Un intelectual que ayudaba a pensar
Fue un intelectual que se negó a transitar los senderos obligatorios que marcaron las distintas épocas. Defendió la necesidad de impulsar un modelo de de-sarrollo industrial cuando la Argentina avanzaba a los tumbos con la industrialización sustitutiva de importaciones y lo siguió haciendo cuando la política neoliberal del ex presidente Carlos Menem barrió con las fábricas y la soja comenzó a sembrarse hasta en las banquinas de las rutas. Esa coherencia no fue producto de la adhesión a un dogma, pues Jorge Schvarzer siempre les escapó a las recetas deterministas. Estaba convencido de que defendía la mejor opción para alcanzar el desarrollo y lo sustentaba en base al resultado de un conjunto de investigaciones donde combinó con maestría el trabajo de campo, la rigurosidad teórica y un marcado compromiso político. Fue uno de los fundadores del Plan Fénix, un espacio conformado por docentes de la UBA que, cuando la convertibilidad de derrumbaba, se reunieron para proponer ideas alternativas al neoliberalismo. El sábado por la noche este ingeniero especializado en economía falleció en el Hospital Alemán víctima de un cáncer. Estaba a punto de cumplir 70 años.
Schvarzer nació el 25 de octubre de 1938 en el barrio porteño de Parque Patricios. Cursó la escuela primaria en el Bernasconi y el secundario en un colegio industrial de Barracas. “Mi padre deseaba que fuera ingeniero y yo estaba tan dispuesto a complacerlo en esos años que acepté su idea sin que siquiera se me ocurriera reflexionar sobre ella”, cuenta en una breve autobiografía inédita escrita hace algunos meses a pedido de uno de sus discípulos, a la que accedió PáginaI12. En 1956 egresó y se dispuso a estudiar economía, pero en la universidad le exigían rendir todas las materias del bachillerato y un simple análisis de costos y beneficios lo llevó a la Facultad de Ingeniería. “Después de todo, pensé, una cosa era obtener un título y otra podría ser mi profesión en el futuro”, aseguró. Ingresó en abril de 1957 y en diciembre de 1962 ya se había recibido, pese a haber tenido que completar el servicio militar en 1961.
Sus primeros pasos en la militancia estudiantil fueron en una agrupación de izquierda y uno de sus primeros referentes académicos fue el intelectual marxista Milcíades Peña, con quien participó en la revista Fichas de Investigación Económica y Social. Pese a ello, siempre mantuvo una prudente distancia de las corrientes marxistas. “Si por marxismo se entiende una lectura congelada, dogmática y rutinaria de los textos de aquel pensador, yo no soy marxista. Al fin y al cabo el propio Marx afirmó lo mismo al fin de su vida al ver cómo usaban y abusaban de sus teorías”, sostuvo. Por ese motivo, contó que no le gustaba utilizar los términos plusvalía, leyes inmanentes y lucha de clases, “que sólo sirven para obtener la patente de pensador revolucionario”.
A comienzos de los ’60 obtuvo una beca de posgrado de especialización en ingeniería ferroviaria que le permitió trabajar en la empresa nacional de ferrocarriles durante un año y medio. Luego consiguió apoyo de la embajada japonesa para conocer los ferrocarriles de ese país y estuvo viviendo en Tokio dos meses. Experiencia que le sirvió para escribir su primer libro, llamado El modelo japonés. Por esos años también trabajó en varias grandes empresas de capital nacional donde pudo comprobar la “ignorancia” de sus directivos sobre la importancia del progreso técnico y la formación de cuadros profesionales, tal como se lo había anticipado Milcíades Peña cuando le remarcaba la incapacidad de la burguesía nacional para llevar a cambio la tarea del desarrollo. “Me decían ‘el ingeniero’ porque no había otro en una fábrica con cinco mil trabajadores”, solía contar Schvarzer con asombro.
