Menos costos, más beneficios
A poco más de un año de la reforma del sistema previsional argentino, vale la pena reflexionar sobre sus resultados, sobre sus perspectivas.
En primer lugar, hay que decir que dicha reforma corona el esfuerzo del gobierno nacional por modificar el rumbo de una política pública que llevó al deterioro y desfinanciamiento del sistema en los 80’, a la privatización de la gestión previsional de los 90’ y a su posterior crisis. Los principales hitos de esta transformación fueron tres: la política de inclusión previsional que otorgó cerca de 1.5 millones de beneficios (Dto. 1454/05 y otros); el aumento del haber mínimo y la promulgación de la ley de movilidad o reajuste de los haberes previsionales (Ley 26.417); y la más importante, la eliminación del ex régimen de capitalización y la instauración de un régimen único, basado en un sistema público de reparto (Ley 26.425).
Los problemas que acumulaba el Régimen de Capitalización a fines de 2008 conformaban un mosaico variopinto: los costos de administración del sistema más que duplicaban los de gestión de ANSES, aunque con distintas funciones y sujetos; la distribución del riesgo sistémico era individual lo que significó, en época de crisis financiera global, el recorte del haber del/a jubilado/a; la cartera de activos de los fondos de jubilaciones y pensiones estaba compuesta en más del 50% por Bonos del Estado, con lo cual el pago de intereses por dichas colocaciones contribuían onerosamente al déficit fiscal y al endeudamiento público; el incumplimiento de las expectativas iniciales cobijadas en el parto del sistema en cuanto al fortalecimiento del ahorro nacional y el incentivo a la registración del trabajo, entre otros.
Sin embargo, el principal problema que existía era la tendencia a la reducción de la cobertura. Dicha propensión esta asociada a que el sistema pensional exige reunir 30 años de aportes para el otorgamiento del beneficio, en un contexto laboral en el cual hay un 40% de trabajadores desprotegidos, sin seguridad social. Ello supone que extensas franjas de la población que no tienen cabida en el mercado laboral formal no tengan derecho a una jubilación. Asi, la realidad realza la necesidad de que el sistema previsional contemple la complejidad de la realidad del mundo del trabajo. Para paliar este problema se impulsó un régimen de moratoria previsional que amplió el periodo de reconocimiento de deuda. Luego, se acotó dicho periodo, pero aún así, la mayoría de los beneficios otorgados en 2008 y 2009 lo hacen a través de la moratoria. Se podrá decir que no es un método muy ortodoxo para aumentar la cobertura o que más de 300.000 beneficios fueron a parar a personas que ya tenían un beneficio de pensión o jubilación. Sin embargo, es un mecanismo que aumentó la cobertura con un notable efecto redistributivo del ingreso. El desafío aquí es estudiar un diseño del sistema que haga robusta la institucionalidad de la cobertura, que elimine su tendencia declinante y que no la haga depender de la discrecionalidad de un gobierno determinado.
Otro aspecto de importancia se relaciona a los haberes previsionales y a su estructura. Entre 1980 y 2010 la participación de los haberes mínimos en el total subió del 40% a más del 80%. Ello es muy sugestivo respecto de lo “contributivo” que el sistema en realidad es. Más aún, si la financiación del sistema depende en un 40% del financiamiento tributario (esencialmente, Coparticipación, IVA, Ganancias y Combustibles), se pone en jaque a esta idea de que tenemos un sistema verdaderamente “contributivo”. Además, una sombra de inequidad también ronda sobre ese financiamientro tributario: supone que habrá trabajadores informales, con vulnerabilidad laboral, población no cubierta por la seguridad social que paga impuestos para financiar parte de la prestación previsional de aquellos que sí están en el mercado laboral formal, aunque ellos potecialmente nunca accedan a la misma.
En cuanto al monto de los haberes, quizá lo más relevante sea la promulgación de la citada Ley de movilidad previsional. Después de años y años de vulneración de los derechos de los beneficiarios del sistema de reparto, la Justicia hizo lugar a las demandas de reajuste de los haberes, inmovilizadas por leyes tristemente célebres. Era tan vasto el desaliño que los jueces terminaron actuando en reemplazo de un parlamento sordo. Así, finalmente, la Ley estableció un criterio de reajuste de los haberes que combina la evolución de la recaudación y la evolución de los salarios, lo que ha representado en la práctica aumentos de alrededor del 20% anual.
