Debate sobre inseguridad: entre la sensación y la realidad
El panel integrado por Sandra Russo; Roberto Gargarella; Mariano Ciafardini y Gabriel Kessler, con Atilio Borón como moderador debatió sobre la tan nombrada por estos días: inseguridad. Acallada por momentos en los medios, la cuestión de la inseguridad vuelve regularmente a los títulos de portada. Y en general lo hace en forma caudalosa y arrasadora.
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Una diva que desató un vendaval de apoyos para terminar con esa molesta sensación de inseguridad apelando a la más dura de las manos, y varios personajes del mundo del espectáculo que respaldaron su propuesta de acabar con el delito eliminando físicamente al delincuente, lograron teñir esta parte del año con un debate que parecía cerrado definitivamente para la sociedad argentina: la pena de muerte.
Así sucedió cuando se conoció el crimen de un chofer de camiones en Valentín Alsina a manos de un chico de 14 años, y se desató la ira de esta barriada del Conurbano que reclamó, como la conductora, un castigo definitivo para los pibes chorros.
Fue en este contexto que el Programa Latinoamericano de Educación a Distancia (PLED) convocó a cuatro especialistas a debatir una cuestión crucial en varios aspectos. El encuentro se desarrolló en la sala Solidaridad del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini (CCC), bajo la nada inofensiva pregunta que esgrimió, en modo afirmativo, la estrella: «¿El que mata tiene que morir?».
El panel estuvo integrado por la periodista Sandra Russo; el abogado y sociólogo Roberto Gargarella, profesor de Derecho Constitucional en las universidades de Buenos Aires y la Torcuato Di Tella; Mariano Ciafardini, también abogado, profesor de Criminología en la UBA y asesor en cuestiones de seguridad del Partido Solidario; y Gabriel Kessler, doctor en Sociología de la Universidad de General Sarmiento e investigador del Conicet. Ofició de moderador Atilio Borón, politólogo y director del PLED.
El debate, por supuesto, excedió la simple interpelación que promovía la convocatoria. Porque se extendió a la sensación de inseguridad, el rol de los medios, el real mapa del delito basado en los integrantes del mercado –o los distintos mercados– del crimen y no en el peligro territorial, y las razones para no apoyar desmesuras que, además de inmorales, resultan inútiles. Un tema clave fue, justamente, cómo dar estas discusiones desde sectores que se oponen a la mano dura y entienden que las soluciones no pueden surgir de escenarios más represivos.
Inclinada quizás por deformación profesional a definir de antemano los términos de la discusión, la periodista Sandra Russo analizó la posibilidad de que «nos estemos equivocando y quizás habría que revisar la palabra seguridad, porque una cosa es hablar sobre el delito, que es algo puntual, y otra cosa es hablar sobre seguridad, que es un término abstracto, que implica también la expectativa de mucha gente que todavía está anhelando algo absolutamente imposible».
Explicación que Gabriel Kessler no compartió totalmente. «La inseguridad es siempre una sensación, pero eso no le quita realidad. El amor y el dolor también son sensaciones, lo cual no quiere decir que no sean reales», indicó. Para el sociólogo, «la inseguridad es la expresión de una demanda acerca del umbral aceptable del riesgo». Según desgranó, hay un consenso social que sostiene como aceptable la existencia de un cierto riesgo que implica el aprovechamiento del espacio público. Pero en determinadas circunstancias, ese nivel pasa a estar en controversia, comienza a ser estimado como excesivo y allí es donde surge el cuestionamiento. «Algo puede pasar en el espacio público en algún momento. Esta es para mí la definición de inseguridad», destacó el especialista.
