De aquí a dos semanas

Valério Arcary


El momento es de urgencia, pero exige resiliencia, determinación y paciencia. El pasado 7 de septiembre fue «secuestrado» por el bolsonarismo para realizar grandes demostraciones de fuerza social. Seamos lúcidos, ellos lo hicieron. La sociedad está fracturada, y se ha consolidado una mayoría social contra Jair Bolsonaro, apoyada sobre todo por los más pobres, las mujeres y los nordestinos, pero los fascistas mantienen el apoyo de la masa de la burguesía, en las clases medias, gran influencia en el sur y el norte, y hegemonía en el centro-oeste.

Todavía estamos en una situación de transición, saliendo de una situación reaccionaria, cuando consideramos la relación social de fuerzas entre las clases, aunque la relación política de fuerzas, que oscila cada vez más rápidamente, sugiere que la extrema derecha está en creciente inferioridad.

Muchos se preguntan por el 7 de septiembre: ¿pero por qué, después de todo? ¿Cuál era el plan? Jair Bolsonaro no ha establecido el diálogo más allá de la zona de influencia que ya ha decidido apoyarlo. Puede parecer irracional, pero no lo es.

Jair Bolsonaro es consciente de que tiene pocas posibilidades de ganar las elecciones. Pero las derrotas electorales no son lo mismo que las derrotas políticas. Las derrotas electorales son transitorias, pero las políticas, cuando se produce una inversión en la relación de fuerzas, pueden ser irreversibles. Podemos aprender de la historia de la propia izquierda brasileña.

En 1989, Lula sufrió una derrota electoral contra Collor, pero obtuvo una victoria política. El PT fue una herramienta útil para elevar la resistencia obrera y popular a otro nivel en la oposición al gobierno de José Sarney, y alcanzó la posición de ser su portavoz. Esta posición estaba en disputa con el brizolismo (alude a la corriente liderada por Leonel Brizola, caudillo histórico del PDT: ndt). Tanto es así que, dos años más tarde, millones de trabajadores salieron a la calle, después de que la chispa del movimiento estudiantil encendiera la lucha de clases, para imponer el impeachment en 1992.

En 2014, Dilma Rousseff ganó las elecciones, pero sufrió una derrota política. La relación social de fuerzas se invirtió y, dos años después, las clases medias salieron a la calle por millones para asegurar la base social del golpe institucional de 2016. Quien ganó el puesto de portavoz de este giro reaccionario fue Jair Bolsonaro.

Jair Bolsonaro tiene planes a corto, medio y largo plazo. El primer objetivo del 7 de septiembre era generar un impulso de arrastre para que el 2 de octubre pueda llegar a una segunda vuelta. La segundo era mantener su corriente política neofascista en movimiento para poder construir una campaña para denunciar las elecciones como un fraude. La tercera fue garantizar la legitimidad para bloquear un proceso judicial de investigación de delitos de responsabilidad que podría condenarlo a prisión.

Derrotar a Jair Bolsonaro en las elecciones será una gran victoria táctica. Pero el bolsonarismo, el neofascismo a la brasileña, desgraciadamente se mantendrá. El reto estratégico de la izquierda debe ser más ambicioso. Será necesario invertir la relación social de fuerzas que deja a la extrema derecha desmoralizada y acorralada. Esto requerirá, en primer lugar, una relación política de fuerzas que garantice las condiciones para que Jair Bolsonaro sea preso.

El mayor obstáculo, hasta ahora, ha sido la dificultad de que la izquierda gane, indiscutiblemente, la supremacía en las calles. Los mítines electorales de Lula han sido, afortunadamente, grandes, de algunas decenas de miles de personas. Incluso muy grande en algunas ciudades, especialmente en el noreste. Pero sin la presencia de Lula, la capacidad de la izquierda para poner en movimiento a las masas ha sido escasa. ¿Por qué?

Se trata de una cuestión de compleja dialéctica. En condiciones normales, las personas están consumidas, agotadas y cansadas por su propia lucha por la supervivencia, una rutina agotadora y muy dura. Los trabajadores y los jóvenes, las mujeres y los desempleados, los negros y los LGBTI, en fin, las masas populares sólo ganan confianza para luchar por derrotar a un enemigo tan peligroso como Jair Bolsonaro: a) primero, si perciben que la confusión en la clase dominante es grande, que los enemigos están divididos, semiparalizados, inseguros; b) segundo, si perciben una creciente inquietud y división en las capas medias, y el desplazamiento hacia la oposición entre la intelectualidad y los artistas, etc.; c) tercero, si perciben que las organizaciones y las direcciones que las representan están de alguna manera unidas; e) por último, pero no menos importante, si perciben que sus demandas concretas de lucha por la supervivencia son puestas en primer plano y respetadas.

En resumen, las amplias masas sólo salen a luchar cuando creen que es posible ganar, pero eso no es suficiente. Es necesario que los liderazgos en los que depositan su confianza sean incansables en dejar claro que su movilización es indispensable. Que no se puede ganar sin un compromiso activo en la lucha saliendo a la calle.

Por lo tanto, la llamada a la lucha es una parte esencial de la propia lucha. Seamos sinceros, esta llamada no ha existido hasta ahora. Lula encanta, pero no enciende la llama, inflama, incendia. No debería sorprendernos que las movilizaciones del 10 de septiembre fueran actos de vanguardia militante. Pero, paradójicamente, el favoritismo de Lula también ha sido un obstáculo. Al permanecer estable durante al menos un año, ha alimentado la ilusión de que sólo será necesaria una previsible confirmación el día de las elecciones.

Mientras tanto, la coyuntura se ha vuelto más tensa. Dos días después del 7 de septiembre, Benedito Santos fue asesinado en Mato Grosso, tras un desacuerdo con un bolsonarista. Tras ello, el miedo creció como era de esperar.

Faltan dos semanas para las elecciones, pero muy pocos en la izquierda se atreven a llevar una pegatina de apoyo a Lula, fuera de los mítines o de los entornos protegidos. No hay plásticos en los coches. ¿Por qué? Porque el peligro es real e inmediato. Los miedos políticos son incomprensibles, cuando no los relacionamos con los odios sociales.

Los discursos de Jair Bolsonaro del 7 de septiembre fueron un llamado a la lucha. Destilan odios e inspiran miedo. Por desgracia, las presiones de la inercia cultural e ideológica que aprisionan a las amplias masas trabajadoras son poderosas. Resulta que no hay fuerza social más poderosa en la historia que la movilización popular, cuando gana confianza en sí misma, y se organiza.

El miedo a que el cambio no llegue nunca -que, entre los trabajadores, se desanima por el temor a las represalias- debe enfrentarse a miedos aún mayores: la desesperación de las clases propietarias y de su clientela social, de perderlo todo. En el fragor de la lucha de clases, la incredulidad de los trabajadores en sus propias fuerzas, la inseguridad de sus sueños igualitarios, fueron superados por la esperanza de la libertad, un sentimiento moral y un anhelo político más elevado que la mezquindad reaccionaria y la avaricia burguesa.

Superar el miedo será uno de los grandes retos para asegurar la derrota de los fascistas. En las elecciones y después.

- Valério Arcary, Militante de Resistência, corriente del PSOL, columnista de Esquerda Online.

 

correspondenciadeprensa - 17 de septiembre de 2022

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