Paralelamente a ello, se impulsó un proceso de recuperación del haber mínimo. Éste se ha multiplicado por 4, en un periodo en que la inflación ha multiplicado los precios por 2. Esto representa una mejora loable, pero aún es a ojos vista insuficiente. Hoy, el haber mínimo es algo así como la mitad de un salario mínimo, considerando el alza a $1900 que hoy se discute. Consideramos que el haber mínimo debería estar relacionado al salario mínimo. Podemos hacer un ejercicio muy simple: para obtener ese haber mínimo, esa relación debería descontar al salario mínimo en torno a un 20%, en razón al cambio en la estructura de gastos que impone el ciclo de vida de las personas. Ello implicaría una necesidad de financiamiento de cerca de 2% del PBI, un irreal en la situación actual; pero un desafío para el largo plazo basado en la factibilidad de una futura reforma tributaria, que debería sustentarse necesariamente en un nuevo contrato social.
El reemplazo del Régimen de Capitalización por un Sistema de Reparto, trajo aparejado importantes beneficios para la sociedad. En primer lugar, una baja de los costos del sistema, que pueden - al menos - dividirse en tres: reducción en los costos operativos, pues como se dijo, los de las AFJP eran sensiblemente mayores a los de ANSES; menores costos del seguro de invalidez y fallecimiento, cuya cobertura estaba a cargo de compañías de seguro de vida, y que era sufragado enteramente por los aportantes del sistema, con el consiguiente impacto negativo en el monto del futuro haber jubilatorio. Hoy el financiamiento de ese seguro se apoya además en las contribuciones patronales y en los ingresos tributarios del sistema; y no condiciona dicho monto. Por último, la eliminación de nuevos flujos del llamado “costo de transición” derivado de la implementación del Régimen de Capitalización y asumido a partir de que el estado debió endeudarse para compensar la “pérdida” de los aportes personales que alimentaban las cuentas de capitalización individual. Esa deuda generó pagos de intereses y más endeudamiento. La nueva realidad, derivó en importantes recursos que aportan a la solidez financiera del sistema, aunque dichos ingresos tienen una contrapartida relevante: la obligación del pago de beneficios futuros. Sin embargo, el Sistema de Reparto puede hipotéticamente contar con financiamiento derivado de aumentos en las alícuotas de aportes y contribuciones a ser aplicados a generaciones futuras. Esta carácterística ha sido llamada “impuesto oculto” y su dimensión dependerá del equilibrio en el manejo que los gobiernos hagan de esa relación intertemporal, de ese vínculo entre el presente y el futuro.
Mucho se habló, en su momento, respecto de la litigiosidad que la “nacionalización” del sistema generaría. Se decía que los recursos de los fondos administrados por las AFJP eran de propiedad de los aportantes, y por ende, resultaba “otro despojo más” al trabajador argentino. Sin embargo, lo que se sustrajo del debate eran dos características que precisamente tiñen el problema de otro color y engendran otro beneficio social. En primer lugar, que los fondos acumulados tenían una aplicación única y exclusiva: pagar haberes previsionales. No había otro destino posible. En segundo lugar, la Ley 26.425 determina una garantía estatal consistente en otorgar beneficios “iguales o mejores” que los ofrecidos por el Régimen de Capitalización. Eso significa que hoy hay una garantía estatal que opera sobre el riesgo de licuación del beneficio que el Régimen de Capitalización no podía cubrir. Ello nos parece más sólido que el derecho sobre una propiedad intrínsecamente volátil. Se dirá, ante un shock sistémico, el Estado tampoco es inmune y por ende no podrá pagar sus compromisos. Desde acá decimos que lo determinante es la decisión/construcción de la política previsional, de la política de ingresos. Además, los estados nacionales pueden desarrollar instrumentos contracíclicos que ayuden a morigerar los impactos en las finanzas públicas de los shocks macroeconómicos, demográficos y de otro tipo.
En materia previsional, lo que se ha hecho en estos últimos años se opone a lo que muestran las últimas décadas, marcando un rumbo positivo que rememora otras épocas. El Estado de Bienestar fue sobretodo el Estado de Bienestar de la Vejez. La vejez es posible en la medida de la existencia de un sistema previsional justo y sólido. Pero aquella visión no implica desconocer la existencia de inequidades, problemas e insuficiencias del sistema presente. Allí hay mucho por hacer y la capacidad de gestión del sistema, su calidad institucional, son elementos relevantes en la consolidación de los derechos previsionales de los trabajadores.
Se necesita seguir afianzando los logros en los derechos sociales para que tengamos una verdadera ciudadanía. El reciente impulso de la Asignación Universal por Hijo, va en el mismo sentido. Borges dijo que el ser argentino es bueno en lo individual pero que fracasa en lo colectivo, en su ciudadanía. Entendemos y esperamos que ello no sea un axioma.
[i]*Licenciado en Economía. Presidente del IADE.[/i]
Una">http://www.acciondigital.com.ar/]Una versión acotada de este trabajo fue publicada en Accion en la edición 1049 de la primera quincena de mayo de 2010.