«La confianza de nuestra visión sobre el tema de la seguridad es la confianza en la posibilidad de poder lograr nuevamente una movilización y una organización en la ciudadanía y en la población. Este es el quid de la cuestión», intervino Mariano Ciafardini. El especialista en criminología y ex director nacional de Política Criminal, recordó que este involucramiento social al que hace mención «se empezó a trabajar en la Francia de Mitterrand, con los contratos locales de seguridad, que luego desarrollaron los canadienses». Lo que, por supuesto, implicaría abrir un profundo proceso de discusión que, en la Argentina, supondría sacar a relucir niveles de conflictividad, pobreza y fundamentalmente de fractura social y de exclusión muy significativos. Cuestiones que las autoridades, nacionales, provinciales o municipales, no quisieran ver en controversia, ciertamente.
Sobre todo porque no sólo se debatiría en esa instancia el tema de la inseguridad, insinuó Ciafardini, sino también «el comportamiento de los funcionarios públicos, de la policía, el problema de la protección de nuestros barrios, de la ocupación de los espacios públicos, lo que hacen las autoridades con los jóvenes que son perfectamente identificables en cuanto a grupo social, que no tienen escolaridad, que no tienen trabajo ni opciones, cuáles son los planes que están en marcha, cuáles son los recursos».
Derechización
«¿Qué es sentirse seguro? ¿Cómo se logra que la gente se sienta segura?», planteó entonces, con un dejo de desconfianza, Russo. Su propia respuesta no se hizo esperar: «Me parece más viable, o verosímil, pretender que haya políticas que bajen los índices de determinados delitos, como pasó con los desarmaderos, donde hubo un resultado puntual». En el ambiente quedó flotando la sensación de que un tema espinoso como el de la inseguridad iba de la mano con el debate más profundo en torno de hacia dónde se perfila la sociedad en general. El que se animó a darle alguna expresión fue Kessler, quien no tuvo empacho en reconocer que es difícil de creer «que todo aquel que se preocupe por la seguridad sea reaccionario», y abundó: «Que el 80% de la gente piense que la seguridad es importante, no implica que el 80% se volvió autoritario». De todas maneras, admitió que eso no lo deja del todo tranquilo. «Me inquieta, y hay todo un debate internacional sobre esto, la posibilidad de que la seguridad y la preocupación seguritaria generen un corrimiento hacia la derecha, hacia el autoritarismo».
Puntos fijos
Se dio un interesante contrapunto cuando Gargarella afirmó que «no corresponde abrir el debate sobre la pena de muerte, como hace poco se abrió el de la tortura. Creo que hay puntos fijos en el universo moral, uno es que no se tortura. Otro es que no se mata. Por eso no participaría de una discusión».
Ciafardini, en cambio, pese a que coincidía en que no debería ponerse en discusión ese tema, respondió: «Por más punto fijo moral que haya, si la derecha mueve los puntos fijos, y esta vez los movió, ¿por qué no entrar en el debate?».
Fue entonces que acudió a la historia para fundamentar su posición. Hizo un repaso del origen de las conductas englobadas bajo la categoría de delito, origen que por otro lado es coincidente con el surgimiento del control social. «La criminalidad no es un fenómeno natural inherente al ser humano de todos los tiempos, es un fenómeno histórico, con fecha de nacimiento. Es algo que surgió históricamente en un momento determinado, con la modernidad y como algo inherente al capitalismo».
Y detalló luego que la organización de la sociedad capitalista necesita generar espacios de autonomía de los sujetos, «que deben ser funcionales a esa estructura comercial y productiva, pero en un escenario de injusticia y desigualdad social». A su juicio, el concepto de delito contra la propiedad nace en el mismo momento en que las relaciones capitalistas insertadas en el campo del escenario feudal, liberan y mandan a la calle, al desarraigo, a las masas campesinas, que son libres pero no tienen qué comer. «En el mismo momento en que está naciendo el delito, nace la pobreza como fenómeno social, real, la vagancia, la mendicidad, y el robo y el hurto”, expuso Ciafardini.
En resumidas cuentas, para el profesor de Criminología, «el capitalismo es intrínsecamente criminal porque se produce en un acto de despojo. Y seguimos viviendo en este sistema». Si se acepta esta premisa sobre el origen del delito, lo que queda es que este despojo representaría una pérdida irreparable para una gran parte de la población, lo que sin dudas habrá de generar violencia de una u otra forma en algún momento.