También trabajó para empresas multinacionales (“que no se diferenciaban de aquéllas de capital local”) y en 1970 viajó a París para incorporarse a una consultora especializada en planes de transporte. No obstante, a mediados de 1972 sintió la necesidad de regresar y al año siguiente lo nombraron director del Departamento de Economía de la Facultad de Ingeniería, donde comenzó a dictar sus primeras clases sobre economía argentina. En septiembre de 1974 fue expulsado de la Universidad durante la intervención de Alberto Ottalagano y durante la dictadura se incorporó al Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración (Cisea). Allí trabajó con Jorge Sabato, con quien escribió Funcionamiento de la economía y poder político en la Argentina: trabas para la democracia, un texto de referencia para los economistas.
Desde la dirección del Cisea, cargo que asumió en 1983, alentó los estudios sobre los grandes sectores productivos del país, el agro y la industria así como el tema de la deuda. Además, continuó sus estudios sobre la clase dominante local. Allí trabajó hasta comienzos de la década del ’90, cuando el centro terminó cerrando. En 1994 se incorporó como docente investigador a tiempo completo en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, donde se desempeñó hasta su muerte. En ese espacio creó el Centro de Estudios sobre la Situación y Perspectivas de la Argentina (Cespa). A los directivos de Económicas siempre les agradeció que se hayan arriesgado a incorporarlo “pese a que mi único título profesional seguía siendo el de ingeniero”. Desde la UBA, impulsó la creación del Plan Fénix, ese espacio integrado por economistas heterodoxos que, cuando la convertibilidad ya era insostenible y la crisis hacía estragos, se involucraron para pensar una salida al neoliberalismo. Muchas de esas ideas fueron las que ayudaron a la recuperación de los últimos años.
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Un hombre comprometido que nunca dejó de hablar
Jorge Schvarzer siempre estuvo dispuesto a dar su opinión ante cada uno de los avatares que atravesó la economía argentina en los últimos años. A diferencia de muchos de sus colegas, nunca planteó problemas de cartel antes de dar el sí. No preguntaba qué espacio se le iba a otorgar en las notas ni pedía el nombre de los demás especialistas a los que se estaba consultando, para ver si se encontraban a su nivel. Tampoco se excusaba por problemas de tiempo o por desconocimiento de alguna cuestión técnica puntual, pues sabía que el debate que se da a través de los medios de comunicación es fundamentalmente político y nunca le escapó a ese compromiso. Lo que sigue son algunas de sus reflexiones:
- “Cuando los maestros hacen huelga dicen ‘ganamos 1200 y queremos ganar 1400 pesos’. ¿Cuánto gana el señor De Angeli y cuánto quiere ganar? Es un misterio. El dice que pierde y por eso está en la ruta, pero nadie le pregunta cuánto gana. A los empresarios no se lo preguntan, pero a los obreros sí.” (PáginaI12, 6 de julio de 2008)
- “Estados Unidos produce el doble de soja y cinco veces más maíz que la Argentina y nadie dice que es un país agropecuario. Es un país industrial que tiene una enorme producción agrícola. Yo quiero que la Argentina sea eso.” (PáginaI12, 6 de julio de 2008)
- “El FMI es un gigantesco aparato burocrático que no cambia por el hecho de que cambie un presidente. La democratización del organismo, prometida por Dominique Strauss-Kahn, dependerá de la voluntad de los principales accionistas y no creo que se pueda esperar demasiado de Estados Unidos, Japón y Europa.” (PáginaI12, 21 de octubre de 2007)
- “Algunos analistas hablan de inflación reprimida, pero esa caracterización no está motivada por un análisis económico sino por una intencionalidad política, porque no hay motivos que la justifiquen, ya que el sector público tiene superávit y la emisión de dinero está controlada.” (PáginaI12, 5 de enero de 2007)
- “Si no podemos tener un Estado capaz de poseer un banco de de- sarrollo que funcione bien, no podemos tener un Estado: cerremos el país y vayámonos. Es inadmisible decir que el Estado no puede. Algunos no quieren, pero eso es otra cosa.” (Fortuna, 19 de septiembre de 2005)
