Australia: todo lo que el dinero no puede controlar
Hay varias cosas que el dinero no puede controlar además del fuego: la juventud militante global y las relaciones físicas que existen entre la geología, los mares, la atmósfera y los seres vivos. Marina Aizen analiza el historial y las complicidades de la industria extractivista, las leyes que intimidan la protesta social y las políticas migrantes reaccionarias que se vuelven un boomerang en un país afectado por un desplazamiento ambiental urgente y desesperado.
La foto de Australia quemándose es el retrato de un mundo en el que la temperatura aumentó en promedio 1,1 grado centígrado desde 1850. Y los políticos del país, que han hecho del carbón la encarnación de la patria misma, son los responsables locales de una crisis que, aunque es global, es peor cada día gracias a ellos. Aunque parezca mentira.
No es joda negar que el hombre ha contribuido a alterar la composición física y química de la atmósfera y que, por eso, el clima planetario está patas para arriba. Te deja con las manos atadas, a ciegas. Entonces, cuando viene la piña, te pega en serio, muy fuerte. Y eso es lo que pasa en Australia. Un combo atroz de sequía prolongada con temperaturas que, como un atleta competitivo, se superan a si mismas cada vez, han causado este desastre entre los montes de eucaliptos que está arrasando al conjunto de la vida.
Pero estas escenas de Apocalipsis en color naranja, que son las imágenes del cielo enardecido que nos llegan de New South Wales o del Estado de Victoria, podrían haber ilustrado desde hace tiempo las páginas de los informes científicos que ya se conocían, porque son consistentes con un escenario de calentamiento como el que estamos atravesando ahora.
Preparémonos gente, porque esto es sólo el comienzo. Una postal para todes, incluyendo a la Argentina, que tuvo incendios terribles en La Pampa.
Pero en Australia, hay una casta entera de políticos, tanto conservadores como liberales, que se ha venido burlando desde hace décadas de estos pronósticos, porque afecta a la industria del carbón que, junto con el gas, constituye la principal exportación del país. El carbón es el más malo de los combustibles fósiles (en realidad, bueno no hay ninguno: todos causan cambio climático). Su quema indiscriminada nos llevó hasta aquí.
Dicen en Australia que el carbón es como una puerta giratoria en la vida de su clase política: la financia cuando está en campaña, la apoya cuando está en el Gobierno y le da trabajo cuando sale de la función pública. Un viaje de ida. Por ejemplo, un grupo de políticos, entre ellos liberales (los últimos gobiernos han sido casi conservadores), se encuentra en la India propiciando las exportaciones del sector, algo coherente sólo con el suicidio. Y Robert Murdoch, el magnate australiano de medios que en Estados Unidos es dueño de la cadena FOX, le hace eco a todos ellos.
Scott Morrison, actual primer ministro, era el Jefe del Tesoro en 2017 cuando se presentó en el parlamento con un pedazo de carbón en sus manos para denunciar que existía una “carbon-fobia” que estaba amenazando los cimientos mismos de la australianidad. “¿Le tienen miedo?”, preguntaba. Ese día habló con un gesto bien “trumpesco”, mezcla de ignorancia y arrogancia, con toques de jocosidad. Dos años después, ganó unas elecciones ajustadas gracias al dinerito que le puso en la campaña el barón carbonífero Clive Palmer, uno de los hombres más ricos del país. Por eso, el primer acto de su gobierno fue permitir el desarrollo de la mina más grande de carbón en Australia y un puerto para exportarlo, situado justo en el medio de la magnífica Gran Barrera de Coral, una joya de la naturaleza bajo amenaza. ¡Mejor empleado público no podría ser!
El fuego en Australia arde desde agosto, pero se fue intensificando cada vez más, a medida que llegó el verano y las temperaturas fueron aumentando y la sequedad también. Está ardiendo una superficie equivalente a Corea del Sur o de Austria, con 136 focos, en 8 millones de hectáreas. Acaso por eso, Mr. Morrison no consideró que hubiera algo extraordinario cuando emprendió un viaje a Hawaii en Navidad en medio de una crisis nacional. ¿Se acuerdan del intendente de la Plata, Pablo Bruera, de vacaciones en Brasil durante las inundaciones de 2013? Algo así. O peor. Tal es el humo que te deja en los ojos la combustión del carbón. Ahora, a Morrison lo putean y lo insultan vaya a donde vaya. Así, la crisis climática se convirtió, además, en una crisis política. Y en una crisis existencial también. Para el mundo entero.
