Constitución europea: el bloqueo de un proyecto de lucha de clases desde arriba / Elmar Altvater
*Elmar Alvater: Es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Graduado en la Universidad Nacional de Munich (Alemania). Decano del departamento de ciencias políticas de la Universidad Libre de Berlín. Miembro del consejo de científicos del Instituto de Investigaciones Económicas y Ecológicas en Francfort y del Instituto de Investigaciones Económicas de Berlín. Fue invitado por IADE para la conferencia "Contradicciones entre los limites de la acumulación y los limites del planeta tierra" y el seminario "La globalización y el espacio ambiental" en noviembre de 1999.
¿Por qué franceses y holandeses no se comportaron como querían sus gobiernos? Ni dos segundos tardaron los partidarios de la constitución en acusar al ejecutivo parisino de haber cometido la falta de distribuir por correo postal los 448 artículos del Tratado a los domicilios franceses, asustando a los ciudadanos con el imponente ladrillo. En cambio, los alemanes se mantuvieron tranquilos, porque no pudieron –ni debieron— recibir noticia alguna de tal documento. Toda una corte de eufóricos intelectuales emborrachados de Constitución pontificó sobre las bondades y la corrección de la misma, dejando empero a los ciudadanos en la ignorancia de aquello sobre lo que iban realmente a votar sus representantes. Perfidia parlamentaria que, gracias al “No” de dos estados fundadores de la UE, resultó en bien poca cosa.
Desde entonces, nadie sabe a qué atenerse. Conforme al “Programa presidencial” de la Presidencia alemana del Consejo de la UE –con el hermoso y tranquilizador título de Europa lo logra en común—, a fines de junio se “encarará el futuro del Tratado constitucional”. (A fines de junio: porque el 1 de julio la responsabilidad pasa a Portugal, y a partir del 1 de enero de 2008, a Eslovenia, que van a tomar el relevo de la presidencia alemana del Consejo. Nadie espera de esos dos pequeños países que abran brecha; en el mejor de los casos, podría hacerlo Francia, a quien corresponderá la Presidencia del Consejo en la segunda mitad de 2008.) ¿No es una osadía? Que Europa lo logre en común, es cosa de la que con todo derecho se permitirán dudar los ciudadanos tras la pérdida de 10.000 puestos de trabajo en Airbus, el proyecto en común alemán, francés, británico y español.
¿Por qué habría de importar un Tratado constitucional para Europa? Porque, se contesta una y otra vez, con los actuales Tratados de Roma (marzo de 1957), Maastricht (1991), Ámsterdam (1999) y Niza (2003) no es posible la coordinación política de los actuales 27 miembros de la UE. Aunque esto resulta por lo pronto razonable, arroja inevitablemente la cuestión de si hay algo en el Tratado que establezca, además, un marco para la vida cotidiana de los ciudadanos europeos. Porque hay un buen motivo, un motivo perentorio, para interesarse por la Constitución de Europa y –como recomendara Wolfgang Abendroth hace 50 años— “tomar y ocupar posiciones constitucionales”, sin dejarlas al albur interpretativo tecnocrático de las elites políticas.
Posiblemente llevaba razón el escritor norteamericano Jeremy Rifkin al afirmar tras el fracaso de los referenda en Francia y Holanda: “En mi opinión, lo que el actual debate europeo pone en cuestión no es la Constitución de la UE, sino –indirectamente— el capitalismo”. (Algo análogamente crítico con el capitalismo ha dicho Christian Klar [el militante de la RAF que lleva 25 años en la cárcel], motivo por el cual, y conforme a la voluntad expresada por Stoiber [el presidente democristiano de Baviera], “debe seguir entre rejas mucho tiempo“.)
Sea como fuera, muchos lectores del texto constitucional actual están atónitos por lo poco que responde el mismo a lo que se espera de una Constitución. Es habitual que los Tratados lleguen a las 1.000 páginas, si la materia a regular es lo suficientemente compleja. Es cosa, entonces, de abogados litigar en caso de dudas interpretativas. Pero una Constitución debería formularse de modo transparente y abierto al futuro. Amartya Sen se ha referido a un emperador japonés del siglo VII que elaboró una Constitución de 17 artículos. Todo lo discutible tendría que ser aclarado “mediante debate“ en una “democracia deliberativa”, como se diría ahora.
