Mujeres latinoamericanas: un paso adelante, dos pasos atrás

Pablo Gentili
En su boletín del mes de febrero, el Departamento de Empleo de Estados Unidos informó un nuevo aumento en las tasas de ocupación del país, con un crecimiento de 257 mil puestos de trabajo con relación al mes anterior. El empleo privado experimentaba así su 59º mes de crecimiento continuo durante el gobierno Obama.

Dan Diamond, en su columna de Forbes, sostendrá que “nunca tantos americanos han estado empleados” como ahora. La economía norteamericana consolida su momento de vitalidad y, aunque los motivos no dejan de generar controversias, los más ricos parecen carecer de motivos para sentirse defraudados: en diez años, sus fortunas se duplicaron, pasando de un billón de dólares en el 2010 (USD 1.000.000.000.000), a más de 2 billones 200 mil millones de dólares en el 2014 (USD 2.200.000.000.000).
No dejar de ser curioso que, en este contexto, haya sido la entrega de los Oscar el momento en que los festejos por la bonanza laboral norteamericana encontraran una incómoda aguafiestas: Patricia Arquette. La gran actriz, cuyo papel en Boyhood le valió la estatuilla, no perdió tiempo con tartamudeos impostados y en pocos segundos denunció que a las mujeres norteamericanas “les ha llegado el momento de tener el mismo salario que los hombres y los mismos derechos”. Las cámaras mostraron a Merryl Streep apuntando al escenario y dando un grito de aprobación.

En Estados Unidos, la economía va bien, pero la igualdad de género va mal. Entre tanto, la emotiva y justa denuncia de Patricia Arquette podría haber sido realizada en cualquier país del planeta. Más allá del desempeño de las economías, de su progreso o retroceso, y a pesar del paso del tiempo, la igualdad de género en el mercado de trabajo parece ir casi siempre mal.

La desigualdad salarial entre hombres y mujeres en algunos de los países de la OCDE, por ejemplo, llega a casi el 30% y, cuanto más se sube en la escala de remuneraciones, las desigualdades aumentan en vez de disminuir. En Corea, la diferencia salarial entre los hombres y las mujeres que ocupan las posiciones mejor remuneradas del mercado de trabajo, llega a 41%. En Japón, a 36%; en Alemania, a 22%; y en Finlandia, a 25%. Los cuatro países, además de tener elocuentes índices de desarrollo humano, ocupan las mejores posiciones en las pruebas PISA que aplica la misma OCDE, estableciendo su conocido ranking de países que aparentemente poseen mejores perspectivas de futuro en virtud de los aprendizajes escolares.

El excelente desempeño educativo de los jóvenes coreanos de ambos sexos, no parece ser lo suficientemente efectivo como para reducir las desigualdades con que el mercado de trabajo los recibirá y los discriminará, una vez que concluyan su vida escolar. Las mujeres ganarán menos, los hombres más. Peor aún: cuanto más tiempo permanezcan en el sistema educativo, mayor será la desigualdad salarial de las mujeres con relación a sus ex colegas de clase de sexo masculino.

Las desigualdades de género en el sistema de relaciones laborales no sólo es inmune a los grandes avances educativos en las naciones más desarrolladas, sino, particularmente, en las economías emergentes y en los países con altos índices de pobreza.

América Latina parece ser un lamentable ejemplo en esta materia. Los países latinoamericanos tuvieron un significativo crecimiento y expansión de sus sistemas educativos durante la segunda mitad del siglo XX, el cual se consolidó y amplió sistemáticamente en los últimos 70 años. Una de las expresiones más elocuentes de esta democratización ha sido el acceso masivo de las mujeres a los sistemas escolares, llegando en algunos países a superar la matrícula masculina, por ejemplo, en el sistema universitario. Las mujeres, uno de los sectores más discriminado desde la fundación de los sistemas nacionales de educación latinoamericanos y caribeños, recuperaron posiciones y avanzaron expresivamente, haciendo que la discriminación de género en el sistema educativo se redujera hoy, básicamente, a cuestiones de tratamiento diferenciado (dentro y fuera del aula) o a la persistencia de un currículo sexista. Sin minimizar la importancia de estos procesos de discriminación en los ámbitos escolares, no cabe duda que los sistemas educativos latinoamericanos han experimentado un inmenso crecimiento democrático en materia de género, a diferencia de otros ámbitos de la sociedad, como por ejemplo, el mercado de trabajo y el sistema político. Allí, la discriminación sexual parece ser inmune al paso del tiempo e indiferente a los importantísimos avances educativos de las naciones de la región.