Las llamas de los incendios llegan a unos 70 metros. Son más altas que los rascacielos de Manhattan, lo cual deja impotentes a los bomberos, casi todos ellos voluntarios. Están exhaustos, devastados y en quiebra porque no cobran sueldo. Créase o no, Australia ni siquiera tiene aviones hidrantes para combatir los incendios: suelen pedírselos prestados a los Estados Unidos, que tiene una temporada de incendio a contra estación, pero invierte fortunas en pertrechos militares. El humo se come a las ciudades: Camberra tenía esta semana el índice de contaminación atmosférica más alto del mundo, de repente desaparece del paisaje la vista de la famosa ópera de Sidney. Caen cenizas del cielo, arde la garganta, la gente se pone en pánico. La pluma viaja, incluso, hasta la Argentina gracias al viento.
En muchos casos, no hay nada para hacer para combatir el fuego, que es tan caliente que genera su propio clima, tormentas peligrosas con rayos y centellas. El fuego se apaga recién cuando llega a la playa, después de haberse comido bosques o las plantaciones resinosas, que en un escenario de sequía son como bombas molotov. Los eucaliptos tienen un poder ignífugo fenomenal. Son como antorchas.
Ya han muerto mil millones de animales, incluyendo 8 mil koalas y 100 mil cabezas de ganado, según cálculos de ecólogos de la Universidad de Sidney. Cuando destruís las especies vegetales también se eliminan completamente micro nutrientes del suelo, insectos, anfibios (tienen muy pocas posibilidades de huir), aves y especies carismáticas, como los canguros o los koalas, que son las que nos conmueven. La prensa australiana habla de gente traumatizada por los gritos de dolor de los animales, algo que no se puede olvidar. Pasó lo mismo cuando el fuego se comió el año pasado a la Chiquitanía, en Bolivia.
También están ardiendo los bosques tropicales a lo largo de la columna vertebral de la Gran Cordillera Divisoria, entre el río Hunter y el sur de Queensland, que son restos de Gondwana, el antiguo supercontinente que se rompió hace unos 180 millones de años (incluía a la Antártida y a América del Sur). “Escuchar el coro del amanecer en estos bosques es literalmente una ventana acústica al pasado”, señaló el ecologista Mark Graham a la prensa australiana. “Es como escuchar cómo sonaba el mundo en la época de los dinosaurios.” Los bosques son islas en la cima de las montañas que han estado “permanentemente húmedas” por decenas de millones de años. Ahora están experimentando el fuego por primera vez en la historia geológica por la sequía. Es mucho decir.
Estos incendios son distintos a los de la Amazonia en un sólo sentido: son hijos del cambio climático, de las condiciones alteradas de la atmósfera. No fueron iniciados por las arengas de un líder enloquecido como Jair Bolsonaro, dispuesto a destruir el sistema boscoso más ecodiverso del planeta para meter monocultivo de soja y millones de vacas tristes. Pero fueron encendidos por el carbón, cuyas emisiones son acumulativas en la atmósfera. El CO2 tarda siglos en destruirse. Por eso, se cuenta la carga desde la revolución industrial, cuando la milagrosa piedra negra que los mineros extraían de las entrañas de la Tierra en Inglaterra propulsó nuestra actual civilización. Y, ahora, nuestra destrucción también.
Ambos incendios, sin embargo, liberan enormes cantidad de gases de efecto invernadero. Brasil, de hecho, está entre los primeros contaminadores del mundo justamente por la deforestación de la Amazonia y del Cerrado. Australia, con estos episodios, ya ha liberado la mitad de las emisiones que produce en un año. O sea: un incendio causado por el cambio climático retroalimenta al monstruo de la crisis global y la hace aún más peligrosa.
Estamos ante un verdadero evento de extinción, en un escenario apocalíptico. Tenemos varias opciones ante esta crisis: putear y manifestar nuestra desolación en las redes sociales (el hashtag Pray4Australia fue tan popular como Pray4Amazonia). Mirar en nuestros celulares las fotos de canguros abrazándose o koalas con tiernos gestos de amor y conmovernos por la rescatista que salva un koalita con la colita ardiendo de entre los árboles. O también podemos ponernos a trabajar en serio para detener el cambio climático en todos los países. Incluyendo el nuestro.
