este nuevo ethos juvenil, de carácter plebeyo y nutrido de la precariedad reinante. Por ello no es casual que los músicos de Callejeros hayan quedado atrapados en el dispositivo dominante, constituyéndose a la vez en víctimas y cómplices del mismo.
En fin, Cromañón como hecho produjo una conmoción, un sismo en la sociedad, que desembocó en la desnaturalización de la precariedad. Esto generó múltiples efectos, alguno de los cuales se expresan en las protestas de estudiantes secundarios y de vecinos, que ahora denuncian la precariedad como algo anormal e insoportable, a través de acciones directas, interpelando la responsabilidad del Estado como agente regulador y proveedor. Estas demandas pueden sintetizarse en la contundente frase “No queremos otro Cromañón”, que más allá de las hipérboles, instaló un nuevo umbral desde el cual pensar ciertos hechos, antes vividos como naturales o simplemente trágicos. Sin embargo, el “efecto Cromañon” quedó trunco, pues si bien mostró cual es el lugar que este tipo de sociedad reserva a la juventud, considerada como población sobrante, esto no conllevó replanteamiento alguno, operándose así un nuevo ocultamiento.
Cromañón como movimiento
Cromañón también alude a un movimiento social. Con ello nos referimos a las formas que fue adoptando el reclamo de los familiares y sobrevivientes, a partir de las sucesivas marchas y protestas. Esas marchas, al principio grandes movilizaciones, fueron desembocando en la formación de colectivos, voceros y acciones, que si bien conmovieron en un principio a la sociedad, luego fueron produciendo reacciones ambivalentes y rechazos. Claro que Cromañón, antes que un movimiento único emergió como un espacio heterogéneo de sujetos, cuyo elemento aglutinante era el dolor, la situación de pérdida. No obstante, la heterogeneidad de este espacio de resistencia fue rápidamente escamoteada, o bien utilizada en contra del propio movimiento.
Así, con el eficaz aporte de los medios de comunicación, que siempre tienden a proyectar una mirada homogeneizante, Cromañón comenzó a ser identificado sin más con la imagen de padres airados, descolocados por el dolor, que hacían un uso indiscriminado de la acción directa y de la presión a las autoridades. La tendencia fue tomar la parte por el todo (el efecto metonímico), dejando en un segundo plano lo que Cromañón nos decía como sociedad, y focalizando la atención sobre aquella desesperación que terminaba en la amenaza de hacer justicia “por mano propia”. Contrariamente, si las lecturas reconocían niveles de heterogeneidad, era para marcar la falta de unidad, y señalar entonces la existencia de grupos manipulados políticamente, o funcionales a los intereses de la derecha. Así, un sector del llamado “progresismo” cerró filas e impulsó –sobre todo a la luz del juicio político al jefe de gobierno de la ciudad- esta interpretación lineal y estigmatizante
Cierto es que el propio movimiento de Cromañón no logró trasmitir adecuadamente a la sociedad las diferencias en cuanto a las dinámicas externas (la heterogeneidad), ni tampoco estaba en condiciones de mostrar que, desde adentro, había un trabajo terapéutico y una reflexión política que apuntaba a la construcción de un colectivo. No ayudaron ciertas acciones, como la agresión a Estela Carlotto o los cercos a Omar Chabán. Antes bien, estas acciones sirvieron para invisibilizar un conjunto de actividades públicas, políticas y culturales, y desacreditar a todo el movimiento, colocándolo aun más en el terreno de la “tragedia”, relativizando el carácter criminal del hecho. Así, fue realizándose una suerte de desplazamiento: las fuerzas descontroladas no eran ya los actores económicos y políticos, cuyo castigo se reclamaba a viva voz, sino los padres enfurecidos en su dolor.
