Centro clandestino, esta vez de confección
El edificio de Venancio Flores 3519/3521 bien podría estar en Transilvania y no a pocas cuadras de la estación Floresta del ex ferrocarril Sarmiento. Y su morador oculto debe ser un émulo del Conde Drácula. En tiempos de la dictadura, el lugar fue un centro clandestino de detención y tortura al que se conoció como Automotores Orletti, porque en su planta baja se encontraba un supuesto taller mecánico con ese nombre. En la planta alta, tal como se precisa en el Nunca Más, funcionaban “una sala de interrogatorios, otra de torturas y una terraza donde se colgaba la ropa a secar”. Anoche, en esa misma planta alta a la que se accede por el 3521 de la calle, que corre paralela a las vías, el Gobierno porteño clausuró un taller, obviamente clandestino, en el cual la tortura tenía la forma de “trabajo”. Las víctimas, que en los años de plomo fueron de nacionalidad uruguaya –en su gran mayoría–, eran esta vez unos 20 ciudadanos bolivianos, entre trabajadores explotados y sus hijos: dos adolescentes, dos niños y un bebé. Además de trabajar de 7 a 23 por un sueldo miserable, los obreros vivían en el mismo lugar, en condiciones insalubres. Prueba de ello era la ropa que anoche estaba tendida, en la misma terraza descripta en el Nunca Más.
Para completar la renovada historia de terror, el operativo a cargo de inspectores de la Dirección General de Protección del Trabajo, que depende de la Subsecretaría de Trabajo del Gobierno porteño, se realizó al cumplirse un año de la tragedia ocurrida en otro taller clandestino que funcionaba en Luis Viale 1261, donde seis personas murieron en un incendio. El procedimiento de anoche fue encabezado por el subsecretario de Trabajo, Ariel Lieutier, y también concurrió el ministro de Producción del Gobierno de la ciudad, Enrique Rodríguez. El subsecretario explicó a Página/12 que la intervención se decidió “sobre la marcha”, luego de haber recibido, ayer por la tarde, “una denuncia muy detallada sobre las actividades ilegales que se realizarían en este lugar”. La mayoría de los datos fueron confirmados durante la inspección realizada anoche.
Este diario llegó al lugar del operativo sobre el filo de las 19 y pudo observar el extraño movimiento realizado por los ocupantes del patrullero 1188 de la comisaría 50ª, que tiene jurisdicción en la zona. Uno de los uniformados se bajó y llamó por el portero eléctrico correspondiente a la planta alta del edificio de Venancio Flores. “Ya vienen”, fue la frase que se pudo escuchar y que también oyeron dos miembros de la Cooperativa La Alameda, que preside Gustavo Vera, quien encabezó un “escrache” que se realizó anoche en el lugar, en coincidencia con la inspección que terminó con la clausura de esa parte del edificio de la triste fama.
El mismo patrullero, minutos más tarde, volvió a pasar dos veces por el frente de la vieja casona y, cuando la calle se llenó de manifestantes, dejó de hacerlo. Consultado por este diario, el subsecretario Lieutier dijo respecto de la curiosa performance policial: “En casos como éstos, nunca avisamos a la comisaría correspondiente, por precaución, para que no haya filtraciones que hagan fracasar el operativo”. A pesar del aviso, los ocupantes de la planta alta –trabajadores y patrones– no tuvieron tiempo de ocultar nada porque los inspectores llegaron a los pocos minutos. El lugar, que fue clausurado, está compuesto por cinco habitaciones y una cocina. Todas las puertas, como en los tiempos de la dictadura, conservan todavía barrotes de hierro, igual que una cárcel.
El aparente dueño del taller clandestino, de nombre Roger y de nacionalidad boliviana, como los trabajadores explotados, aseguró durante la inspección que las puertas de barrotes “nunca están cerradas”. De acuerdo con la información que se pudo conocer al cierre de esta edición, los responsables del lugar son el mencionado Roger y una mujer, también boliviana, llamada Graciela Quispe. En el lugar trabajaban al menos 12 personas, todas llegadas de Bolivia. Dionisio, uno de los empleados del lugar, le dijo a este diario que trabajaba allí desde hacía dos meses, junto con su esposa. Ambos tienen 39 años y dos hijos, de 14 y 15 años, que vivían con ellos en el mismo lugar donde trabajaban.