No cabe duda que la educación es un gran factor de progreso y democratización de nuestras sociedades. Sin embargo, no todos pueden aprovechar de la misma manera los beneficios que la escuela aporta. Esto no se debe a ninguna cuestión de talento, inteligencia o capacidad ni, mucho menos, es el resultado de una justa e inevitable distribución diferenciada de méritos. Se trata de la persistencia y de la reproducción generacional de las desigualdades de género en aquellas estructuras que, como el mercado de trabajo y el sistema político, más resisten y se inmunizan a los avances democráticos de las sociedades. Una característica que se expresa de manera descarnada en los países más pobres y que tampoco puede ocultarse bajo eufemismos civilizatorios en las naciones más ricas.

Nuestros sistemas escolares pueden tener muchos problemas, es verdad. Pero si el mercado de trabajo y el sistema político fueran espacios socialmente tan democráticos como lo son las escuelas, viviríamos mucho mejor y en sociedades mucho más justas.

La discriminación salarial de género en Latinoamérica

El Informe Salarial Mundial 2014-2015, elaborado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), señala una desaceleración del crecimiento de los salarios a nivel global, particularmente en los países más desarrollados, algunos de los cuales han visto derrumbarse sus remuneraciones reales a niveles inferiores a las del 2007 (como España, Grecia, Irlanda, Italia, Japón y Reino Unido). Muestra también el importante papel que ha tenido China como responsable de casi la mitad del crecimiento salarial mundial. La tasa de crecimiento del salario medio real en el mundo ha sido de 2,0% en el 2013 y, sin China, se reduciría a 1,1%. El crecimiento del salario real en China fue de 9% en el 2012 y 7,3% en el 2013. Así mismo señala que las economías emergentes y en desarrollo han impulsado el crecimiento salarial en términos globales durante los últimos años, aunque América Latina y África han sido regiones donde los salarios reales crecieron a ritmo lento o de forma oscilante desde el 2006 en adelante.

Crecimiento salarial real promedio en diversas regiones del mundo (2006-2013)

Fuente: Elaboración propia sobre datos del Informe Salarial Mundial 2014-2015, OIT.

El Informe de la OIT constituye un muy valioso aporte para la comprensión de las dinámicas que operan en el mercado de trabajo, particularmente el rol de los salarios en la producción y multiplicación de las desigualdades. El documento realiza una singular contribución al explicar que las desigualdades salariales, además de ser producto de diversos factores generales que definen el funcionamiento de la economía y, en un sentido más amplio, del propio modelo de desarrollo vigente, deben analizarse y reconocerse en ciertos procesos de discriminación que operan al interior del mercado de trabajo y que “penalizan” a determinados grupos vulnerables, como las mujeres, los migrantes y las personas que actúan en la economía informal.

De esta forma, las desigualdades salariales entre hombres y mujeres, como entre trabajadores nacionales y trabajadores migrantes, entre trabajadores de la economía formal o informal, no pueden reconocerse sólo como producto de factores “explicables” (la experiencia; el nivel educativo y el nivel de calificación, la actividad económica; la ubicación regional, sea urbana o rural; ni la intensidad laboral, medida en la cantidad de horas trabajadas), sino que, fundamentalmente, son resultado de factores “inexplicables”, o sea, dinámicas de penalización que castigan a estos trabajadores por el hecho de ser “mujeres”, “migrantes”, “trabajadores informales” o todo esto al mismo tiempo. (Es importante destacar que la denominación “factores inexplicables” no hace referencia a la incapacidad de comprenderlos y dotarlos de sentido, sino al hecho de que no se explican por las razones que, en el mercado de trabajo, revelan las causas de las desigualdades salariales existentes).
Los datos aportados por la OIT permiten observar que, en diversos países del mundo, las diferencias salariales entre hombres y mujeres se deben a factores que no tienen directamente que ver con sus capacidades laborales, con su nivel de calificación, ni con el tipo de trabajo que realizan, sino con factores “no económicos”, como el prejuicio, el machismo, el sexismo, la fragilidad de los sistemas de control y fiscalización para la aplicación de la ley. En suma, por la existencia de mercados de trabajo y de estados que tienen en el patriarcado una de sus columnas de sustentación más sólidas y eficaces. Los “factores inexplicables” (laboralmente) también aumentan en vez de disminuir cuanto más de asciende en la escala salarial (mujeres con empleos mejor remunerados son más discriminadas con relación a los hombres que desempeñan actividades iguales). En algunos países, desarrollados o no, si se eliminaran los factores de discriminación basados en causas no atribuibles al mercado del trabajo, las diferencias salariales entre hombres y mujeres disminuirían e, inclusive, las mujeres ganarían más que los hombres. Es el caso de Suecia y, en América Latina, aunque en menor medida, de Brasil y Chile.