Al respecto Kessler dio una señal de alerta. Para el investigador del Conicet, tiene plena vigencia una frase sugestiva: «Todo lo que usted diga sobre los pobres, será usado en su contra». Porque precisamente el imaginario de la famosa Doña Rosa, y más categóricamente el de sus mentores mediáticos, inmediatamente apelará a ese discurso para colocar a la pobreza como sinónimo de delincuencia, como causa primordial a la hora de encontrar culpables para cada delito. «Es el ejemplo del derrotero del concepto underclass seguido en Estados Unidos. Esto es, si son los pobres, ya sabemos lo que tenemos que hacer».
Por eso Kessler percibe como un riesgo el uso como sinónimos de términos como cuestión social y delito. Porque puede ocurrir, según se observa en los medios, que para mucha gente violencia sea igual a delito y delito igual a jóvenes en situación de degradación. «Es importante determinar qué parte del aumento del delito tiene que ver de manera directa con la degradación social y cuál tiene que ver más con el crimen organizado», sentenció Kessler (ver Mercados del delito al final del artículo).
«En el contexto de una sociedad desigual –intercedió Gargarella– hay una altísima sospecha de que el derecho es utilizado por los que están mejor posicionados, para preservar sus privilegios, contra los que están peor posicionados». El Estado, según la perspectiva del profesor de Derecho Constitucional, debería ser el encargado de custodiar las prerrogativas de los que normalmente quedan al margen. «Es un dato incontrastable que en nuestro país, en Latinoamérica y en especial en Estados Unidos, las sociedades son heterogéneas pero las cárceles tienen una población tan homogénea». Con lo cual, esa sospecha teórica, finalmente, tiene una enorme base práctica que la corrobora.
Pero Gargarella fue más allá, y llegó a poner en consideración lo que llamó el «populismo penal». Fenómeno que implica legislar argumentando que se hace «en nombre del pueblo, de la mayoría, de la democracia», apelando a la herramienta de las encuestas y el humor colectivo ante casos puntuales. «Eso no es algo útil para pensar justicia, para pensar leyes que van a regular nuestra conducta. Eso no tiene nada que ver con la democracia», subrayó.
En cuanto a la pobreza, Ciafardini tuvo algo más por observar. Y aceptó que si bien puede haber jóvenes de clase media asaltando con armas, la mayoría suelen ser chicos de las villas. «¿Qué tiene eso de raro?, provocó. ¿O es que pensamos que se puede poner a un joven en situación de profunda privación, rechazado de todos lados, que no puede salir de la villa porque lo miran mal; y a la vez, bombardearlo por televisión con todos los productos que debe tener para “ser un hombre”. Porque –acotó– ese chico llega a pensar que si no tiene “esas” zapatillas, no podrá seducir a una chica. Si no tiene tal celular, no existe. ¿Y qué pensamos? ¿Que eso se puede hacer sin generar una reacción violenta?».
En una vuelta de tuerca aún más drástica, Ciafardini alegó que «una reacción violenta es casi un signo de salud mental. Cualquiera de nosotros o de nuestros hijos, puestos en esa situación, reaccionaría de la misma manera».
Por estas razones, coincidieron, la izquierda, el progresismo en particular, no deberían tener dudas a la hora de tratar la relación entre pobreza y criminalidad. Porque cualquier tipo de criminalidad tiene su origen en la sociedad competitiva, capitalista, en la profundización de las desigualdades sociales. «Cuando los pensadores del contrato social dicen que somos todos iguales y libres y que por lo tanto, el que cometió la infracción al contrato tiene que pagar, están haciendo un constructo ideológico para encubrir la realidad de la desigualdad», sintetizó Ciafardini.
