Diálogo con Javier Lindenboim: “Hay que mejorar las condiciones entre el más débil y el más fuerte”
–¿Cómo analiza la situación actual de la fuerza de trabajo en la Argentina?
–En Argentina hay un rasgo interesante, al igual que en otros lugares del mundo donde se habló del fin del trabajo asalariado. Partiendo de esas afirmaciones, miremos algunos números. Tanto durante el censo del año 1947 –un punto de referencia relativamente comparable– como ahora, tres de cada cuatro integrantes de la población económicamente activa revistan como asalariados. Incluyendo todas nuestras décadas, donde muchas veces se afirmó que se había perdido el tamaño relativo de la fuerza laboral asalariada. Desde una mirada histórica, en la salida de la Segunda Guerra Mundial era más fuerte la proporción de los que se registraban como patrones respecto de los cuentapropistas; en los años ’60, eso se dio vuelta y pasó de trece a seis.
–Entonces, ¿por dónde han pasado los cambios en el mercado laboral?
–Lo que cambió en las últimas décadas es el tipo de trabajo asalariado. Lo que tendió a perderse con la ofensiva liberal de (Margaret) Thatcher, (Ronald) Reagan, la dictadura aquí, Pinochet en Chile... fue la pérdida de la estabilidad de derechos, de solidez en el vínculo laboral. Eso terminó siendo un factor extremadamente pernicioso, no sólo para la calidad formal del vínculo sino para su resultado: el salario.
–¿Cómo piensa la relación asalariados/autónomos después de la crisis de 2001, teniendo en cuenta que surgieron nuevas subjetividades en el sector?
–El proceso del que le hablé tuvo dos efectos: deteriorar la calidad del vínculo y la remuneración media del, por ahora, asalariado. Por otro lado, crecientes porciones que pudieron ser parte de la fuerza laboral en el pasado dejaran de tener cabida. ¿Cómo afirmo eso? La tasa de actividad viene creciendo hace más de 20 años. Si la tasa de actividad sigue creciendo y la tasa de asalariados sigue constante, ¿de qué estamos hablando?
–¿De qué?
–Me acuerdo de cuando era chico. Estaba por empezar la escuela cuando fueron las elecciones Perón-Quijano contra Tamborini-Mosca. Uno puede decir que en aquel momento la miseria era cotidiana. De aquello para acá es difícil decir cuándo se estuvo mejor y cuándo peor. Por muy mal que esté una sociedad, se sigue cierto proceso de mejoramiento relativo. Esto no sirve para caracterizar sociopolíticamente nada, pero uno no puede dejar de considerarlo. Hay algunos sectores que han quedado afuera. Es probable que hoy haya algún recorte de aislamiento de la población más claro, pero no estoy seguro de que ese corte sea de la intensidad con que a veces se postula. Ni creo que podamos mensurarlo con la permanencia con la que mucha literatura plantea.
–En su libro Trabajo, Ingresos y Políticas en Argentina, plantea que se dejó de analizar la distribución funcional del ingreso. Frente a esa falta de análisis, ¿cómo se puede pensar en políticas públicas que atiendan la evolución de las tasas de actividad y asalarización que mencionaba?
–En el capitalismo con mayor desarrollo relativo se supone que la tasa de asalarización difícilmente agote el 100 por ciento, porque hay un porcentaje de personas que deben ser identificadas como patrones y eso es variable en términos de cuentapropismo. En América latina, en el ámbito urbano, el cuentapropismo ha estado asociado con el sector informal. Nunca fue ése el caso de los cuentapropistas en Argentina –definida como una actividad refugio en el resto de América latina–, porque la estructura socio-económica-productiva nunca fue similar.
–¿En qué se diferenció Argentina respecto de América latina?
–Hemos tenido más parecido con Uruguay. No es casual que las centrales trabajadores de Argentina, Uruguay y Chile hayan sido las más recordadas. Incluso antes que la brasileña. Si uno recorre el resto de América latina, no encuentra antecedentes similares. Esto reflejó configuraciones sociales, económicas y políticas distintas. En Argentina, aun en los momentos donde el cuentapropismo pareció haber crecido del 15 al 20 por ciento, según los datos parciales de la encuesta de hogares que no incluye muchas cosas, nunca pudo adjudicársele el carácter de actividad de refugio. Eso no excluye que existan hoy en día pequeños bolsones en los que uno puede hacer esa calificación. Estoy tratando de imaginar cómo puedo caracterizar una fuerza laboral predominante.
–Con esa dificultad para caracterizar la fuerza de trabajo, ¿qué es posible hacer desde las políticas públicas para mejorar la calidad del vínculo laboral?
