Conicet, motosierra, licuadora y después

Oscar Oszlak

Recuerdo que, cuando niño, me enorgullecía que Buenos Aires tuviera la “avenida más larga del mundo” (Rivadavia) y la más ancha (la 9 de Julio). Lo primero era un mito; lo segundo, cierto. Pero a esta altura de la vida me pregunto: ¿de qué debemos enorgullecernos los argentinos? (¿y de qué debemos avergonzarnos?). Sin duda, puede halagarnos ser campeones mundiales de fútbol, pero no encabezar la tabla mundial de inflación anual ni la de los países que más involucionaron en su producto bruto interno el último medio siglo. Lamentablemente, estadísticas decepcionantes para los argentinos son las que, desde hace mucho tiempo, superan largamente a las que nos llenan de orgullo.

Tal vez por eso, cuando aparece alguna estadística positiva, deberíamos destacarla para, al menos, reducir en parte el sentimiento de desasosiego que nos genera esta etapa estanflacionaria de la vida cotidiana. No me refiero al logro de un efímero equilibrio fiscal (por licuación de ingresos) ni al eventual descenso a “un dígito” en el ritmo de la inflación mensual (que no es más que lo habitual en el mundo, pero en el lapso de un año). Me refiero al ranking Scimago 2024, que ubica al Conicet, de la Argentina, como la mejor institución gubernamental de ciencia de América Latina, reiterando una posición que viene ocupando desde hace varios años. El logro es todavía más significativo cuando se toma en cuenta que, además, el Conicet ocupa el 20° lugar entre 1870 instituciones de todo el mundo, superando incluso a organismos como la NASA, de los Estados Unidos.

Este respetado ranking mundial se basa en tres tipos de indicadores: el desempeño institucional, el grado de innovación alcanzado y el impacto social de su producción. Si observamos en detalle las posiciones alcanzadas en los 19 campos científicos evaluados, comprobaremos que el Conicet aparece siempre primero en América Latina, salvo en dos oportunidades en que logró el segundo lugar. Y, además, podremos ver que en las disciplinas más “blandas” la posición mundial de la Argentina es todavía más destacada: 4° lugar en Artes y Humanidades, 6° en Psicología y 7° en Ciencias Sociales.

La noticia no llegó a competir con los habituales titulares en los medios. No fue trending topic en las redes sociales ni consiguió suscitar comentarios laudatorios. En cambio, en los últimos meses, el Conicet ganó notoriedad local por haber sido elegido como víctima propiciatoria de la “motosierra” del nuevo gobierno. Durante los tiempos preelectorales, el actual presidente de la Nación insinuó su intención de cerrarlo, de privatizarlo o de transformarlo de cuajo, a partir de su convicción de que se trata de un organismo totalmente improductivo. También la entonces candidata a la vicepresidencia del mismo signo político se burló de proyectos de investigación del Conicet, cuyos títulos orillaban la frivolidad o el ridículo. En igual sentido se expresó hace unos días el vocero presidencial cuando aludió a un estudio sobre “la orientación sexual de Batman”, supuestamente financiado por el Conicet (lo cual fue desmentido por su autor).

Este intento de desacreditación desde la vocería presidencial fue una respuesta a la dura denuncia que 68 ganadores de premios Nobel hicieron llegar al presidente Milei días pasados con el título: “El sistema científico argentino se acerca al precipicio”. En su presentación, los científicos se mostraron preocupados por la eliminación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, el despido de empleados administrativos del Conicet y otros institutos en todo el país, y la terminación anticipada de muchos contratos, expresando el temor de que “la Argentina esté abandonando a sus científicos, estudiantes y futuros líderes de la ciencia”.

La posición gubernamental recuerda aquel episodio protagonizado en 1994 por el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo, cuando mandó públicamente a la socióloga Susana Torrado a “lavar los platos”. Esa eminente científica, fallecida hace dos años, había criticado las cifras de desocupación oficiales, señalando que eran la consecuencia de las políticas neoliberales del menemismo, lo cual suscitó esa violenta reacción oficial.

La polémica suscitada en torno al Conicet y el riesgo cierto de que la política gubernamental actual pueda llegar a producir consecuencias irreversibles para el desarrollo científico de la Argentina exigen plantear una discusión franca a la luz de la evidencia disponible. El organismo fue creado por el Nobel Bernardo Houssay en 1958. Según el censo de ciencia y tecnología realizado en 1971, el Conicet tenía apenas 699 investigadores, de los cuales ninguno había alcanzado todavía alguna de las dos categorías superiores. Actualmente, el Conicet tiene más de 10.000 investigadores, más de 11.000 becarios de doctorado y posdoctorado, más de 2600 técnicos y miembros de la Carrera de Personal de Apoyo a la Investigación. Y el 80% trabaja en universidades nacionales. Esta masa crítica es la que explica que la Argentina haya alcanzado ese lugar de preeminencia en el ranking científico mundial.

Según las últimas estadísticas disponibles, la Argentina ocupa el segundo lugar en América Latina en términos del porcentaje del PBI que dedica a ciencia y tecnología. Comparte ese lugar con Cuba, pero suma apenas el 0,52%, es decir, medio punto del producto bruto interno. Por detrás, a corta distancia, se ubican Uruguay (0,45%) y Ecuador (0,44%). Brasil más que duplica a nuestro país, con el 1,15% del PBI. Pero para tener una real referencia comparativa, debemos observar que el país que más invierte en ciencia y tecnología en el mundo, siempre en relación con su PBI, es Israel, que con 5,56% supera en 10 veces a nuestro país. Le siguen de cerca Corea del Sur, con 4,93%, y, en un pelotón parejo, Bélgica, EE.UU. y Suecia, con algo más del 3,4%. Aun así, nuestro país tiene 3,18 personas que investigan por cada mil de la población económicamente activa. Le siguen Brasil (con 1,68 investigadores cada mil personas económicamente activas) y Uruguay (1,41).

Sin embargo, las remuneraciones del personal de investigación se ubican muy por debajo de las que obtienen sus pares en otros países del mundo (incluso de América Latina). Un investigador superior en México recibe un salario no inferior a los 7000 dólares mensuales, y en una universidad de los Estados Unidos, al menos el doble de esa suma. En la Argentina, el sueldo en el Conicet de un investigador de igual categoría, no supera los 1000 dólares mensuales. Esta situación, con toda seguridad, acelerará el fenómeno de “fuga de cerebros” que los medios nacionales e internacionales vienen denunciando desde el fin de la pandemia.

El eventual vaciamiento del sistema científico argentino constituye una grave amenaza porque supone la pérdida de los valiosos recursos académicos y profesionales que tanto ha costado formar al país. No se trata solo de retroceder en las estadísticas mundiales. Lo que está en juego es el eventual desmantelamiento del principal reservorio de conocimiento que posee este país, así como la interrupción de una de las pocas políticas de Estado que han sobrevivido hasta ahora a gobiernos de diferente orientación político-ideológica. Además, el avance tecnológico de la era exponencial, que ya estamos atravesando, puede condenarnos a una nueva forma de dependencia respecto de los países que lideran este campo. Por eso, urge un profundo debate político en torno a esta inminente catástrofe.

 

Fuente: La Nación - Abril 2024

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