¿Quién nos cuidará?
Los seres humanos tenemos una gran necesidad de seguridad y protección. No sólo de aquella que se confunde con la de cuidar a quien tiene algo para que otros no lo despojen de ello. Además de cuidar la propiedad, mucho más allá, los seres humanos necesitamos seguridad, certidumbre y protección para mirar hacia delante en nuestra vida. El seno familiar, la escuela, el hospital, la policía, la justicia pública fueron, en ese sentido, instituciones incorporadas paulatinamente al sentido común popular. Se discute ardorosamente su eficiencia, la forma o calidad de su organización, pero no su existencia misma como ámbitos de protección ciudadana.
Sin embargo, hay una faceta básica de la vida que ha seguido casi el camino opuesto. La subsistencia -comer, vestirse, tener un techo- ha pasado a ser un problema personal, para el cual no existen instrumentos de ayuda disponibles, de la dimensión cultural e institucional de los arriba mencionados.
La subsistencia de los esclavos o de los vasallos feudales estaba a cargo de sus amos y señores. La civilización hizo un canje. Cambió la seguridad alimenticia o de alojamiento por la libertad. Doscientos años de historia nos muestran que esa libertad también puede ser la libertad de morirse de hambre. Nos muestran que aquella condición humana era indigna. Y esta también.
La falta de protección económica pretende ser contrapesada en el discurso moderno por la igualdad de oportunidades. A partir de ella, supuestamente, cada ciudadano libre podrá disponer de los bienes que necesita y si no lo logra, será por su culpa. La sensación presente, con la mochila de la historia encima, aunque invisible, es que esa igualdad de oportunidades no existe. Peor aún, seguramente son amplia mayoría los ciudadanos que creen que si existiera, tal igualdad sería insuficiente para acceder a los bienes básicos. Esta creencia no abarca sólo a los indigentes, discriminados o excluidos de todo tipo y por más de un motivo. También invade a capas importantes de la clase media que pueden comer, vestirse o irse de vacaciones, pero ya no pueden aspirar a tener una vivienda propia.
Trabajar 40 o más horas por semana, alguna vez fue suficiente para pensar en formar una familia próspera, con un lote propio y las paredes creciendo por la propia mano cada fin de semana. Ya no.
La pregunta reaparece: ¿Quién nos cuida en materia económica? Las organizaciones de escala global que fueron creadas después de la Segunda Guerra Mundial deberían ser una referencia positiva para buscar el rumbo. Sin embargo, resultan ser lo contrario. La FAO, por ejemplo, ha publicado el Estado de la Inseguridad Alimenticia en el Mundo en 2008. Allí admite que en 2007 el número de hambrientos crónicos aumentó en 75 millones, por causa del mayor precio de los alimentos, llegando a 923 millones de personas. Admite, también, que en 2005, antes aún de esos aumentos, ya había 6 millones de hambrientos más que en 1992, por lo que las políticas proclamadas en el período no fueron exitosas. Sin embargo, ante ese sombrío panorama, propone combinar la donación de alimentos con la capacitación de los pequeños agricultores para acceder al mercado mundial, aprovechando los altos precios. Casi la misma receta que recomendaron hace 15 años. Ni una sola mención hay en el informe a la concentración de ingresos o a la pérdida de autonomía alimenticia promovida desde la revolución verde, para mencionar sólo dos ejemplos. Gravísimo.
El Banco Mundial, en su Informe sobre el Desarrollo Mundial 2009, habla de transformar la geografía económica. En todo el Informe, diría que con notable impudicia, se señala que el desarrollo es y será desparejo, que la concentración en lugar de bloquearla hay que favorecerla y que a cambio hay que construir más infraestructura en las zonas pobres y estimular a los que puedan migrar a los lugares exitosos o vincularse con ellos, que lo hagan. Llega a señalar que la mejor política para China es facilitar –como ya lo está haciendo su gobierno– que la gente del norte y oeste pobre se traslade al sur rico y desarrollado para aprovechar las “economías de escala”; o sea, despoblamiento territorial de amplias áreas rurales, abandono y olvido de culturas productivas ancestrales, concentración y hacinamiento urbano, despilfarro energético, desintegración social.
Por esos lados, por lo tanto, sólo se repiten ideas fracasadas y fuentes de irritación. Ni la teoría del derrame, ni la asistencia global, ni la capacitación masiva, para que luego grandes corporaciones decidan cuándo y dónde dar empleo, parecen siquiera atenuar el problema. Es evidente que si a un escenario tal no se le agregan ideas fuerza creíbles y que luego se vayan mostrado eficaces en la práctica, la frustración –de la cual la sociedad argentina no es la única contagiada– se convertirá en un mal endémico, sin vacunas a la vista.
Nuestro criterio es que hay que volver a las fuentes del sentido común: combinar la iniciativa individual o grupal con una fuerte actividad comprometida e inteligente del Estado. De allí vendrá la seguridad y la protección común necesaria, a la cual mucha gente ya ni siquiera espera y, a veces, ni reclama.
El punto clave es: iniciativa del Estado, ¿para qué? La respuesta es directa: para asegurar que las iniciativas ciudadanas sean adecuadas primero y exitosas después. Vendría a ser, reiterando alguna antigua consigna: ayudar a quien se ayuda a sí mismo. Pero en serio. En el INTI, en los últimos meses, hemos fatigado a los lectores de esta publicación con conceptos muy estructurados, como el desarrollo local sustentable o la solidaridad tecnológica. Dada la conciencia de la limitación de las propias fuerzas, es necesario que las ideas que nos guían tomen vuelo y se instalen en otros ámbitos que a su vez las multipliquen. Desde ahora serán muy pocas más las ideas nuevas a discutir. Nos concentraremos en mostrar los resultados de aplicar éstas que hemos elaborado a lo largo de los años. Tal vez sea nuestra contribución para ayudar a que aparezca el sujeto protector que necesitamos en economía: un Estado con ideas, con tecnología, con algún recurso económico, que se pone al lado de las personas y las comunidades que se han convencido de que la subordinación al mercado equivale al suicidio colectivo.
*Ing. Enrique M. Martínez - Presidente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial.
[color=336600] Fuente: Saber Cómo / INTI - Nº 74 / Marzo de 2009[/color]