- “Se ha vilipendiado repetidamente el período de la industrialización sustitutiva de importaciones, pero si se mira desde 1945 a 1974 se observan casi 30 años de crecimiento ininterrumpido de la economía. (...) A partir de 1974 el mundo creció y la Argentina permaneció estancada en medio de discursos exitosos acerca de los quesitos franceses que podíamos comprar.” (Fortuna, 19 de septiembre de 2005)
- “En el mercado mundial, la actividad se está concentrando en empresas gigantescas. Entonces, la única forma de competir es alcanzar dimensiones mínimas muy altas. Las empresas brasileñas están buscando eso y el problema es que hay pocas empresas argentinas que están buscando lo mismo. No hay que criticar a los brasileños sino pensar cómo hacemos para que las empresas argentinas busquen competir en el mercado mundial.” (Cash, 26 de diciembre de 2004)
- “El Fondo tiene una tradición de soberbia y omnipotencia espectacular porque, en lugar de reconocer que con la Argentina se ha equivocado, lo que hace es exigirle cada vez más.” (Cash, 15 de agosto de 2004)
- “Cuando hablamos de entes independientes, deberíamos aclarar independientes de quién. El Banco Central quiere ser independiente para que lo manejen los economistas del CEMA, que nos llevaron a la ruina.” (Cash, 13 de julio de 2002)
- “No me puedo imaginar qué beneficios puede traerle a la Argentina entrar al ALCA. No existe ningún caso de integración entre un país y otro a 15 mil kilómetros de distancia. ¿Qué ventajas podríamos tener en el ALCA?” (Clarín, 14 de octubre de 2001)
- “El mercado no es un fenómeno divino, no es espontáneo, no es parte de la naturaleza de las cosas. Cualquier analista prudente reconoce que el mercado es una creación social (igual que el Estado), que, por lo tanto, debe ser organizado y regulado.” (Clarín, 28 de febrero de 1999).
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Autobiografía de Jorge Schvarzer
Nací a fines de 1938 en Parque Patricios, en la Capital, en un hogar que los sociólogos definirían como de clase media baja. Cursé el colegio primario en el Bernasconi, una escuela gigante, que cubre dos manzanas urbanas, con museos, teatro y piscina, que sería un lujo en un país desarrollado pero que está semi escondida en un barrio periférico de la ciudad como enseña viva de las paradojas nacionales. Cursé luego el secundario en una Escuela Industrial en Barracas, alojada en una estructura de hormigón y techo de chapas, donde antes funcionaba una clásica barraca de barriles de aceite; allí aprendí que no todas las escuelas eran semejantes a las de mi primera experiencia y que algunas eran ya, por su pobreza formal, un paradigma del Tercer Mundo.
Ingresé a la Escuela Industrial porque mi padre deseaba que fuera ingeniero y yo estaba tan dispuesto a complacerlo en esos años que acepté su idea sin que siquiera se me ocurriera reflexionar sobre ella. Durante esos años de la adolescencia comencé a descubrir, y entusiasmarme con, los problemas sociales y los debates económicos. La movilización social y política generada a partir del golpe militar de 1955 contribuyó a incentivar en mí esos temas cuando hubo una verdadera explosión de periódicos de todo tipo y debates tan candentes como los que generaba la antinomia peronismo antiperonismo y las exploraciones en torno al futuro nacional.
En 1956 egresé del Industrial decidido a dedicarme a la economía pero descubrí enseguida que la Universidad no me aceptaba fácilmente: podía entrar directamente en Ingeniería pero, para ingresar a Economía, me exigían rendir todas las materias del bachillerato que no había cursado en el Industrial. Después de seis años en el secundario (un año más que en la secundaria tradicional) debía aprobar algo así como 25 exámenes de la escuela secundaria para entrar en Economía. Una estimación elemental de costos y beneficios a mediano plazo me llevó a ingresar a Ingeniería. Después de todo, pensé, una cosa era obtener un título y otra podría ser mi profesión en el futuro.
Cursé ingeniería en el mínimo tiempo posible (algo menos de seis años, desde el ingreso en abril de 1957 hasta el último examen en diciembre de 1962), pese a que tuve que dedicar todo el año 1961 al servicio militar obligatorio. Me incorporaron como soldado en el Regimiento de Caballería Escuela, ubicado en Campo de Mayo, donde ya se percibía la ignorancia de los oficiales medios sobre cualquier tema que no estuviera escrito en los Reglamentos y la ausencia de objetivos de la vida militar que acompañaron a las trágicas experiencia posteriores.
