Sobre el incendio de Saint-Laurent-du-Pont
En noviembre de 1970 se incendió una discoteca en Francia y perecieron 146 chicos. Las normas de seguridad no se cumplieron, los portones de emergencia estaban más pensados para impedir a la gente colarse que para permitirle salir en caso de dificultad y un sinnúmero de cosas que desgracidamente nos son muy conocidas. El suceso tuvo un fuerte impacto entonces. Guy Debord, uno de los máximos referentes de la Internacional Situacionista, el grupo de experimentación política y artística que tanto marcó la crítica social de los años 60, escribió el breve análisis que ahora presentamos para el número 13 de la revista "Internationale Situationniste", que nunca llegó a publicarse porque el grupo se disolvió un poco antes.
Justo entonces, Guy Debord estaba muy interesado en ampliar la crítica del capitalismo al conjunto de catástrofes (técnicas, ecológicas, relativas a la salud) que trae consigo, como la nube la tormenta. El texto se ha publicado ahora en sus "obras completas" (Gallimard, 2006). Se trata de un análisis que impresiona por sus similitudes y diferencias con el caso Cromañón. Está muy marcado por la revuelta de Mayo del 68. En este caso, la "mirada fría" que suscitó el hecho tenía mucho que ver con la fractura generacional y el odio a los jóvenes que indujo la rebelión de Mayo.
Este texto se publica en lavaca con la autorización entusiasta de Alice Debord, que comenta por carta que "se puede deplorar que en Francia no hubiera, en aquella época, ninguna movilización comparable a la vuestra en Argentina. Hacéis bien: otros horrores nos esperan (...). "Maldito parné" que todo lo hunde en el desprecio de la vida". El "maldito parné", cabe aclarar, es el dinero, y la expresión pertenece a una copla española (María de la O), que podría armonizar con la consigna que se canta en las marchas de Cromañón: "A nuestros pibes los mató la corrupción".
El incendio repentino de la discoteca de Saint-Laurent-du-Pont, en el que 146 personas se abrasaron vivas el 1 de noviembre de 1970, ha causado una viva emoción en Francia. Sin embargo, la naturaleza misma de esa emoción ha sido bastante mal analizada, tanto por los comentarios del momento como por los posteriores al suceso. Se ha aludido, por supuesto, a la negligencia de las autoridades a la hora de aplicar las consignas de seguridad. Si bien es cierto que, por lo general, tales consignas han sido bien concebidas y minuciosamente elaboradas, hacerlas respetar es una cuestión bien distinta, toda vez que el aplicarlas efectivamente vendría a entorpecer en cierta medida una producción de beneficio que, tanto en los lugares de producción como en las diversas fábricas de distribución o consumo de ocio, es la finalidad exclusiva de toda empresa. Se ha hablado también del carácter peligroso de los materiales modernos y de la propensión que tienen las decoraciones horrorosas a convertirse en decorados del horror: “Se sabe que el techo de poliéster, el revestimiento plástico de los muros y los asientos inflables han ardido como la paja y han cortado la huída a la gente que bailaba, interceptándolos en su carrera contra la muerte” (Le Figaro, 2-11-70). Podríamos decir que en esta ocasión, el ocio del aburrimiento ha revelado un caso extremo y localizado de la polución general y de su precio. Más allá del lógico descontento con los especialistas, que tienen el monopolio de la protección de la sociedad y de la construcción de todos sus edificios, muchas voces han sido sensibles al horror particular representado por esa salida prohibida a todos aquellos que huían, con las ropas ya prendidas o a punto de quemarse, por un portón especialmente diseñado para no abrirse más que desde el interior y para bloquearse tras el paso de cada individuo: concebido para evitar que alguno pudiera colarse sin pagar.
Si la pancarta de los padres de las víctimas -que se manifestaron un mes después en el mismo lugar de la tragedia bajo el lema “pagaron por entrar, debieron poder salir”-, era una evidencia en términos humanos, conviene no olvidar que no lo era tal desde el punto de vista de la economía política, y que entre estos dos puntos de vista la cuestión está en saber, pura y simplemente, cuál será el más fuerte. En efecto, entrar y pagar es la necesidad absoluta del sistema de mercado, la única que éste desea y la única por la que se preocupa; entrar sin pagar es, de alguna manera, condenarlo a muerte. Que se disfrute o no en el interior del antro apenas ventilado, o que se pueda eventualmente salir de él, son cuestiones que para el sistema carecen de importancia e incluso de realidad. En Saint-Laurent-Du-Pont la inseguridad de la gente no era más que el subproducto algo embarazoso, el reverso de la moneda y el despreciable efecto colateral de la seguridad de la mercancía.