La brecha salarial entre hombres y mujeres es, en Argentina, del 27,2%, siendo la que puede ser atribuida a causas “explicables” del mercado de trabajo, 12,6%. En Perú, del 22,6%, siendo las “explicables”, 14,8%. En México, 21,5%, siendo las “explicables”, 6,2%. En Uruguay, 27,2%, siendo las “explicables”, 1,3%. En Chile, la disparidad salarial entre hombres y mujeres es del 23,2% y las correspondientes a razones endógenas del mercado de trabajo, 1%. En Brasil, 24,4% y las “explicables”, -10,4%. De tal forma, si se eliminaran los factores que producen desigualdades salariales y que no corresponden a la experiencia, la educación, la calificación o las horas trabajadas, la brecha de ingresos que separa a hombres de mujeres se reduciría drásticamente. En el caso de Chile, desaparecería. En el de Brasil, las mujeres ganarían más que los hombres.
Por otro lado, la desigualdad salarial de género no se limita a la disparidad de remuneraciones entre hombres y mujeres. Entre las mismas mujeres, la brecha se amplía en virtud de criterios raciales, étnicos o regionales (las mujeres negras, indígenas y campesinas tienen rendimientos significativamente más bajos que las que no lo son). También, la maternidad opera como una mecanismo de discriminación salarial que no sólo diferencia a hombres de mujeres, sino también a las mujeres entre sí. La disparidad salarial femenina basada en la maternidad es en Argentina, 16,8%; en Brasil, 21,7%; en Chile, 17,5%; en México, 33,2%; en Perú, 27,1%; y en Uruguay, 21,0%.
Una hombre gana más que una mujer; una mujer blanca más que una mujer negra; una mujer negra urbana más que una mujer indígena campesina; una mujer sin hijos más que una mujer con hijos; una mujer indígena, campesina y con hijos, menos que todos los demás. Cuando buena parte de los economistas traten de explicar este curioso proceso que persiste sorprendentemente al paso del tiempo y se consolida inclusive en los niveles más competitivos del mercado del trabajo, seguramente dirán que la responsabilidad es del sistema educativo.
No lo es.