La intensa vida política de esos años en la Universidad me llevó a integrar una agrupación estudiantil de izquierda donde nos juntamos aquellos que creíamos que se podía construir el socialismo sin recurrir a una dictadura como la que había protagonizado Stalin en la Unión Soviética y consolidado sus continuadores. Por eso nos llamaban “trotskos” aunque se trataba de una designación muy genérica en aquella época con un significado muy distinto (posiblemente) al actual. Hacia 1958, uno de los compañeros del grupo descubrió una revista de intenso contenido y escasa circulación publicada por Milcíades Peña, un intelectual marxista cuyas afirmaciones sobre la incapacidad de la burguesía nacional para llevar a cabo la tarea del desarrollo nos llamaron la atención. Alguien logró entrar en contacto con él y, tras sucesivas charlas, nos propuso dictar un seminario de introducción al marxismo que organizamos en la propia Facultad. El seminario nos introdujo a una teoría abierta sobre el hombre y la sociedad que contrastaba con el marxismo vulgar. En esa exposición no había ninguno de los reflejos condicionados de esos lectores dogmáticos de El Capital que no pueden salir de esa cárcel de ideas que crearon las presuntas leyes inmanentes del movimiento social y económico que no se pueden contradecir sin convertirse en hereje. Así fue como, de la lectura de criterios semejantes a los que exige la lectura de la Biblia o el Corán, que difundían con energía las izquierdas en la Facultad, pasamos a absorber un conjunto de ideas que no daban respuestas enlatadas, ni resolvían en una sola frase toda la historia de la humanidad; en cambio, demandaban pensar los problemas (los que se suponían ya resueltos por Marx y los nuevos que planteaba el intenso proceso de cambio social en el mundo desde que aquel autor había escrito su obra).
No quiero endilgarle a Peña la evolución de mis ideas pero desde entonces pienso que si por marxismo se entiende una lectura congelada, dogmática y rutinaria de los textos de aquel pensador, yo no soy marxista. Al fin y al cabo, el propio Marx afirmó lo mismo al fin de su vida al ver cómo usaban, y abusaban de, sus teorías. En cambio, creo que heredé algo de esa doctrina cuando pienso en términos de quiénes se benefician de una política y cómo ella afecta al devenir de la sociedad, o cuando pienso en los cambios que provoca el progreso técnico en el reparto de los beneficios y de cómo afecta a la estructura social. Por eso, para evitar que me confundan con ellos, no utilizo los términos que fueron expropiados por los marxistas ortodoxos (plusvalía, leyes inmanentes, lucha de clases para cada conflicto, etc.) que sólo sirven para obtener la “patente” de pensador revolucionario. Me parece lamentable que el contenido real de esos slogans tiene cada vez menos que ver con la realidad y mucho con el facilismo de no tener que pensar de nuevo la historia.
Este no es el lugar para desarrollar una teoría social y sólo quiero marcar esos antecedentes que nos llevaron a seguir estudiando teoría e historia con Peña. Finalmente, en 1964, lo acompañamos a escribir y editar la revista Fichas de Investigación Económica y Social. Fue una publicación llena de ideas originales sobre el país, escritas sobre todo por Peña, que combinaba argumentos y teorías con una calidad de presentación que todavía hoy la hace atractiva y moderna. Fichas competía en el mercado con otras revistas prestigiosas, como Pasado y Presente o Monthly Review en castellano, pero se diferenciaba de ellas por centrar sus ejes de análisis en la Argentina y, a mi juicio, escapar a todo argumento dogmático. No está de más señalar que del primer número de la revista hicimos 5.000 copias que se agotaron en poco tiempo, aunque luego, por razones de prudencia financiera, fuimos bajando la tirada hasta los 3.000 ejemplares de los últimas ediciones; esos valores parecen enormes para los hábitos políticos del presente pero que resultaban normales para quienes estábamos experimentando ese trabajo editorial.
