Mi tío Gregorio
Mi tío Gregorio era el padre de mi primo Mario Lerner. Una noche de marzo de 1977 él y mi tía Celina llegaron a su departamento de Almagro, en la calle Don Bosco, y al prender las luces vieron cápsulas servidas, una botella de whisky medio vacía, la biblia bilingüe idish-español destruida y rastros de sangre.
Viejo militante de izquierda, el tío Gregorio era sensible y activo a la vez. Tan sensible que editó en la Argentina por primera vez el Diario de Anna Frank, que mis viejos corrigieron para pagarse la luna de miel en Córdoba. Y cuando se ponía activo podía ser cabrón. Tan cabrón para que los correctores trabajaran en su luna de miel (disculpémoslo, por la cultura y por Anna Frank) o para desafiar riesgos e investigar qué había pasado con Mario. Porque si había sangre, habría un cuerpo. ¿Vivo? Su pesquisa terminó en la morgue. En el medio supo que Mario había sido arrastrado aún con vida. Y después averiguó que existía un acta policial del 17 de marzo: “Siendo las 23.30, el funcionario que suscribe, jefe de la comisaría décima, hace constar que en este momento se hacen presentes en la unidad Fuerzas Conjuntas, las que expresan que en cumplimiento de directivas emanadas del Cuerpo de Ejército I (Subzona Capital) efectuaron, momentos antes, un procedimiento en la intersección de Quintino Bocayuva y Don Bosco, con el objeto de detener al delincuente subversivo de la autodenominada banda Montoneros, Mario Lerner (a) El Ruso. Que detectado el causante en la ochava sudeste se le impartió la orden de detención recibiendo la fracción operativa por toda respuesta dos disparos con un arma de puño, siendo repelida la agresión por las fuerzas legales, cayendo abatido el sedicioso”.
Si había sido asesinado y había cuerpo, había homicidio. Había una relación entre el Ejército y la policía. Había una relación entre el Ejército, la policía y la morgue. Había una cadena de mandos: remataba en Videla tras pasar por los subordinados de Carlos Suárez Mason, jefe del Cuerpo I de Ejército, y por el propio Suárez Mason.
Mi tío, que era un loco lindo, juntó testigos. “Un día va a volver la democracia y a éstos los van a juzgar”, decía. Nosotros lo mirábamos sin comprenderlo del todo. Lo entendió más una abogada, Alicia Oliveira, que lo patrocinó. Mi tío terminó queriéndola como a una hija más. Alicia, que había sido jueza, tenía muy en claro una cosa. Siempre recuerdo la primera vez que me lo dijo, como transmitiéndome algo que uno debe saber: “Nene, los Estados producen papeles, y no siempre son secretos”. El hilo de la morgue llevaba a Videla. Y cuando por impulso de Raúl Alfonsín y organismos de derechos humanos se hizo el Juicio a las Juntas, en 1985, el caso de Mario, con su abundancia de pruebas halladas por el tío Gregorio y Alicia y evaluadas al principio de la democracia por el juez Carlos Olivieri, bastaba para condenar a Videla por homicidio.
Mi tío vivía cuando Videla fue sentenciado a perpetua. Tenía razón: un día los iban a juzgar.
También vivía cuando Menem lo indultó.
Se murió después. Había nacido en 1911 en Yagorlik, un pueblo de Ucrania a orillas del Dniéster donde las casas de los judíos eran saqueadas y los colchones, sableados. Primero por los cosacos. Después por los antibolcheviques en medio de la guerra civil con los comunistas.
¿Entienden por qué hubiera dicho “bueno...”?
Página/12 - 18 de mayo de 2013