La persistencia de la discriminación política de las mujeres en América Latina

Uno de los más significativos avances de género en el sistema político latinoamericano ha sido la llegada de las mujeres a la presidencia nacional en algunos de los países más poderosos de la región. Es el caso de Brasil, con Dilma Rousseff, Argentina, con Cristina Fernández de Kirchner, y Chile, con Michel Bachelet. Otras dos mujeres lideran sus países en el Caribe: Kamla Persad-Bissessar, en Trinidad y Tobago, y Portia Simpson, en Jamaica.
Sin embargo, cualquier festejo precipitado puede ignorar las persistentes formas de segregación que impiden más y mejores avances en materia de género en el sistema político de éstos y de otros países en el continente. En rigor, Chile es el único país latinoamericano que posee niveles de representación de género en su gabinete ministerial nacional, próximos a los necesarios índices de paridad que debería tener cualquier democracia: de 23 ministros, 9 son mujeres, o sea, casi un 40%. Bolivia y Costa Rica lo siguen, con un 35% de composición femenina en los ministerios nacionales (20 ministros, 7 de ellas mujeres, en Bolivia; 17 ministros, 6 de ellas mujeres, en Costa Rica). Colombia y Ecuador poseen un tercio de sus ministerios ocupados por mujeres (5 de 16, en el caso colombiano; 8 de 27 en el caso ecuatoriano); Venezuela, 25% (7 de 28); Argentina, 24% (4 de 17) . Las dos economías más poderosas de la región, poseen índices de representación política femenina francamente lamentables. En México, que también posee uno de los más altos índices de violencia de género, sólo el 15% del gabinete nacional está constituido por mujeres (3 de 20 ministros). Brasil dispone de un inmenso gabinete nacional compuesto por 39 ministerios, de los cuales sólo 5 (el 13%) está ocupado por mujeres.
La representación femenina en los gabinetes ministeriales latinoamericanos y caribeños no permite establecer diferencias en virtud de la orientación política del gobierno que dirige cada uno de los estados. La discriminación de género es un atributo que comparten la izquierda y la derecha en el continente.
Tampoco hay una relación en la composición género de los gabinetes nacionales, entre gobiernos liderados por mujeres y liderados por hombres. Además del ya mencionado caso brasileño, Jamaica y Trinidad Tobago son dos elocuentes ejemplos de gobiernos liderados por mujeres con gabinetes casi exclusivamente masculinos. Sólo 3 de los 16 ministros de Jamaica son mujeres (16%) y sólo 3 (9%) de la inmensa lista de 32 ministerios del gobierno de Trinidad y Tobago están ocupados por mujeres. El caso de Trinidad y Tobago es llamativo porque, en todos los países de la región, cuando existe un ministerio o una secretaria dedicados a cuestiones de género, el mismo es ocupado por una mujer. De hecho, si elimináramos de la lista de ministerios a los referidos a asuntos de la mujer, la presencia de ministras en los gabinetes nacionales latinoamericanos y caribeños se reduciría drásticamente. El Ministerio de Género, Juventud y Desarrollo Infantil de Trinidad y Tobago, cuya primera ministra es una mujer, está ocupado por un hombre. Su Ministerio de Economía, también, como en el resto de los países de la región. Se sabe que, aunque no haya sido el desempeño democrático y la promoción de la igualdad, uno de los rasgos más sobresalientes de las economías latinoamericanas durante el último siglo, la gestión económica es un asunto de hombres. Nos alcanzarían los dedos de la mano para contar las mujeres que han ocupado los ministerios de economía y finanzas en América Latina durante los últimos cien años.
Aunque hay un expandido consenso en que las mujeres que intervienen en la gestión política se deben ocupar de “asuntos de mujeres”, en América Latina, no siempre las actividades predominantemente femeninas, cuya gestión depende de esferas de dirección y decisión políticas, son administradas por mujeres. Es el caso de los sistemas de salud y, especialmente, de los sistemas educativos.
En Latinoamérica, como en el resto del mundo, las mujeres son las inmensa mayoría de los agentes de prestación de servicios y de atención en el sistema educativo, tanto en las funciones docentes, como en las administrativas y directivas. Sin embargo, y poniendo en evidencia el desprecio que el sistema político le concede a las cuestiones de genero, la mayoría de los países latinoamericanos y caribeños, tienen ministros de educación del sexo masculino.
Por un lado, en los cinco países de la región cuyos primeras mandatarias son mujeres, los ministerios de educación están ocupados por hombres (Argentina, Brasil, Chile, Jamaica y Trinidad y Tobago). Sólo 7 de 22 países poseen ministras de educación mujeres (Colombia, Costa Rica, Cuba, Guatemala, Nicaragua, Panamá y Paraguay).
Peor aún está el gobierno de las ciudades. No llegan a 12% las ciudades latinoamericanas administradas por alcaldesas. Los máximos tribunales de justicia del continente sólo poseen un 24% de juezas mujeres. El servicio exterior de casi todos los países de la región es uno de los reductos machistas mejor preservados: los hombres ocupan las principales embajadas y los principales cargos de gestión en las cancillerías (Brasil y Argentina han avanzado significativamente al tratar de revertir esta tendencia, aunque aún continúa siendo preponderante). Los parlamentos suelen no superar un 25% de representación femenina y esto ha sido logrado gracias a las leyes de cuotas de género que existen en países como Argentina, Bolivia, Brasil, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela. Si no fuera por la existencia de una legislación que favorece la presencia y la representación de las mujeres en la política, los parlamentos latinoamericanos serían aún mucho más sexistas. Vale destacar, así mismo, que aunque existe una legislación que promueve la igualdad de género en algunos de los países de la región, no siempre se respeta y los mecanismos de control y punición suelen ser tan débiles como el interés por hacer respetar las leyes.
El caso brasileño muestra la complejidad de la situación y el enorme y persistente desafío democrático que enfrenta la nación más poderosa del continente latinoamericano. En las elecciones de octubre del año pasado, tres candidatas a la presidencia ocuparon los cuatro primeros lugares en la voluntad del electorado. Más allá del apoyo y de las alianzas conservadoras realizadas por Marina Silva (tercera colocada), no cabe duda que las tres candidatas tuvieron su vida asociada a movimientos de lucha por los derechos humanos, el fortalecimiento de la democracia, además de una larga militancia en el campo de la izquierda. Que las tres sumadas, Dilma Rousseff, Luciana Genro y la citada Marina Silva, hayan concitado el apoyo de casi el 65% del electorado brasileño, es casi una hazaña de la lucha por la igualdad de género en la política latinoamericana que no puede ser soslayada. En las elecciones de 2010, Dilma Rousseff y Marina Silva, ya habían sumado el 67% de los votos para la presidencia de la república.
Sin embargo, este importante avance no tiene su correlato en la voluntad del electorado para confiar en las mujeres como sus representantes legislativas o ejecutivas (en los gobiernos de las ciudades o de los estados). Tampoco los partidos parecen estar dispuestos a respetar la ley que los obliga a un tercio de representación femenina en las listas de candidatos. Menos de 30% de mujeres fueron candidatas a cargos públicos en las elecciones de octubre del 2014. Del total de representantes elegidos, sólo el 10% fueron mujeres. Actualmente, menos del 10% de los 513 diputados nacionales son mujeres. De los 81 senadores, 11 son mujeres (13,6%). De los 27 gobernadores, sólo una es mujer, Suely Campos, gobernadora del Estado de Roraima. Hay sólo 7 vicegobernadoras y, tal como hemos indicado, no puede establecerse una correlación entre gobiernos progresistas y mayor representación de género: la falta de representación femenina en los gobiernos y parlamentos es un atributo que comparten la izquierda y la derecha brasileña.