Como parte del juego, firmamos la mayor parte de los artículos con seudónimos colectivos que no definían a nadie en particular. Víctor Testa podía ser el autor formal de un artículo de Peña o del trabajo de varios, y lo mismo ocurría con los otros seudónimos, de modo que probablemente a esta altura de la historia soy uno de los pocos que puede decir quién escribió qué (y difícilmente quede alguien que pueda afirmar otra cosa con alguna documentación). Peña murió en diciembre de 1965, después de haber editado ocho números, y los que quedamos seguimos publicando la revista hasta el número 10, que salió a la calle justo cuando el golpe de estado de Onganía provocó que la policía secuestrara metódicamente en kioscos y librerías cualquier ejemplar impreso que pareciera marxista, izquierdista, editado por la Unión Soviética o, simplemente, opositor.
Estoy orgulloso de esa tarea y de haber cumplido con otros compromisos surgidos de ella. El mayor, sin duda, consistió en editar los textos inéditos de Peña sobre la historia argentina en una época de silencio político y soledad intelectual. Dividimos el libro en tomos menores, para reducir su costo y facilitar su difusión, aunque la venta resultaba muy lenta en los primeros años. El clima político se modificó bruscamente a fines de la década de 1960 y los libros de historia argentina (y no sólo los de Peña) se difundieron masivamente entre un público ávido por entender al país. Otro motivo de orgullo es de haber publicado algunos trabajos teóricos que firmé como Víctor Testa con la sola idea de señalar que el grupo no había desaparecido y que algunos seguían trabajando en la tarea iniciada por Peña y concretada en Fichas.
Una vez recibido comencé a combinar la tarea de ganarme la vida como ingeniero más o menos independiente y buscando disponer de tiempo para estudiar la economía y los problemas del país. La crisis de 1962-63 (provocada, entre otros, por Martínez de Hoz en su primera gestión como ministro de Economía) me obligó a buscar una solución más estable al tema de mis ingresos y por eso me postulé y obtuve una beca de posgrado de especialización en ingeniería ferroviaria. El curso duraba 18 meses con el compromiso de trabajar al menos un plazo semejante en la empresa nacional de ferrocarriles que parecía preocupada entonces, al menos formalmente, por disponer de gerentes profesionales especializados en su operatoria.
Hacia finales de ese curso, conseguí, con otros compañeros, una beca de la embajada japonesa para conocer los ferrocarriles de aquella nación. Fue así que cumplí 27 años en Tokio, mientras pasaba un par de meses en Japón, recorriendo el país y sus plantas fabriles, conociendo su cultura y sus esfuerzos industriales y tecnológicos. Las exigencias formales no eran demasiado grandes, de modo que dediqué parte de mi tiempo a buscar materiales en inglés (resulta casi innecesario aclarar que en castellano era impensable) para conocer mejor ese formidable proceso de desarrollo. Como fruto indirecto de esa experiencia personal en un país desarrollado, pero no occidental, escribí tiempo más tarde, en 1973, una serie de artículos periodísticos en el diario El Economista, de la Argentina; un año más tarde los recogí y amplié para publicar lo que fue mi primer libro sobre el tema del desarrollo, que se llamó El modelo japonés. Se trata de un libro simple, de tono periodístico, por su propio origen, pero que destaca lo que todavía hoy considero componen algunas variables básicas del desarrollo de esa nación.
Aprovechando el viaje a Japón, organizamos algunas visitas a empresas ferroviarias en Estados Unidos, por donde obligatoriamente deberíamos pasar, sumado a algunos paseos turísticos menores. Fue así que paramos en varias ciudades, desde Nueva York a Anchorage, de manera que pudimos palpar el impulso de esa nación y la diversidad de sus ambientes. Una nación nacida de inmigrantes, como la Argentina, que se había puesto a la cabeza del mundo por su desarrollo.
La última parada obligatoria de ese viaje previo a los actuales vuelos directos fue Lima, donde sentí enseguida que en un par de horas de travesía habíamos retrocedido más de un siglo. Era una sensación que no podía tener en Buenos Aires, donde todavía predominaba la herencia de la gran riqueza de origen agrario y una modernidad que generaba ciertas esperanzas sobre el desarrollo posible.
