Del porqué la gente corriente soporta riesgos económicos y Donald Trump no
La semana pasada el Trump Plaza cesaba su actividad y el Trump Taj Mahal se declaraba en quiebra dejando a unos mil empleados sin trabajo.
Entretanto, Trump, declaraba en Twitter que él “no tenía nada que ver con Atlantic City”, y vanagloriándose por su “maravillosa gestión del tiempo” al salir de la inversión.
En Estados Unidos, la gente con mucho dinero puede evitar fácilmente las consecuencias de malas apuestas y grandes pérdidas con la retirada del dinero ante el primer indicio de problema.
Las leyes les protegen a través de la responsabilidad limitada y la quiebra.
Pero los trabajadores que se mudaron a un lugar como Atlantic City por un trabajo, que invirtieron en su casa allí y que se formaron no tienen semejante protección. El trabajo se desvanece, las habilidades son repentinamente irrelevantes y el valor de las viviendas se desploma.
Quedan atrapados en el embrollo.
La bancarrota se diseñó para que la gente pudiera volver a empezar. Pero hoy en día los únicos en empezar de nuevo son las grandes corporaciones, los ricos magnates y Wall Street.
Las corporaciones incluso usan la bancarrota para romper los contratos con sus empleados. Cuando American Airlines fue a la bancarrota hace tres años vació sus acuerdos laborales y congeló los planes de pensiones de sus empleados.
Cuando salió de la bancarrota el año pasado y se fusionó con U.S Airways, sus acreedores fueron pagados enteramente, sus accionistas salieron más ricos de lo que entraron y su Consejero Delegado consiguió una indemnización de 19, 9 millones de dólares.
Los antiguos trabajadores de American Airlines sin embargo fueron estafados.
Wall Street tampoco se preocupa del fracaso. Recordaran que Wall Street casi quiebra hace seis años tras arriesgar cientos de billones de dólares en malas apuestas.
Un generoso rescate del gobierno federal mantuvo a los banqueros a flote y desde entonces muchos de los habitantes de la calle han salido muy bien parados.
Sin embargo, hasta ahora, más de 4 millones de familias estadounidenses han perdido sus hogares. Fueron atrapadas en la cascada de excesos de Wall Street.
No tenían ni idea de que la burbuja inmobiliaria estallaría y no leyeron la letra pequeña de las hipotecas que los banqueros les vendían.
Pero no se les permitió ir a la bancarrota y conservar sus hogares.
Cuando algunos miembros del Congreso intentaron enmendar la ley para permitir a los propietarios de las casas el uso de la bancarrota, la industria financiera bloqueó el proyecto de ley.
Tampoco hay un volver a empezar para los millones de personas que cargan con una deuda de estudiantes.
La deuda de préstamos estudiantiles se ha más que doblado desde el 2006, de 509.000 millones de dólares a 1,3 billones. Ahora contabiliza por el 40 % de las deudas personales, más que las deudas de tarjeta de crédito o los préstamos de automóviles.
Pero la ley de bancarrota no cubre las deudas estudiantiles. La industria de préstamos para estudiantes se ha asegurado de que no lo haga.
Si los antiguos estudiantes no pueden saldar sus pagos, los prestamistas pueden embargar sus sueldos. Algunos prestatarios justo antes del momento de su jubilación han encontrado cantidades extraídas de los cheques de su seguridad social.
La única manera de que los prestatarios puedan reducir las cargas de su deuda es demostrar en una demanda separada que el reembolso de dicha deuda supondría una peso excesivo sobre ellos y sus dependientes.
Un estándar más estricto del que aplican los tribunales de bancarrotas a los jugadores que tratan de reducir sus deudas de juego.
Podrían decir que aquellos que no puedan pagar sus deudas de estudiante, no debieran haberlas contraído en un primer momento. Pero no tenían manera de saber lo mal que acabaría el mercado de trabajo. Algunos no sabían que los diplomas que recibieron de sus universidades con ánimo de lucro no valían ni el papel en el que estaban escritos.
Una alternativa mejor hubiera sido permitir a los antiguos estudiantes ir a la bancarrota cuando los términos del préstamo fueran claramente no razonables (incluyendo tasas de interés de doble dígito, por ejemplo), o los préstamos fueran hechos para acudir a escuelas cuyos graduados tienen bajas tasas de empleabilidad tras su graduación.
Las economías son arriesgadas. Algunas industrias crecen y otras implosionan, como la inmobiliaria. Algunos lugares se enriquecen y otros quedan atrás, como Atlantic City. Algunas personas consiguen nuevos trabajos que pagan mejor y muchas otras pierden sus trabajos y sus salarios.
La cuestión básica es quién debería soportar esos riesgos. En la medida en que la ley proteja a los grandes inversores y ponga el riesgo sobre la gente corriente, los inversores continuarán haciendo grandes apuestas que les dan grandes premios cuando ganan pero crean pérdidas para el resto.
La gente común necesita más nuevos comienzos. Las grandes corporaciones, los bancos y Donald Trump necesitan menos.
Robert B. Reich es Rector de Políticas Públicas en la Universidad de California en Berkeley e Investigador Sénior en el Blum Center de Economías en Desarrollo. Fue Secretario de Trabajo en la Administración Clinton. La revista Time le nombró uno de los Secretarios de Gabinete más influyentes del siglo XX. Ha escrito trece libros incluyendo los bestsellers “Aftershock” y “The Work of Nations”. Su último libro, "Beyond Outrage” acaba de ser publicado en bolsillo. También es editor fundador de la revista American Prospect y presidente de “Common Cause”. Su nueva película “Inequality for All” está disponible en Netflix, iTunes, DVD y bajo demanda.
Sinpermiso - 28 de septiembre de 2014