Atrapada en su ‘lustro del diablo’
Washington, con el supuestamente ultraliberal George W. Bush al mando, se vio obligado a dejar de lado esa máxima de inmediato para pasar a intervenir bancos, agencias hipotecarias y aseguradoras; Europa, que había fantaseado con el decoupling (el desacople de su economía con respecto a la crisis norteamericana), se vio de repente en medio del remolino, en unas semanas de enfebrecida inestabilidad que se conocen como el trimestre del diablo. La crisis financiera fue mutando, convertida en una especie de monstruo con varias cabezas: sembró el pánico en los mercados de deuda soberana y después fue —y sigue siendo, sobre todo en la UE— económica, política y social.
Ha pasado un lustro desde que ocurrió todo aquello, y las aguas han vuelto a una relativa calma. EE UU y sus bancos se recuperan. Los emergentes han resistido, a pesar de que la marea negra de la Gran Recesión empieza a cruzar océanos y amenaza ahora las costas de Brasil, India, China y compañía. Solo Europa —y, con ella, sus bancos— sigue atascada en su particular lustro del diablo, en el que también prácticamente todo ha sido posible, incluso, una ruptura del euro. En los peores momentos, los líderes europeos dieron siempre un paso adelante, pero con parches que no han alcanzado para adquirir suficiente velocidad de crucero. "Europa ha hecho lo suficiente para sortear el colapso, pero no para salir de esta con éxito", resume el profesor de Berkeley Barry Eichengreen.
A diferencia de EE UU, la eurozona está pagando el exceso de austeridad
En los terroríficos meses que siguieron a la caída de Lehman Brothers, casi todos los Gobiernos del mundo se pusieron de acuerdo para compensar el repentino hundimiento del gasto privado y se aplicaron en desarrollar políticas monetarias y fiscales expansivas. Parecía llegado el momento de la venganza de la política, tras años de desregulación y progresivo ninguneo del Estado en favor del mercado. Pero en 2010 ocurrió algo extraño: una gran parte de la élite del mundo, espoleada por los mismos banqueros que habían recibido dinero público a paletadas, decidió arrojar por la borda las lecciones de la historia y empezó la era de la austeridad. A distintas velocidades: austeridad moderada en EE UU, que no hizo un giro completo y eso le ha permitido salir del pozo con más claridad; y austeridad a rajatabla en Europa, que solo muy recientemente ha preferido cambiar de retórica y poner el acento en las reformas, pero que en la práctica sigue de lleno en esa política económica.
La eurozona está pagando esos excesos con la tijera. Presenta leves signos de mejoría, pero será el único gran bloque económico del mundo que cerrará el conjunto del año con una caída del PIB. Y sobre todo con tremendas dudas en varios flancos, a pesar de la renovada complacencia de sus líderes. La deuda pública en la mayoría de los países no solo no baja, sino que aumenta. Los rescates han sido un fiasco. Los bancos continentales tienen menos colchones de capital que los estadounidenses y presentan serias incertidumbres. El paro y la pobreza están en máximos, y en algunos países —Grecia y España y, en menor medida, Portugal e Italia— el desempleo presenta números depresivos.
Pero los bancos, inicio y estación final de esta crisis circular, son tal vez el gran quebradero de cabeza de Europa. La austeridad y la recesión no les han permitido recuperarse, a pesar de los centenares de miles de millones de dinero público que han recibido. Y viceversa: sin bancos solventes que hagan lo que tienen que hacer —dar crédito—, ninguna economía puede recuperarse.
El bucle diabólico entre deuda soberana y banca sigue sin romperse y es un problema eminentemente europeo. Porque el continente no sabe manejarse en el jaleo: a partir de 2008, EE UU prestó ayuda a 13 entidades y dejó quebrar a medio millar de bancos. Europa ha dado ayudas de Estado a 50 entidades y sigue sin resolver cómo demonios dejarlos caer, según los datos de Bruegel. La unión bancaria, en pleno proceso de construcción, es probablemente la nueva piedra filosofal europea: del acierto en el diseño de su infraestructura depende la tranquilidad del sistema financiero, y de ella se deducirá también si los líderes quieren verdaderamente más unión o si el proyecto europeo está definitivamente varado.
“El problema con la banca europea tiene un componente político: la relación entre deuda soberana y sistema financiero sigue ahí, sin romperse”, apunta Tano Santos, de la Universidad de Columbia. Europa tiene un doble examen para ver cómo desata ese nudo gordiano. Por un lado tiene que disipar dudas: “Sinceramente, no sabemos cómo están los bancos”, reconocía a principios de verano el presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem. Por otro, tiene que poner —una vez más— una bazuca encima de la mesa para eliminar incertidumbres si se detectan agujeros de capital en las entidades. Las respuestas a esos interrogantes las tienen el Banco Central Europeo (BCE) y los líderes del euro.
El bucle diabólico entre deuda soberana y sistema financiero sigue vivo
“El BCE va a arrojar mucha luz con su examen de la banca europea a partir de este otoño”, apunta Santos. “Va a haber muchas sorpresas: no sería de extrañar que apareciesen pérdidas, y fuertes, en países del centro, ya que, en la periferia, los bancos se han visto obligados a abrir sus libros de una forma que no se ha hecho en otros sitios”, añade. Una vez que esté listo ese examen, hará falta recapitalizar algunas entidades: con dinero privado, siempre que sea posible, y —una vez más, la maldición de esta crisis— con dinero público, cuando no lo sea. La destrucción creativa schumpeteriana, versión 2.0: siempre con la posibilidad de acudir al dinero público, si la banca está por medio.
El problema es que no está claro de dónde saldrían esos fondos. Europa trabaja en un mecanismo de resolución de bancos. Pero para que el mecanismo sea creíble tiene que contar con financiación pública, en teoría, sin límite: eso implica transferencias entre países, y no es seguro que Merkel y compañía estén dispuestos a tanto. Esa es la próxima clave de la crisis europea.
Es poco probable un nuevo Lehman Brothers en la eurozona: ni en el sistema bancario ni en forma de un evento sistémico, como la fractura del euro por algunos de los países más débiles. Y sin embargo, nadie acaba de fiarse. “Cinco años después de verle las orejas al lobo, Europa aún no tiene una unión bancaria propiamente dicha. Apenas un esbozo insuficiente para futuras crisis, que las habrá. Algunos problemas siguen ahí: bancos demasiado grandes para caer, riesgos excesivos y una autoridad de resolución insuficiente”, afirma Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales.
Preocupan los bancos, cargados hasta las cejas de deuda pública y faltos de capital, con el sistema financiero fragmentado y un Banco Central que no acaba de sustanciar aquella promesa —“todo lo que haga falta”— y cuya política monetaria laxa no se transmite allá donde más se necesita. Preocupan varios países, metidos en una espiral endemoniada. Y preocupan los líderes, y Alemania en particular, autores intelectuales de una gestión de la crisis muy cuestionada. “Europa no ha tenido el valor de limpiar de verdad su banca. Un sistema financiero demasiado grande, como el europeo, es siempre un problema, a no ser que sea tremendamente fuerte. Y no es el caso. La banca tiene enormes bolsillos de vulnerabilidad”, resume Daniel Gros, director del think tank bruselense CEPS. “La unión bancaria podría crear las estructuras para que ese vínculo entre deuda soberana y bancos se debilitara, pero eso no va a ser de la noche a la mañana”. Ese periodo intermedio, esa tierra de nadie hasta contemplar la unión bancaria, se adivina fundamental. Y aquí y allá se adivinan arenas movedizas.
El País - 15 de septiembre de 2013