En tres de los ambientes más grandes del local se encontraron más de diez máquinas de coser. Esos serían los lugares donde se trabajaba, de 7 a 23, de lunes a viernes, y mediodía los sábados. Los trabajadores tenían un solo descanso diario, de una hora, al mediodía, para comer. Dionisio dijo que le pagaban “sesenta centavos por cada prenda” terminada. A fin de mes, el matrimonio reunía en conjunto unos 800 pesos. Con sus dos hijos dormían en la misma pieza, que tenía una sola cama de dos plazas. “Nos turnábamos: una vez dormíamos con mi esposa en la cama y al otro día, dormíamos en el suelo, a veces sin colchón.”
De acuerdo con la información reunida en el lugar y que ahora se tiene que corroborar, en el taller clandestino se confeccionaban pantalones, camisas, polleras y camperas para la marca Modas Lim, cuyo propietario sería un ciudadano coreano llamado Lim Hyunuk. “En el taller trabajábamos sólo yo y mi mujer. Mis hijos, un varón y una mujer, van a estudiar, uno al secundario y otro al primario. También vivían en la misma casa, además de los que trabajábamos, otros dos chicos de unos 10 o 12 años, y un bebé de meses”, precisó Dionisio durante su diálogo con Página/12. El hombre confirmó que llegó a la Argentina hace dos años “convocado por algunos connacionales míos, para trabajar en estos talleres”. Antes de ingresar al taller de Venancio Flores 3521, el matrimonio trabajó un largo tiempo en otro local ubicado sobre la misma calle, en el cruce con Campana.
Cuando ya se estaba realizando el operativo a cargo de los inspectores enviados por el Gobierno porteño, dos mujeres que por sus rasgos parecían ser de nacionalidad boliviana ingresaron al local del 3521 y le negaron a este diario que allí funcionara un taller de costura. Los funcionarios creen que en esa zona del barrio de Floresta hay “varios talleres de este tipo, que se han ido mudando después de la movilización que se produjo a partir de la tragedia” ocurrida hace un año en la casa de Luis Viale 1269/1271, hoy abandonada, donde murieron, a raíz de un incendio, dos adultos y cuatro niños, todos oriundos de Bolivia.
“Además de las puertas de rejas, de las máquinas y las camas amontonadas donde tenían que dormir los trabajadores, en la planta alta había gran cantidad de material inflamable y no se observaba la existencia de medidas de seguridad frente a un eventual incendio”, comentó uno de los funcionarios que participó de la inspección. Dionisio confirmó que las puertas enrejadas estaban abiertas, pero sostuvo: “Muchas veces nos prohibían salir a la terraza”. Anoche, a pesar de la humedad y la amenaza de lluvia permanente de estos días, la soga estaba repleta de ropa, muchas de ellas pertenecientes a niños y bebés.
En la planta baja del edificio, en la entrada por el 3519, sigue funcionando un taller mecánico que se mantuvo ajeno al operativo. No bien llegaron los inspectores y los manifestantes que hicieron el “escrache”, la cortina de hierro del taller, cuyo sonido recordaron en sus testimonios los sobrevivientes de Orletti, se cerró tan rápido como la cueva de Alí Babá. Para corroborar que el horror sigue vigente, una parte de la propiedad sigue estando a nombre de Santiago Cortell, el mismo que firmaba el contrato de alquiler cuando los dueños de la vida y la muerte en ese sitio eran Felipe Salvador Silva, nombre de cobertura del parapolicial Aníbal Gordon, y el general Otto Carlos Paladino, ex jefe de la SIDE durante la dictadura de Jorge Rafael Videla.
Fuente: Página 12 / Argentina – 31.03.07