Mi estadía en el Ferrocarril estuvo acotado por el compromiso previo de 18 meses debido a que ya entonces era evidente que esa empresa estaba bloqueada por la burocracia interna, las presiones de intereses externos y la indiferencia de su propietario, el Estado, que en general sólo se preocupaba por el esfuerzo del Tesoro para cubrir su enorme déficit operativo con una mirada acotada en el corto plazo. Si era imposible actuar como profesional en tiempos normales, más lo fue a partir del golpe de 1966 cuando la miopía de los generales designados a cargo de la empresa los llevaba a concentrarse en controles burocráticos Ellos emitían órdenes tan pueriles e inútiles como usar el dorso de cada hoja para reducir el consumo de papel, o la obligación de firmar un cuaderno cuando alguien iba de su oficina al baño (tanto a la salida como a la vuelta de él) para evitar, supuestamente, que los empleados se “fugaran” de sus lugares de trabajo. Lo que no sabían, ni podían lograr, era determinar cuál era el trabajo que se necesitaba realizar.
Esa experiencia en la mayor empresa pública del país me permitió reflexionar sobre las formas organizativas, los mecanismos de conducción y los estímulos internos que requiere una organización para actuar. Esos argumentos parecen esenciales para pensar porqué esas variables eran tan elementales como impotentes en el caso argentino frente a lo que había visto en la empresa estatal japonesa, que fue uno de los pilares del desarrollo de esa nación.
Me fui del ferrocarril para trabajar como consultor en temas de logística de transporte y en estudios de mercado sobre sectores fabriles. En el primer ámbito de tareas, trabajé en varias grandes empresas de capital nacional donde cualquier observador podía advertir la ignorancia de sus directivos sobre la importancia del progreso técnico y la formación de cuadros profesionales. Esa ausencia era tal que en una de ellas me llamaban “el ingeniero”; es cierto que esa opción se debía a que no podían pronunciar mi apellido pero, también, les resultaba una solución sencilla porque no había otro ingeniero en una fábrica con cinco mil trabajadores. Al igual que la empresa ferroviaria, ellas estaban viviendo en un mundo estático, donde no había cambio ni crecimiento. Eran, en cierta forma, la expresión viva de las teorías de Peña sobre la incapacidad de la burguesía local que podía palpar en mi actividad. Esas empresas continuaron su larga agonía hasta que fueron vendidas al capital extranjero durante la década de 1990 porque ya no tenían ninguna posibilidad de subsistir en competencia.
Una de esas experiencias la realicé en una gran empresa fabril filial de un holding externo que, a su vez, tenía más carácter financiero que de organización productiva. Todos sus directivos locales eran argentinos nativos (simplemente porque el holding no tenía profesionales propios para enviar a Buenos Aires) que se comportaban a imagen y semejanza de sus colegas en empresas de capital local; la única diferencia consistía en que aquellos que estaban en los cargos más elevados hablaban un buen inglés, que era la única condición real planteada por los directivos del holding como parte de su necesidad de comunicarse en su idioma con sus subordinados locales. El resultado era que la conducta de la empresa no se diferenciaba de aquellas de capital local. Las relaciones entre propiedad y control eran transparentes aunque sólo mucho tiempo después encontré en las teorías de Chandler, el historiador, y de Galbraith, el economista, los argumentos que explicaban esas conductas y permitían pensar, a partir de ellas, los resultados posibles de distintas combinaciones de propietarios, técnicos y ejecutivos.
Los trabajos de investigación de mercado me permitieron conocer el estado de varias ramas fabriles en el país, aunque los informes pedidos por los comitentes eran tan poco estimulantes como acotados a aspectos mínimos de la situación de los mercados y la competencia. Pero esas tareas fueron de corta duración debido a que en 1970 me llegó una invitación para trabajar en una consultora francesa especializada en planes de transporte. La posibilidad de hacer una experiencia en París, cobrando un salario profesional, era demasiado estimulante y partí antes de pensarlo demasiado (y hasta antes de hablar francés como debería hacerlo para vivir allí).