–Las políticas públicas pueden hacer cuestiones de dos o tres tipos. Una efectiva política fiscal con propósitos redistributivos, desde un punto de vista de equidad, ética social o el calificativo bondadoso que uno quiera. Este tipo de comportamiento tiene una natural y necesaria incidencia en la posibilidad o no de generar un proceso de crecimiento autónomo. En Argentina la producción dirigida al mercado interno ha sido –y seguirá siendo– importante, más allá de la soja, las vacas o el trigo. Y está bien preocuparse por el mercado interno, y mejorar no sólo el salario. El salario real compra cada vez menos en proporción, respecto de la torta total producida de bienes de consumo. Los ingresos de base salarial, que hace 25 años podían comprar un 60 por ciento de los bienes de consumo, con la crisis llegaron a consumir no más del 40 por ciento. En paralelo, la ganancia empresaria, que ha crecido, no se transformó en un creciente aumento de la tasa de inversión. Se pone el hito en el año 2001/2002, diciendo que caímos el 11 por ciento en la tasa de inversión y que ahora la duplicamos, pero durante los años ’90, esa cifra estuvo en el 18 por ciento.
–La rentabilidad empresaria dio un salto importante a partir de la devaluación. ¿Cómo analiza la evolución de la productividad laboral en este contexto?
–Los investigadores jóvenes que están con nosotros controlan el volumen de personas que trabajan por alguna medida de la cantidad de horas que trabajan. En los primeros años del ’90 aumentó la productividad y aumentó mucho en los primero años del 2000. Es cierto que en dos contextos distintos. En el primero se vinculó fundamentalmente a un abaratamiento fuerte de la adquisición de bienes de capital con la liberación de los aranceles para las maquinarias. Esto generó un cambio de precios relativos y se tornó atractiva la mecanización tecnológica, junto con una afectación de la protección salarial. Ese perjuicio sobre los trabajadores y abaratamiento de los bienes de capital fueron las dos pinzas que apretaban al sector del trabajo.
–¿Y a partir del 2002/2003 cómo se dio este proceso?
–La devaluación generó una vuelta a la oportunidad de vender al exterior y, recíprocamente, se encareció lo que venía fácil. Todo lo cual volvió a movilizar el sector productivo que no había sido destruido, porque los fabricantes no rompieron los telares en sus plantas, sino que los acomodaron como depósito para importación. Dejaron de importar, les sacaron el polvo a las máquinas, volvieron a contratar gente y a producir de vuelta.
–¿Y qué sucedió con la situación de los trabajadores?
–Sucede que la productividad que hubo en esos años (los años ’90), como la que hay actualmente, fue a parar al incremento de la ganancia empresaria y no al incremento del salario. A principios de los 2000 el salario aumentó, pero muchísimo menos que la productividad. Lo que pasó en este período, que lo hace parecer muy distinto, es que la naturaleza de esta recuperación económica basada en pequeña y mediana empresa implicó un ritmo de inserción laboral que hacía muchísimo que no se veía en la Argentina. Lo que mejoró es la cuantía de asalariados más que su ingreso medio. El aumento porcentual de asalariados tuvo un ritmo fuertísimo en el 2004, igualaba el aumento del producto, de siete u ocho puntos. En el peor momento de la convertibilidad, esa relación era del 0,25. Ahora estamos bajando fuertemente, acercándonos a esas dramáticas cifras.
–¿Cree que seguirá bajando?
–No puedo imaginar cuál va a hacer la dinámica porque estamos en un enredo absurdo.
–¿Por qué enredo?
–Cuando estamos en el aire y las mesas de comida están disponibles para todos, nadie se queja de la calidad de las bebidas. Cuando el baile comienza a ser restringido y hay que manotear y codear, entonces todos empiezan a efectivizar sus demandas. Legítimas o no, depende de la perspectiva de cada analista o sector social. La Unión Industrial puede decir: “Momentito, tenemos dificultades para meter bienes en el exterior, porque el tipo de cambio ahora se ha mantenido y los costos subieron”. Ni hablemos de los sectores agrarios, que tienen sus vueltas, pero los costos les subieron y los ingresos también subieron muchísimo. En un momento dado, con retenciones establecidas, se las elevaron y los costos internos siguieron subiendo (gracias a la gestión Moreno, que se ocupa de que no se note, pero no de que no haya aumento), empiezan a enturbiarse esas discusiones en donde ninguno termina diciendo la verdad. Los trabajadores tienen que inventar un índice porque tampoco creen en los números del Estado. Todo es extremadamente confuso para poder, dentro de ese enredo, imaginarnos cuál puede ser el sendero que continuemos. No se ha dicho qué país se quiere. El Gobierno no ha dicho si quiere una industria pesada grande, una agroindustria grande, si quiere que el país se centre en los servicios. Es un problema de Argentina, que la diferencia de Brasil.
–¿Cómo ve las políticas de empleo del Gobierno ante la crisis?
–Al mecanismo de mantener la ocupación otorgándoles ventajas a las empresas uno le dice “bienvenido”. Pero eso puede funcionar durante un corto tiempo. Además, si esas cosas se hacen de manera escasamente transparente, no es muy grande el entusiasmo que uno puede ponerle. Ahora se nos puede decir que no hay que decir por qué hay que darle la plata a Massuh, la historia argentina tiene demasiada oscuridad que justifica cosas perversas. Como dice la Presidenta, “a nosotros no nos disgusta que los empresarios ganen”. Si estamos en el capitalismo no podemos decir otra cosa, pero también queremos resguardar una distribución equitativa. La distribución equitativa mejoró respecto del 2002, estando en uno de los pozos más grandes de la historia argentina de los últimos cincuenta años. Si eso no lo decimos oficialmente no podemos elaborar ninguna estrategia, porque la trampa en la que nos pone Kirchner es que nos hace mirar de la nariz cinco centímetros para adelante o de la oreja cuatro centímetros para atrás. Nunca nos permiten ver el funcionamiento total.