Dicho lo cual, también es cierto que estas consideraciones –por las que una determinada clase se considera responsable de tales accidentes- no dejan de ser algo banales, por mucho que en este momento los hombres comiencen a encontrar sorprendentes y corregibles las banalidades reinantes que los mutilan y que los matan. Sin embargo, la hecatombe de Saint-Laurent-Du-Pont se ha sentido de manera mucho más profunda que otras tantas catástrofes, como pueden ser la ruptura de un embalse o la caída de un avión. La importancia del hecho, como siempre, se lee ante todo en las mentiras o las reticencias de las que la información espectacular lo cubre. En esta ocasión nadie se ha atrevido a falsear el número de víctimas (tal y como se hizo a propósito de Gdynia, de México o de la calle Gay-Lussac). Pero paradójicamente, como para atenuar en lo posible la violencia del hecho bruto, lo que sí se ha ocultado es el número de supervivientes. En el momento de prenderse la leñera, algunas personas se encontraban ya fuera del edificio, mientras que algunas otras pudieron alcanzar la puerta de salida inmediatamente. No se ha querido citar la cifra precisa de aquellos que pudieron salir, lo que hubiera permitido contrastarla con la de aquellos que se quedaron atrapados dentro. Así, muchos ingenuos han podido pensar que fueron decenas los que escaparon, si no más. Algún tiempo después de la tragedia, la gendarmería encargada de la investigación recogió testimonios que cifraban en una treintena las personas que frecuentaban la discoteca “Cinq-Sept” con asiduidad, y que estaban probablemente entre los presentes aquella noche. Si del total de supervivientes sustraemos los seis u ocho que se encontraban ya en el exterior en el momento del incendio, podemos concluir que no salieron con vida más de diez personas. Es decir, por cada persona que se salvó quince se quemaron.
¿En qué se diferencia esta muerte en masa de la que puede sobrevenir a grupos humanos reunidos por casualidad, pongamos, en unos grandes almacenes o en un tren? En primer lugar, los muertos de Saint-Laurent-Du-Pont eran casi todos jóvenes, la mayoría chicos y chicas de entre dieciséis y veinte años. Por otra parte, la mayoría eran pobres, jóvenes trabajadores, muchos de entre ellos hijos de trabajadores inmigrantes. La tarde del sábado en Saint-Laurent-Du-Pont era un ejemplo del tipo de vida que la abundancia mercantil ofrece a la juventud y a los trabajadores: muchos de ellos tienen coche, así que pueden salir en grupo, pagar la entrada de un local de pega y estar juntos. No era salir de la soledad y del aburrimiento, pero sí pasar un momento del aburrimiento catalogado como más entretenido. Es precisamente a esta juventud, a esta juventud que ya no acepta sus condiciones de existencia, a la que se ofrecía en el Isère, a modo de salario por su trabajo semanal, comida, gasolina y los placeres de Saint-Laurent-Du-Pont. ¿Qué más podían pedir? Los que se abrasaron allí dentro venían de ser machacados en otro lugar.
Cuando unos días después, la población de Saint-Laurent-Du-Pont decidió solidarizarse con su alcalde, momentáneamente sancionado, las pequeñas empresas del lugar acordaron una hora de huelga. Sin embargo, como señala el Le Monde del día 8 de noviembre, “en la empresa más importante del municipio, una fábrica de laminado en frío […] el personal no ha sido unánime […] por otra parte, la petición de firmas se ha distribuido sólo entre los electores, excluyendo así a los jóvenes de menos de veintiún años. Estos son muy sensibles a semejante discriminación, ya que las víctimas del incendio del “5-7” fueron en su mayor parte jóvenes de menos de veintiún años.”
La discriminación es mucho más grave, y sus causas son profundas. Los tres periodistas de Le Figaro que han firmado conjuntamente el reportaje publicado el 2 de noviembre informan en estos términos del testimonio de uno de los que escaparon, Jean-Luc Bastard, sobre lo que pasó aquella noche en la puerta: “Hicimos todo por salvar al máximo de gente posible. Tirábamos de los brazos y de las piernas que teníamos delante de nosotros. Con las chaquetas remojadas en el arroyo que hay allí al lado apagamos las llamas prendidas en la ropa de los que lográbamos sacar. En un momento dado algunos automovilistas se pararon en el borde de la calle a mirar. Algunos se lo pasaban bien; reían al vernos hacer y rechazaron participar en el socorro. Sólo dos o tres nos ayudaron”.
Cuando otros periódicos han citado posteriormente este testimonio, la parte referida a los automovilistas que se negaron a socorrer a los jóvenes y que se reían al verlos quemarse ha sido, como por casualidad, omitida. Era sin embargo, de lejos, la información más sensacional de todo el párrafo. El periodismo moderno sabe sacrificar los imperativos estrechamente profesionales cuando se trata de sostener los intereses generales de la sociedad que lo produce; y el fuego llama al fuego. En cualquier caso, está claro que los periodistas poco se merecen el reproche, particularmente desafortunado, que les hacía el Le Monde del 10 de noviembre, acusándolos “de haber caldeado los ánimos”. Los automovilistas de la región sabían bien que esa fúnebre discoteca era un lugar de consumo de la juventud –es decir, de los gamberros, de los drogadictos, del hampa perezosa-. Esos adultos que han renunciado a la vida (mucho más numerosos que los capitalistas y que las capas parcialmente privilegiadas), esas víctimas del sistema que piensan que ya no les queda otra alternativa, en tanto que seres y en tanto que propietarios, que la alienación con la que se han identificado, detestan furiosamente a los jóvenes. Les tienen envidia porque son más libres que ellos (todo lleva a pensar que la mayoría de las personas en edad electoral son igualmente monógamas) y porque agachan menos la cabeza. Su odio a la juventud no es más que una figura pasajera de un odio más motivado que vuelve a aparecer con el resurgir de la lucha de clases. Se manifiesta, sin embargo –y en la medida en que esta vez la totalidad de los aspectos de la vida va a ser explícitamente puesta en juego en la revolución-, con una violencia que era desconocida en los tiempos en los que aún se sentía la ilusión de una comunidad nacional o humana entre las clases en conflicto.