Los invisibles
Si de construcciones ideológicas se habla, entra a tallar el rol de los medios de comunicación. Y en materia de inseguridad, la creación de climas y sensaciones encuentra en las pantallas, los micrófonos y las tapas de los diarios, aliados indispensables. Atilio Borón, moderador de la reunión, señaló directamente que la sensación de «tierra de nadie» es fabricada por los medios con unos pocos y difusos datos reales que lo sostienen. «Las estadísticas indican que el número de homicidios por año en el país oscila entre 4.000 y 5.000 y esto genera toda esta brutal campaña de inseguridad, la terrible sensación de que no se puede salir a la calle en Buenos Aires. Sin embargo, el número de víctimas de accidentes de tránsito en un año es más de 8.000. O sea que en la calle hay muchas más probabilidades de morir aplastados por un vehículo, que morir porque nos pegan un tiro en un robo. Y eso no se dice». Y recordó el politólogo los meses más calientes del conflicto por las retenciones a la soja del año pasado, cuando «Argentina parecía Dinamarca, había desaparecido la violencia en los medios».
Lo mismo ocurrió, agregó Boron, cuando saltó a las tapas de los diarios la epidemia de dengue. «Pero hace unos días, cuando se conoció la información de que se estaba construyendo un muro entre San Isidro y San Fernando, ocurrió algo que no estaba previsto ni por el intendente Gustavo Posse ni por los movileros», destacó, atenta, Sandra Russo. Para la columnista de Página/12, la gente que acudió a la polémica frontera del norte del Gran Buenos Aires, fue a protestar porque los humillaban, los discriminaban, los querían encerrar, y los estaban acusando de delincuentes. «Pero lo más importante fue que las cámaras se vieron obligadas a reflejar a un sector de la población que es pobre y no es delincuente. Y esa gente se expresó, porque no les quedaba otro remedio a los canales que ponerle el micrófono. En ese día y medio que duró la cobertura, tuvimos la oportunidad de ver a gente que está ninguneada, invisibilizada, bloqueada por los medios electrónicos de comunicación. Gente pobre, trabajadora, honrada y con conciencia de ciudadanía», detalló Russo.
Terció Kessler aclarando que «la inseguridad es, sin dudas, un tema político, donde juega el miedo, que hace a la gente temerosa y conservadora». Para el sociólogo, «más allá de la evolución de la inseguridad, más allá de las formas del delito, la sensación de que hay un problema que está instalado y no se resuelve, favorece las tendencias autoritarias».
Ciafardini sugirió entonces que parte del problema es «¿qué hacer con Doña Rosa?», esa creación mediática de una persona de elemental sentido común a quien el Estado, según esos mismos medios, debería amparar y proteger. «Cuando el tema esta planteado, hay que tomarlo y tenemos muchos argumentos para hacerlo porque, justamente, el problema no lo ha generado la izquierda, sino la derecha. Y no sólo la denuncia general de que la violencia está producida por la desigualdad, sino que, a partir de esa denuncia general hay propuestas muy concretas que se pueden llevar adelante, planes que se pueden impulsar que tienen como sentido de reducción de la violencia, estrategias puntuales de inclusión social, que tienen hasta presupuesto y no se aplican», enfatizó Ciafardini.
«El debate que nos tenemos que dar –concluyó– es cómo generamos la movilización y la organización barrio por barrio, lugar por lugar, para que se pongan en marcha. Porque está claro que si no es así, no va a ser de ninguna manera. Nada cambia si no hay una sociedad organizada y movilizada».
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Mercados del delito
Que la sensación de inseguridad existe, no hay dudas. Pero también es cierto que las estadísticas muestran incrementos de delitos en comparación con los registrados algunas décadas atrás, así como que los índices registrados en la Argentina, siguen por debajo de muchos países del continente. En ese sentido, Kessler señaló que según cifras de la Dirección Nacional de Política Criminal, entre mediados de los 80 y los primeros años de este milenio, el delito en el país aumentó aproximadamente 2,5 veces. «Se pasó de 1.500 hechos cada 100.000 habitantes a 3.500 en 2003. Algo pasó», advirtió.