–¿Usted cree que las políticas que se implementaron a partir de 2002/2003 implicaron un cambio o una continuidad respecto del modelo anterior?
–Nosotros en el libro damos elementos que ponen bastante en duda que haya un cambio. Es cierto que algunas cosas cambiaron: subieron las jubilaciones, subió el mínimo de convenio. ¿Pero... podrían no haberse hecho? Muchas de las medidas no las tomó Kirchner ni Lavagna, sino (el ex presidente Eduardo) Duhalde. En las condiciones perversas no queridas de ese enero de 2002, con la debilidad que tenía la Argentina, aceptó que con una devaluación del 40 por ciento tenía que dejar el tipo de cambio libre, que fue el apriete en la morsa que puso el Fondo Monetario. A mí me pusieron el cartel de defensor de la Resolución Nº 125 por mi respuesta crítica del 12 de marzo.
–¿Por qué?
–Porque en ese momento yo decía que me parecía muy bien que para el sector de los trabajadores del mercado interno, que tienen ingresos fijos, se fuera equilibrando para que no sufrieran los efectos del aumento de los mercados de los bienes primarios. También me parece perfecto que esa política se extienda a todos los sectores: el minero, el hidrocarburífero. Si un gobierno se plantea realmente una estrategia redistributiva no puede no tener estadísticas de la distribución funcional del ingreso. El Estado tiene muchas cosas para decir, entre ellas, tiene que disponer el escenario para que los actores interpreten la obra. Los acuerdos de precios terminaron siendo acuerdos contra el productor primario y no contra el formador de precios, que no son lo mismo.
–¿Cómo define el rol del sector sindical en este marco?
–Creo que en la Argentina, hace décadas que la estructura del sindicalismo está más puesta en el beneficio directo de quienes manejan la estructura que en el beneficio estratégico del sector del trabajo. En los ’90, la Confederación General del Trabajo (CGT) se dividió y hubo un grupo denominado Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA) que expresaban algo diferente. Durante la presidencia de Kirchner, retornaran a la CGT y, luego, a la cúpula de la CGT, en una pelea de malos y peores. La estrategia para tener más caja de las obras sociales, implementada por un gremio como el de camioneros contra otros gremios, en principio mejora la calidad de algunos trabajadores, pero es claro que no es ese el propósito básico. Está ausente la estrategia de la estructura sindical respecto del achicamiento del trabajo en negro. Algo que, en cierto modo, la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) compensó, ya que, al admitir a los trabajadores individualmente, la CTA da espacio a los trabajadores en negro. Está muy bien que se disputen nuevos acuerdos salariales, pero son sólo para los trabajadores protegidos. Es insuficiente la respuesta del diputado Héctor Recalde, según la cual los derechos son de todos los trabajadores, estén en blanco o no, pero cuando no están en blanco no se animan a ejercer esos derechos. La energía puesta en blanquear el trabajo de servicio domestico habría sido extremadamente útil que se hubiese puesto también en el mundo de la actividad productiva y de servicios. Ese mundo precario pertenece prioritariamente a empresas de tamaño pequeño y mediano, pero no quiere decir que en las grandes no haya trabajo en negro. Lo que se ha conseguido es que una parte del trabajo en negro se haya tornado en gris.
–¿Cree que el sector laboral está protegido actualmente?
–No. Según el Ministerio de Trabajo no es cierto que no haya bajado el universo absoluto de precarios. En su momento había bajado gracias a que los nuevos empleos de estos años fueron prioritariamente protegidos. Pero había también desprotegidos que se agregaban a los que ya estaban. Y como no había una campaña para transformar trabajo en negro en trabajo en blanco, había que esperar décadas para que los puestos de trabajo en negro fueran desapareciendo de muerte natural. Relacionar al Ministerio de Trabajo con la AFIP (cuando el tipo “bonachón” pone a los últimos empleados en blanco) está muy bien. Yo no critico lo que se hace bien, señalo lo que no se hace. Hay que mejorar las condiciones entre el más débil y el más fuerte, aunque en Argentina tenemos ejemplos perversos de que el más débil parece el más fuerte, a partir de la burocracia sindical. Hagamos un ejercicio: ¿cuál es el impacto de la participación del ingreso salarial en la renta nacional si se reduce el trabajo en negro? Porque una parte de la declinación violenta que hoy tenemos tiene que ver con el trabajo en negro, que es del 40 por ciento. Hay muchas cosas para hacer, lo que no hay es una respuesta mágica como apretar un botón y se resolvió el problema.
*Javier Lindenboim. Investigador Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas( CONICET). Director del Centro de Estudios sobre Población, Empleo y Desarrollo (CEPED/UBA) Autor de diversos artículos para la Revista Realidad Económica.
[color=336600]Fuente: Página 12 - 20.07.2009[/color]