Australia solo tiene casi 25 millones de habitantes pero su huella en la atmósfera es contundente: genera el 1,7% de las emisiones globales. Puede que a muchos no les parezca bastante, pero lo es. Por algo está 15 en el puesto de los causantes del cambio climático. La tercera cuarta parte de sus emisiones provienen del sector energético y del transporte. Medido en términos per capita, los australianos son los segundos contaminadores del mundo. El país tiene además en su cuenta histórica el hecho de ser exportador neto del mineral que tanto le gusta a Mr. Morrison.
Paradójicamente, el negocio del carbón está colapsando casi en todos lados, por lo cual la industria australiana realmente necesita de una agresiva clase política para impulsarlo. En los Estados Unidos, con Donald Trump y todo en la Casa Blanca, las empresas carboníferas están marchando de todos modos a la quiebra porque se están cerrado a raudales las plantas de generación. Los fondos de las Universidades de los Estados Unidos, el Fondo de Pensiones de Noruega o las grandes aseguradoras, que en el pasado invertían su dinero en este combustible, hoy han sacado los pies de ese negocio, luego de que iniciara en los campus universitarios las llamadas campañas de “desinversión”. Además, la electricidad generada a carbón es ahora más cara que la energía conseguida a través de los rayos del sol o el viento. Por algo, la India -que en el pasado trababa las negociaciones climáticas porque ataba la idea de progreso sólo a este combustible negro- pretende generar 100GW con renovables para 2020 y 175GW para 2022. Pero allá van los australianos a tratar de que hagan lo contrario.
Australia es uno de los países con política contra los refugiados más duras del mundo. Los meten en islas solitarias, en campos donde las condiciones son lamentables, haciendo que Trump parezca un blando. Hace rato que se discute que el país se convierta en receptor de las islas del Pacífico que se van a hundir con el crecimiento de la marea, producto del derretimiento del Artico, la Antártica y los glaciares de todas las montañas del mundo. Sin embargo, ha ocurrido algo paradójico: ahora son los propios australianos los que deben ser rescatados por un evento azuzado por el alza de las temperaturas, lo cual no deja de ser inquietante. Es que el escenario con un clima tan alterado es inseguro, imprevisible, en el que ni siquiera los ricos están a salvo. Así de simple. Los incendios de Paradise, California, el año pasado, o estos en Australia, son la evidencia. Los poderosos huracanes que han azotado desde Texas al Caribe también.
Así y todo, Australia siempre se encarga de entorpecer las negociaciones climáticas (ha hecho un boicot activo, junto con Brasil y los Estados Unidos, en la última conferencia celebrada en Madrid). Tiene un plan de mitigación contra el cambio climático consistente con un aumento de la temperatura de 3 grados centígrados, un panorama que haría la vida muy difícil sino imposible para los australianos. Lo que vemos hoy es sólo un preludio.
No en vano, fue en Australia uno de los países en los que primero pegó el movimiento de Fridays for the Future, surgido a partir de las protestas de la activista sueca Greta Thunberg. Cientos de miles de jóvenes salieron el año pasado a ocupar las calles de las principales ciudades del país para manifestarse contra lo que parece un futuro imposible, invivible. A tal punto ha calado en la sociedad, que el Gobierno tiene en carpeta criminalizar la protesta ambiental. En el estado de Tasmania ya aprobaron una ley que daría penas de hasta 21 años por defender el ambiente. Esa es la cultura política que genera negar la realidad en nombre del dinero. Acaba hasta con la libertad de expresión. Y es una lección que deberíamos estar mirando aquí atentamente también en la Argentina, donde en nombre de la extracción de gas en Vaca Muerta o de la mega minería están dispuestos a destruir todo con tal que deje plata. Lo entendió bien la gente en Mendoza y en Chubut, que salió a defender su territorio y el agua, que se acaba por el clima cambiante.
Hay algo más que el dinero no puede controlar: es la amalgama de relaciones físicas que existen entre la geología, los mares, la atmósfera y los seres vivos, que es la que determina que los ecosistemas se comporten de repente así: locamente. Ya está visto, cuando jugás con fuego, te terminás quemando. Tarde o temprano.
- Marina Aizen, es especialista en Medio Ambiente. Confundó la agencia Periodistas por el Planeta. Recibió muchos premios, como el de Naciones Unidas por su cobertura sobre el Artico, el Premio Internacional IPS AMBEV sobre el Agua, el Primer Premio Siemens de Tecnologías Verdes y Desarrollo Sostenible, el Premio Adepa en la categoría ecología y Medio Ambiente .
Revista Anfibia - 16 de enero de 2020