Trabajé así durante un par de años (1971-72) en el BCEOM, una oficina técnica propiedad del gobierno francés, encargada de vender planes de transporte (y los consiguientes equipos fabricados en Francia) a las ex colonias africanas. La empresa ensayaba hacer lo mismo en América Latina y esa expansión, frustrada, explica que hayan elegido a un latinoamericano para llevarlo a París; esa oportunidad me permitió, además de acercarme a la cultura francesa, asistir a los cursos universitarios de algunos famosos investigadores sociales de aquel país, cuya obra repercutía en la Argentina. Era una buena manera de compensar las tediosas tareas de tabular los resultados de encuestas de transporte en Chad, u organizar análisis de los flujos de automóviles que entraban y salían por las autopistas que nacen en París.
El puesto se había convertido, de hecho, en estable y tenía la oportunidad de quedarme sin plazo, pero no podía superar la sensación de que allá era un extranjero y que debía volver a mi patria, de modo que renuncié a mi puesto y tomé un avión para volver a Buenos Aires a mediados de 1972, cuanto el país se dirigía a una salida democrática, pero poco antes de la masacre de Trelew. Esa tragedia me hizo dudar de la ventaja de un retorno en esos momentos, aún cuando ya era tarde para arrepentirme.
En paralelo a mi trabajo profesional dediqué esos años a escribir algunas ideas que se centraban en las relaciones económicas internacionales o lo que entonces se llamaba la problemática del imperialismo. Esos textos fueron saliendo como libros entre 1973 y 1975: una crítica a la teoría del intercambio desigual de Emmanuel (hoy relegada al olvido aunque de gran difusión en aquella época), una exploración teórica sobre el papel de las empresas multinacionales y, finalmente, un estudio de los movimientos del capital y su significado en la época del imperialismo (que considero bastante logrado y todavía útil aunque salió a la calle justo en los días aciagos del rodrigazo y se perdió por muchos años en los sótanos de las librerías de la calle Corrientes).
En mayo de 1973 me ofrecieron el cargo de Director del Departamento de Economía de la Facultad de Ingeniería y, como parte de esa tarea, comencé a dictar mis primeras clases sobre Economía Argentina. En setiembre de 1974 la intervención de Ottalagano me echó de la Facultad a la que no pude volver a entrar porque me lo impedían los recelosos guardespaldas que controlaban las puertas.
Cuando ocurrió el golpe de 1976 mis tareas profesionales giraban en torno a proyectos de logística de transporte y de colaborador y columnista en El Economista hasta que contacté a un grupo de intelectuales que había dictado clases en la Facultad y habían formado el CISEA (Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración). Su Director era Jorge Roulet, que había sido Decano en la Facultad y sus miembros incluían a varios estudiosos brillantes como Dante Caputo y Jorge Sábato, entre otros. Entré como miembro del CISEA y comencé a trabajar, por primera vez, casi exclusivamente como un intelectual en el estudio de la economía argentina.
Esos años fueron muy productivos intelectualmente quizás por el entorno de “exilio interior” provocado por la dictadura: no era fácil dictar clases ni organizar seminarios amplios con temas críticos y la mayor actividad del grupo se basaba en el debate en pequeños círculos de modo que quedaba mucho tiempo para pensar y escribir.
En esos años avancé en el estudio de las grandes empresas industriales del país, que consideraba relevante para evaluar la evolución del sector, hasta realizar la confección directa del ranking de grandes empresas (incluyendo una metodología ad hoc para ello) para disponer de una información más o menos correcta. El ranking se publicó anualmente en Prensa Económica y fue continuado por sus editores luego que dejé la tarea.
El cambio de rumbo de la economía nacional exigía analizar y comprender otras variables y fue así que encaré el estudio de la estrategia del ministro de Economía; los textos resultantes fueron publicados todavía durante la dictadura militar y, debo reconocerlo, bajo el efecto de cierta dosis de autocensura (como no mencionar los temas militares, por ejemplo) para evitar represalias. Los trabajos sobre Martínez de Hoz fueron juntados en una edición posterior y reeditados en distintas oportunidades.
En diciembre de 1983, el influjo del CISEA como think tank, sumado a la labor de algunos de sus miembros en el partido radical, llevó a que varios de mis compañeros pasaran a cargos de gobierno. A partir de entonces, quedé como director del Centro. Poco antes había sido elegido como miembro del Consejo Directivo de CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales) donde actué durante ocho años, un cargo que me permitió conocer de cerca los debates económicos, políticos y sociales en la región.