Pero hay más, pues Cromañón como movimiento es portador de una fuerte acción destituyente, que dio origen a otras ambivalencias. Desde ciertos sectores, esa energía destituyente se procesó positivamente y en línea de continuidad política con las jornadas de diciembre de 2001. Pero, a diferencia de aquellas movilizaciones, la experiencia de Cromañón señaló que era posible colocar límites a la impunidad política, haciendo converger la potencia destituyente de un movimiento, a través de la vigilancia movilizadora de familiares y sobrevivientes, con los dispositivos institucionales que, por primera vez, entraban en función. Sin embargo, ésta no fue la lectura dominante. La remoción de Ibarra generó polarizaciones y lecturas conspirativas -que buscaron escamotear la significación de esta articulación, hablando de un “golpe institucional”-, pero que en realidad parecían ocultar algo mayor: el temor a la participación popular, bajo las formas que se desarrollan la Argentina contemporánea.
De esta manera, desde la sociedad, Cromañón como movimiento social, estuvo lejos de constituirse en un modelo ejemplar, en la medida en que terminó por encarnar el desborde, el exceso, en el marco de una Argentina movilizada. Esto generó múltiples rechazos y temores, no sólo porque algunos creyeron leer en esto una continuación de la “tragedia” por otros medios, sino también porque el juicio político puso una vez más al descubierto la dificultad acerca de cómo procesar las actuales formas de participación popular. Una cuestión crucial e irresuelta bajo los moldes de dominación vigentes que, al igual que la situación de los jóvenes, constituye un punto ciego, que se niega a ser pensado desde nuevos marcos sociales e institucionales por el grueso de la clase política argentina.
Las distancias entre sociedad y movimiento
Cromañón es un movimiento complejo y controvertido, que pone de manifiesto dimensiones políticas y sociales irresueltas. Ante esta multiplicidad de dimensiones de difícil elaboración, la distancia entre sociedad y movimiento fue amplificándose. Es curioso, pero la sociedad argentina que no dudó en solidarizarse con Blumberg ante la pérdida de un hijo (y alinearse tras un discurso de corte represivo), rápidamente comenzó a quitar su apoyo o a mostrarse indiferente ante los familiares y víctimas de Cromañón. Sus errores comenzaron a ser absolutizados. Pocos repararon en lo difícil que resulta asumir una posición única e inconmovible, en una situación de dolor extremo y de duelo, que no podía tener sino un carácter público, frente al necesario reclamo de justicia. La memoria, siempre selectiva, olvidó también ciertos episodios de represión que sufrieron las movilizaciones de familiares y sobrevivientes. La sospecha y la estigmatización fueron construyendo así un nuevo cerco sobre las propias víctimas.
Desde el movimiento, estos procesos produjeron una suerte de repliegue, de impulso de reflexión hacia adentro, apoyado tanto en la reconstrucción de las identidades, como en la continua búsqueda de justicia. Hoy, como sociedad, desconocemos todo ese cotidiano trabajo terapéutico que realizan familiares y sobrevivientes, acompañados por psicólogos y especialistas, al tiempo que invisibilizamos el conjunto de actividades y espacios culturales novedosos que los jóvenes vienen desarrollando de manera persistente. Como afirma el psicólogo Jorge Garaventa, “nunca se dice que los grupos confluyen desde hace 29 meses en una reunión general de articulación de actividades, en las que solo excepcionalmente han debido votarse decisiones, ya que lo que prima es la necesidad de llegar a un consenso. Nada de eso se escucha en los medios”.
Los tiempos de la sociedad y los tiempos de los movimientos sociales no suelen ser los mismos. La historia argentina está cargada de ejemplos. Habrá pues que tender puentes, que escuchar y reflexionar sobre los diferentes mensajes y miradas. Y preguntarnos con honestidad acerca de quiénes son los que en realidad están aplicando una suerte de justicia sumaria y definitiva.
*Maristella Svampa es licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y Doctora en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París. Es investigadora Independiente del Conicet (Centro Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), en Argentina, y Profesora Asociada de la Universidad Nacional de General Sarmiento (Provincia de Buenos Aires).
Fuente: Página Personal de M. Svampa – 29.12.2007