¿Mas cómo podría ésta funcionar en una UE en la que, según formulación del “Programa presidencial” alemán, ha de establecerse el “espacio de la libertad, de la seguridad y del derecho”, pero donde el principio de la igualdad social en un orden democrático sólo es mencionado marginalmente? Del “espacio de la libertad” se sirven sobre todo los agentes económicos poderosos, para llevar la política “a remolque de los mercados financieros”, como manifestó tan cínica como autoconscientemente Rlf Breuer, el antiguo presidente de la Deutsche Bank. Aquí termina la Europa social, porque ese tipo de libertad económica que ofrece la Constitución socava la democracia social. El “espacio de la libertad” y lo que F.A. von Hayek, uno de los fundadores del neoliberalismo, llamó la “constitución de la libertad” sacan a las sociedades constituidas de su “recipiente” para entregarlas a los poderes “inconstituidos” de la economía global. Para juristas como el antiguo Presidente federal Herzog, eso monta tanto como un robustecimiento del ejecutivo frente al Parlamento, y así, como una “amenaza a la democracia parlamentaria”. Una observación más detenida torna evidente que la mayor libertad del ejecutivo puede acortar la “deliberación”, onerosa en tiempo, es decir, los debates en el Parlamento y con la sociedad civil, adaptándose así al ritmo exigido por la concurrencia global. Globalización y democracia se hallan en una tensa relación.
El presente proyecto constitucional trata de convertir en realidad constitucional lo que el politólogo canadiense Stephen Gill llamó una vez “constitucionalismo neoliberal“. La Parte III del Tratado constitucional es un reconocimiento detallado del orden neoliberal y de la política económica que va con ese orden. En los Artículos III 177, 178 y 185 queda erigido como principio el de la “economía abierta de mercado con libre competencia“ (no la “economía social de mercado”), la cual sólo podría resultar modificada con una violación de la Constitución. Llevaban razón los franceses al rechazar un Tratado como éste, que habría prestado un manto constitucional de dignidad al desmontaje social. Una Constitución con determinaciones de ese tenor no está abierta al futuro y excluye las transformaciones políticas.
Podría finalmente ocurrir en un futuro no tan lejano que las emisiones de gases de efecto invernadero con medios típicos del mercado (el comercio con certificados de contaminación, pongamos por caso) no pudiera detenerse y que las emisiones tuvieran que ser reducidas de una forma tan drástica, que se hiciera imprescindible una regulación directa por parte de las instituciones públicas. ¿Ha de excluirse esa eventualidad y hay que cargar con un posible colapso climático porque la constitución prescribe una “economía abierta de mercado“, con la que no se condice la intervención estatal?
El caso es que los políticos europeos no son más papistas que el Papa. En el caso de la industria del Airbus se ha acentuado por parte de Merkel y Chirac la responsabilidad de los ejecutivos, pero eso no les ha impedido apoyar políticamente a esta empresa económicamente fracasada. La Canciller Merkel ha declarado también que uno de sus propósitos centrales es la prosecución de la estrategia de Lisboa. En la capital portuguesa se acordó en el año 2000 convertir a Europa en la región “más competitiva” del mundo para 2010. Es sumamente improbable que se consiga tal objetivo. Independientemente del hecho de que las políticas seguidas al respecto están de todo punto orientadas unilateralmente en el sentido de la concurrencia en el mercado y de las empresas. Los intereses de los trabajadores o la protección del medio ambiente apenas cuentan en comparación con los estímulos a la competitividad del “emplazamiento” europeo. Se busca refugio en la fórmula piadosa de que economía y ecología no son antagónicas. Y es verdad, pero ecología y economía capitalista lo son de todo punto. Tampoco los antagonismos sociales entre el trabajo asalariado y el capital pueden despacharse tranquilamente subordinando a los “fundamentos de la política económica” (Arts. III, 179, 206) las políticas sociales y de empleo comunitarias. Los sindicatos están a tal punto debilitados por el desempleo y la precarización, por la acentuada concurrencia en el mercado de trabajo y por el desmontaje social, que les resulta difícil oponer resistencia a este documento –digámoslo de manera tradicional y no falsaria— de verdadera lucha de clases desde arriba.
Desde la fundación de la CEE hace 50 años, al UE se ha convertido en una gran potencia capitalista. El poderoso comisario alemán Verheugen la califica ya de “potencia mundial“ y el comisario de exteriores, Solana, tiene preparado el término “imperialismo liberal”. Conforme a esa autocomprensión, el Artículo I, 41 resulta lógico: Los estados miembros tienen que mejorar sus capacidades militares, es decir, armarse, y prepararse para intervenir en cualquier parte del mundo. El mandato armamentista en una Constitución es verdaderamente un unicum. ¿Europa, una potencia pacífica, como tantos esperaban en los años noventa? No; la UE tiene que armarse y ejercitar los músculos. No puede menos de agradecerse a franceses y holandeses que hayan impedido por ahora esta locura “liberal-imperialista“.
Fuente: Revista Sin Permiso - 18/03/07