Como director del CISEA alenté (y trabajé directamente) los estudios sobre los grandes sectores productivos del país, el agro y la industria así como el tema de la deuda (que ponía a la Argentina bajo la dependencia de las grandes finanzas internacionales); también continué con los trabajos sobre la clase dominante local que se extendieron desde los análisis de las grandes empresas locales hasta los estudios en profundidad de las características y comportamiento de las grandes organizaciones de expresión corporativa del “empresariado” nacional porque el conjunto de esas variables explicaba, a mi entender, los problemas de la Argentina para salir del subdesarrollo.
A fines de esa década escribí una breve historia del grupo Bunge y Born en la Argentina, uno de los primeros estudios sobre empresas que se llevó a cabo en el país, aunque de carácter exploratorio y preliminar. Ese estudio se publicó como libro precisamente cuando el presidente electo C. Menem anunciaba que dicho grupo sería el proveedor del ministro de Economía de su gobierno. La historia de Bunge y Born fue presentada en un seminario en Tokio y publicado allí en japonés aunque nunca pude (ni intenté) verificar si la traducción era correcta.
Durante los 9 primeros años de la democracia el CISEA se mantuvo como un importante espacio de reflexión, que llegó a contar con cerca de 50 personas, entre investigadores y personal de apoyo, con gran independencia intelectual. Una de las fuentes de esa independencia eran los subsidios de organizaciones del exterior, interesadas en sostener un ámbito de influencia intelectual en un país que había sufrido una dictadura como la que conoció la Argentina. Esas organizaciones no exigían ninguna contrapartida en términos de orientación política en el más amplio sentido del término y esa actitud fue un aporte esencial para definir la estrategia del centro sin limitaciones.
A partir de 1990, esas fuentes de ingreso comenzaron a perderse. Por un lado porque las fundaciones europeas se orientaron al Este de su continente que acababa de abrirse al mundo y estaba demasiado cerca de sus propias naciones; por otro, porque el atraso del tipo de cambio en el país exigía muchos más dólares para mantener la organización. Esas causas, junto con indudables errores de conducción, llevaron a la progresiva contracción del CISEA hasta su desaparición efectiva como grupo intelectual a comienzos de la década de 1990.
En esos años participé en numerosos seminarios en el exterior y dicté clases en varias universidades. Destaco, entre ellas, dos invitaciones desde Francia. Una, de la Universidad de París III (vía el Instituto de Altos Estudios de América Latina) para dictar un curso de un semestre en temas del desarrollo industrial en nuestro continente y, otra, posterior, de la Universidad de París VII. También dicté cursos de posgrado en diversos lugares de la América Latina, como en la Universidad Federal de Río Grande do Sul (un curso sobre integración industrial en el Mercosur), la Universidad Autónoma de México (sobre desarrollo en la región) y en la Universidad de Montevideo (sobre tecnología y desarrollo).
Luego de un par de años de actuación en esas y otras diversas actividades menores, entré en 1994 como docente investigador a tiempo completo en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA que no dudó en incorporarme pese a que mi único título profesional seguía siendo el de ingeniero.
En una primera etapa preparé una especie de compendio de mis estudios sobre la industria argentina al que agregué nuevos enfoques; el libro terminó convertido en una historia del sector que analiza las políticas públicas y las actitudes de los empresarios frente a la tecnología hasta ofrecer un panorama matizado de su evolución desde el siglo XIX hasta hoy.
En Ciencias Económicas organicé, primero, el CEEED (Centro de Estudios Económicos de la Empresa y el Desarrollo) y, luego, el CESPA (Centro de Estudios sobre la Situación y Perspectivas de la Argentina) donde preparamos y publicamos numerosos estudios sobre el país.
En cierta forma, ambos centros fueron los continuadores del CISEA y su tarea refleja mis inquietudes a lo largo de varias décadas de trabajo intelectual.
Fuente: [color=336600]Página/12 - 29.09.2008[/color]