Si algo puede poner en evidencia el impresionante sexismo de los gobiernos regionales brasileños, es el hecho que la única mujer gobernadora del país haya sido nominada a último momento, en substitución a su marido quien no pudo ser candidato por tener demasiadas cuentas pendientes con la justicia. La imposibilidad de una nueva candidatura del ex gobernador Neudo Campos, llevó a que, de buenas a primera, su mujer Suely fuera candidata y resultara finalmente vencedora. La primera acción de gobierno de la gobernadora Campos, fue nombrar a 12 parientes (dos hijas, hermanos, primos y sobrinos) como responsables de las principales secretarías de su gabinete. Aunque anunció que nombraría a su marido como jefe de gabinete, un patético gesto de prudencia la llevó a nombrar en el cargo a su propia hija, Danielle.
Finalmente, aunque el sentido común indicaría que las regiones más ricas de Brasil serían aquellas más democráticas en términos de representación de género, el mayor número de candidatas mujeres electas para el parlamento brasileño provienen de algunos de los estados más pobres. El Sur y Sudeste, donde se sitúan las ciudades económicamente más poderosas (San Pablo, Río de Janeiro, Curitiba, Porto Alegre y Belo Horizonte), donde además existe una mayor presencia de clase media y donde las mujeres han conquistado mejores posiciones en el sistema escolar, tienen bajísimos niveles de representación legislativa femenina (6% en el Sur, el más bajo del país; 9% en el Sudeste).

Las mujeres latinoamericanas avanzan un paso y retroceden dos. Conquistan su lugar en el sistema escolar, mientras el mercado y la política parecen despreciar la virtud democrática de una representación equitativa y justa en la distribución de la riqueza y de los espacios de poder.
La lucha contra la discriminación de género continúa siendo un desafío del cual depende el futuro de nuestras democracias.

1º nota de la serie La persistencia de las desigualdades en América Latina. que publicará Contrapuntos con aportes de diversos/as intelectuales latinoamericanos/as sobre los procesos de producción y reproducción de las desigualdades en Latinoamérica / Marzo 2015

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