Brasil: Lula entre decir y hacer
Uno de los presidentes más populares de la historia republicana brasileña, el antiguo dirigente sindicalista Luiz Inácio Lula da Silva, afronta con retraso, en su segundo mandato, el desafío de llevar a Brasil por el camino del desarrollo económico –el país es uno de los que menos ha crecido en América Latina- sin frustrar las expectativas de los amplios sectores de la población en desventaja social que, hasta ahora, lo han apoyado en dos elecciones.
Para conquistar esa base popular, Lula ha aplicado de forma horizontal programas sociales iniciados en el gobierno anterior, del sociólogo Fernando Henrique Cardoso, tan permeable como su sucesor a la influencia del llamado Consenso de Washington, todavía vigente, aunque está cayendo en desuso. Tales programas de ayuda a la población de baja renta presentan, sin embargo, notorias fragilidades. Entre ellas, la más visible es su carácter asistencialista, clientelista señalan los más críticos, porque no contribuyen a la promoción social y educativa de las familias que reciben los recursos públicos, que sólo tapan algunos agujeros en el bolsillo con el poco dinero asignado.
Al no afrontar con firmeza el problema del pleno empleo –en marzo de 2007, el índice de paro en el país alcanzó un 10,01% de la población activa, el mayor de los últimos siete meses—, Lula revela su mayor debilidad en política interior. Sin embargo, continúa demostrando una enorme confianza en su innata capacidad de comunicación al hablar con los pobres, y de elevarse por encima de los partidos y las clases sociales, como planeando sobre todos, exento de las contradicciones del país. Desde lo alto, intenta seducir al capital financiero, que nunca ha obtenido tantos beneficios como en los últimos años, con la “izquierda” en el poder y al mando de la economía.
La verdad es que Lula, en su segundo mandato, ha logrado un amplio abanico de alianzas políticas –que incluye desde la derecha más recalcitrante a sectores de la extrema izquierda-, tras distribuir cargos y beneficios de la máquina pública y, prácticamente, ha engullido a la oposición, tanto en la calle como en el parlamento. Dotado de un notable instinto de supervivencia, no ha olvidado distanciarse del Partido dos Trabalhadores (PT), que tantas dificultades le acarreó en el primer mandato y que sirvió, al mismo tiempo, de plataforma y chivo expiatorio de la corrupción en el Estado.
El Lula de hoy, que no es ni la sombra del héroe proletario del estadio de Vila Euclides, en São Bernardo do Campo, puede hasta permitirse el lujo, por primera vez en tres décadas, de no incluir en su agenda ni siquiera su participación en las festividades sindicales y religiosas relacionadas con el 1 de mayo, antes consagrado a las luchas de los trabajadores. Hoy las dóciles centrales sindicales oficialistas han convertido la fecha en un pastiche de movilizaciones culturales y ecológicas que relegan al olvido las reivindicaciones más relevantes, como, por ejemplo, el trabajo para todos.
Con la economía del país bajo control y sin turbulencias políticas en el horizonte, el nudo gordiano de Lula pasa a ser el crecimiento y, en consecuencia, la producción energética. Para garantizar un ritmo más acelerado de la economía y generar los millones de empleos necesarios, el gobierno necesita aumentar la oferta de energía y huir del riesgo de un gigantesco apagón* en el país. Cualquier suceso semejante a lo que se produjo durante el gobierno de Fernando Henrique marcaría también para siempre la actual administración como incapaz de lograr que Brasil alcance los índices de crecimiento anhelados. Sería el apagón político, que comprometería el plan continuista, aún latente e inconfesado.
En ese sentido, con los recursos disponibles para las inversiones, el presidente se enfrenta a la oposición de las organizaciones ambientalistas que cavaron trincheras en Rio Madeira, en Rondônia, contra la construcción de dos centrales hidroeléctricas en el extremo oeste brasileño, y luchan contra los biocombustibles, criticados incluso por Fidel Castro, entidades y científicos extranjeros y brasileños. Hugo Chávez, uno de los primeros adversarios del proyecto, ya bajó el tono de las críticas y resolvió comprar el etanol de Brasil.