Un burgués contemporáneo de Thiers hubiera sin duda socorrido al obrero que sale ardiendo de un edificio incendiado. Muchos colonos de África del Norte, al menos hasta los años 50, lo habrían hecho por un árabe. Pero el odio que inspira en este momento la juventud es de una calidad del todo excepcional y no proviene más que parcialmente de la propaganda gubernamental difundida a tal fin por los mass media. Los resignados, los auto-mutilados, no detestan las afirmaciones revolucionarias de la juventud porque hayan sido falsamente informados por el espectáculo acerca del propósito de las mismas, sino que, de manera mucho más profunda, las detestan porque son espectadores. A la excelente consigna que un grupo de jóvenes revolucionarios ha adoptado estos días –“no estamos contra los viejos, sino contra lo que los hace envejecer”-, los resignados podrían responder sinceramente, si osaran hacerlo: “nosotros no estamos contra los jóvenes, sino contra lo que los hace vivir”. En cosas como este suceso de Saint-Laurent-Du-Pont, o aquel cartel que tatuó los muros de París con el rostro destrozado de Richard Deshaies, puede leerse ya, evidente como un adoquín o una carga de los CRS, el clima de la guerra civil.
La violencia ha existido siempre en la sociedad de clases, pero sólo la actual generación revolucionaria ha comenzado a hacer ver, en las empresas y en las calles, que la violencia puede existir por ambos lados: de ahí el escándalo y las inquietudes televisadas del gobierno. El proletariado y la juventud saben ahora que dan miedo y los jóvenes obreros, en el taller o en la fábrica, son los más jóvenes de entre los jóvenes y los más proletarios de entre los proletarios. Como dan miedo, se los persigue. Por eso tienen que aprender a dar miedo más eficazmente, aprender a vencer a sus adversarios. En Saint-Étienne o en la Courneuve, los carceleros los patean: se trata, cada vez, de “darles una lección”. Son decenas de miles de “lecciones” que, efectivamente, les dan que pensar. Los que escaparon de Saint-Laurent-Du-Pont eran demasiado pocos, y en ese momento estaban demasiado postrados por el golpe recibido como para ir a pedir cuentas al propietario superviviente de la discoteca, después de que, en una justa cólera, hubieran hecho ademán de linchar al beneficiario. Si lo hubieran hecho de verdad, habríamos sin duda escuchado un sinnúmero de voces de condena por parte de los periodistas de izquierda y de los burócratas trotskistas. Sin embargo, como dice una canción de la vieja Revolución francesa a propósito de la masacre del gobernador de la Bastilla: “qué puede haber de malo en ello”.
Hacía lo menos cien años que la juventud no estaba tan resuelta a destruir el viejo mundo y nunca en la historia había sido tan inteligente. (La poesía que hay en la I.S. puede hoy leerla una niña de catorce años; en este punto, el deseo de Lautréamont ha sido colmado). Pero, a fin de cuentas, no es tampoco la juventud, en tanto que estado pasajero, lo que amenaza el orden social. Lo que amenaza este orden es la crítica revolucionaria moderna, en la teoría y en la acción, cuya rápida expansión se manifiesta por todas partes a partir de momentos históricos como el que acabamos de vivir. Esta crítica, que nace en la juventud de un momento dado, jamás envejecerá. El fenómeno que se amplifica cada año no tiene nada de cíclico, sino que es acumulativo. Es la historia lo que está llamando a las puertas de la sociedad de clases; es su propia muerte. En realidad, aquellos que reprimen a la juventud se defienden contra la revolución proletaria, y esta amalgama los condena. El pánico fundamental de los propietarios de la sociedad de cara a la juventud se basa en un frío cálculo que se oculta detrás del escaparate de tantos análisis estúpidos y exhortaciones pomposas, pero que en el fondo es muy simple: de aquí a doce o quince años tan sólo, los jóvenes serán adultos, los adultos serán viejos y los viejos estarán muertos. Puede fácilmente concebirse que los responsables de la clase dirigente tengan la necesidad absoluta de invertir en pocos años la tendencia a la baja de su grado de control sobre la sociedad. Pero empiezan a pensar que no la invertirán.
*Guy Debord, uno de los máximos referentes de la Internacional Situacionista, el grupo de experimentación política y artística que tanto marcó la crítica social de los años ‘60.
Traducción: Álvaro García-Ormaechea
Fuente: La Vaca