Lo mismo ocurre con los homicidios, el delito que sin ninguna duda causa más temor. Hace dos décadas, Argentina tenía una tasa que podía considerarse europea, entre tres y cuatro muertes violentas cada 100.000 habitantes. «Luego subió a unos 7 cada 100 mil, y ahora bajó un poquito nuevamente. Comparada con otras urbes latinoamericanas, es muy bajo, aunque es bastante más alto que las ciudades más desarrolladas, pero especialmente más alto que su propia medida histórica. Esto es, se ha casi cuadruplicado», describió Kessler.
Esta sería una buena razón para entender el sentimiento de inseguridad, porque esa sensación es comparativa. Termina siendo una simple relación entre cómo se vivía antes y cómo se vive ahora. Además, estadísticas oficiales de la provincia de Buenos Aires revelan que en 2006 se produjeron 240.000 hechos delictivos, de los cuales 800 fueron homicidios dolosos, 55.000 robos o tentativas de robo sin lesiones, pero donde hubo armas de fuego y casi 4.000 intentos de robo con muerte o lesiones.
Por otro lado, en las encuestas de victimización, entre un 30% y un 40% de los consultados dicen haber sido victimas de un delito. «En la serie de hechos que pasan, de distinta magnitud, lo que se muestra es que hay un indudable problema ligado con el delito», completa Kessler.
Sin embargo, hilando un poco más fino se puede ver que en estos números no figura qué parte del aumento del delito está relacionada de manera directa con la degradación social y cuál tiene que ver con los distintos tipos de crímenes que forman parte de un aparato delincuencial que utiliza al pibe chorro en operaciones ilegales, pero que se queda con «la parte del león». Eso que en las películas se conoce como «crimen organizado».
«Me parece que hay un trabajo a realizar, en términos que plantean autores como Phillipe Robert, o Alberto Binder en Argentina, de mercado de delitos», resalta Kessler. Y citó a modo de ejemplos el mercado de las drogas, el de la trata de personas, el del desguace de autos, el de la venta de celulares, a los que habría que pensar en cada circunstancia como algo separado, tanto para su análisis como para combatirlos. Porque, dijo el analista, es en estos distintos mercados en los que se da la mayor violencia, la mayor letalidad. Prueba de ello sería la cadena de crímenes ligados con el tráfico de efedrina que se registraron en los últimos meses del año anterior.
«En la gestión Arslanián se desactivaron los desarmaderos para desarticular el robo de autos», recordó Kessler, para abundar luego en la necesidad de contar con políticas «inteligentes y estrategias reflexivas sobre cada uno de esos mercados». Pero para eso es necesario elaborar estrategias y políticas que tomen en cuenta este verdadero mapa del delito.
Porque, como reconoció Kessler, en la historia reciente de la Argentina, la seguridad estuvo siempre centrada en dos ejes: el derecho penal y la policía. «La seguridad estuvo basada en lo que varios autores llaman pacto de reciprocidad, donde el poder público le delegaba a la policía el control de la seguridad y a cambio los dejaba hacer sus negocios, decidir sus ascensos, en pocas palabras, le dejaba tener autonomía –sintetizó– y eso ha sido nefasto. La seguridad necesita de un pensamiento estratégico, de una cabeza civil, de un cuerpo civil de personas formadas, donde la policía puede ser un elemento más. Y eso, que es algo central, no lo tenemos».
La otra pata que faltaba a un análisis como este es el de la venta de armas de fuego. Apelando a aquello de que quien tiene armas alguna vez habrá de utilizarlas, podría decirse también que una sociedad que tiene armas termina siempre por usarlas. «Una de las razones para que Europa tenga tasas bajas de homicidios –puntualizó Kessler–, es el control de armas».
*Periodista
[color=336600]Fuente: Acción Digital Nº 1025 - 1º Quincena Mayo 2009[/color]