Energía para crecer
La cuestión energética, intuye el presidente una vez más, pasa, en parte, por el aprovechamiento del enorme potencial agrícola de Brasil, que dispone de un sector productivo razonablemente organizado y tradicional. Con un territorio de 850 millones de hectáreas, el país puede utilizar 390 millones de hectáreas para la agricultura, de los cuales 120 millones aún están sin explotar, según la administración federal.
Los números son elocuentes y demuestran por qué Lula se inclina por la producción de biocombustibles, aunque tenga que pagar el coste político de desgastar su imagen entre sus aliados de izquierda, sentando las bases de una alianza comercial con el archienemigo (de antes) George Bush, en los Estados Unidos.
El sector agrícola, que ya había llevado al huerto a los dos gobiernos de Fernando Henrique, además de ser uno de los principales motores de empleo rural y de la economía interna, deberá responder de su cuota de participación en la meta de 150.000 millones de dólares previstos para las exportaciones en 2007. La estadística económica indica que el sector crecerá con una tasa del 7% este año (más que el país), y una vez más se espera que contribuya al éxito de las políticas gubernamentales.
El desempeño del gobierno de Lula en el campo de las exportaciones, impulsadas por el comportamiento de la economía mundial e incluso de los países en desarrollo, ha sorprendido hasta a los observadores más pesimistas. El grueso de exportaciones brasileñas se concentra en los productos básicos y semifacturados, que no sufren tanto con la valorización del Real como otros sectores industriales más sensibles a los efectos de los problemas de cambio. Y así, beneficiado por los buenos precios internacionales y la demanda global de energía, el agronegocio brasileño se prepara para un triple salto que, lógicamente, requiere una red de protección para evitar distorsiones y prejuicios sociales, económicos y ambientales.
Entre tanto, un estudio reciente divulgado en Brasil puede comprometer todo el esfuerzo mediático del gobierno al revelar las condiciones inhumanas que aún soportan los trabajadores de caña de azúcar. Según la investigación de la Unesp**, dirigida por la profesora Maria Aparecida de Moraes Silva, los cortadores de caña (conocidos también como “comidas frías” porque almuerzan en plena faena) aún tienen un régimen de trabajo semejante al de los esclavos africanos que trabajaban en la agricultura brasileña antes de 1850.
De acuerdo con Moraes Silva, para ganar una remuneración mayor, los trabajadores de caña andan de ocho a nueve kilómetros diarios y cortan hasta 15 toneladas de producto, el doble de lo recomendado por las autoridades. Debido a estas duras condiciones de trabajo, en 2004 se produjeron 19 muertes. Además, el esfuerzo físico excesivo provoca graves lesiones en la columna y los pies, calambres y tendinitis.
Esto significa que el incombustible presidente, en nombre de la coherencia, al menos tendrá que mirar con más atención por su gente si quiere que su propuesta de futuro no esté lastrada por un pasado aún presente en Brasil. El mismo país mencionado por el naturalista inglés Charles Darwin, que escribió en el Beagle, cuando se alejaba de la costa brasileña en el lejano año 1832: “gracias a Dios, nunca más volveré a visitar un país esclavista”.***
El sabio tampoco cumplió lo que prometió y regresó.
Notas
*El “escándalo del apagón” fue una crisis energética que se desató en Brasil durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, en 2001 y 2002.
** Unesp, Universidade Estadual Paulista.
*** Citado en el periódico Folhateen, edición del 30 de abril de 2007, en “A origem da origem”, de Leandro Fortino, Folha de S. Paulo, Brasil.
*Omar L. de Barros Filho es director de ViaPolítica y miembro de Tlaxcala
Fuente:[color=336600]Tlaxcala – 09.05.2007[/color]
Traducido por Àlex Tarradellas