Sin disculpas, no hay visita de Dilma
Sin sorprender a nadie, la presidenta Dilma Rousseff anunció formalmente ayer que suspendió la visita de Estado que realizaría a Washington a fines de octubre. Claro que, en la formalidad, hubo que incluir ciertas mesuras diplomáticas. Así, oficialmente la visita no fue suspendida, sino postergada, y no se trató de una decisión de Brasilia, sino de la conclusión a que llegaron, en común acuerdo, Dilma y su frustrado anfitrión, Barack Obama, en una llamada telefónica en la tarde del lunes.
Retrato de una mujer traicionada
Hace unos días la presidenta Dilma Rousseff ordenó liberar inmediatamente poco menos de mil millones de dólares para atender las enmiendas parlamentarias al presupuesto anual. Anunció, además, que en septiembre serán liberados otros dos mil millones de dólares. Esa montaña de dinero será empleada por los señores parlamentarios para atender intereses parroquiales de sus feudos electorales. En Brasil el presupuesto nacional, una vez aprobado por el Congreso, autoriza al Poder Ejecutivo a gastar, es decir, dice cuánto el gobierno puede disponer a lo largo del año, promoviendo cortes o ajustes. Impone un tope y nada más. No obliga al gobierno a cumplir lo que ha sido propuesto por él y aprobado por los parlamentarios. Es parte del juego. De la misma forma, es parte del ritual que, en el Congreso, la propuesta original sufra un sinfín de enmiendas de los parlamentarios. Ya la liberación de recursos para atender la demanda de diputados y senadores depende del Ejecutivo, en un ciclo vicioso de presiones y contrapresiones.
Un monstruo llamado opinión pública
Brasil vivió ayer el clima de resaca, luego de la formidable secuencia de multitudinarias movilizaciones populares que sacudieron al país a lo largo de las últimas dos semanas. Hubo nuevas manifestaciones y marchas, pero con bastante menos participación que las anteriores.
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“La derecha intentó disputar el control de la calle”
La derecha no piensa en otra cosa que impedir, como sea, la reelección de Dilma Rousseff (acaba de perder 21 puntos de popularidad) en los comicios de 2014, y a pesar de su espanto congénito ante la movilización popular, intenta hacer que se convierta en fuente de caos e ingobernabilidad. De todos modos es improbable que las oligarquías logren desvirtuar el sentido transformador de la revuelta en curso desde hace tres semanas, atizada por la bronca ante el derroche de la Copa de las Confederaciones.
La restauración en marcha
Mientras la elite brasileña trata de volver a la normalidad después de las movilizaciones de junio, Dilma Rousseff atiende los reclamos de la sociedad.
Infelizmente no es posible convocar el plebiscito antes de octubre, de modo que las elecciones de 2014 deberán realizarse con el sistema electoral actual”, dijo –palabra más o menos– el vicepresidente brasileño, Michel Temer (PMDB), el jueves al mediodía. Comentan observadores que los gritos que la presidenta Dilma Rousseff daba esa tarde durante su visita a Salvador podían oírse en Brasilia sin necesidad de teléfono.
El precio del progreso
Con la elección de Dilma Rousseff como presidenta, Brasil quiso acelerar el paso para convertirse en una potencia global. Muchas de las iniciativas en ese sentido venían de antes, pero tuvieron un nuevo impulso: la conferencia de la ONU sobre medioambiente, Río+20 (2012), el campeonato mundial de fútbol en 2014, los Juegos Olímpicos en 2016, la lucha por un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el papel activo en el creciente protagonismo de las “economías emergentes” (Brics: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), la nominación de José Graziano da Silva para director general de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2012, y la de Roberto Azevedo para director general de la Organización Mundial de Comercio, en 2013, una política agresiva de explotación de los recursos naturales, tanto en Brasil como en Africa, especialmente en Mozambique, el impulso de la gran agroindustria, sobre todo para la producción de soja, agrocombustibles y ganado.
“El pueblo debe mandar”
El británico David Cameron y la alemana Angela Merkel fueron al devaluado Foro Económico de Davos a tranquilizar a los ejecutivos de las grandes corporaciones. Europa será inflexible en la austeridad. Es decir, sus gobiernos no crearán empleos públicos pero congelarán los salarios de quienes trabajan en lo que, otrora, fueron Estados de bienestar. Además, aunque no lo explicitaron, los empresarios quedaron tranquilos con que no elevarán los impuestos a sus extraordinarias rentas. Sin embargo, cuando le tocó el turno al presidente de la gran multinacional Unilever, Paul Polman, advirtió que “se acabó la era de los alimentos baratos”. Esto es, al ajuste se le agregará la inflación en bienes básicos. A la cita suiza concurrieron algunos mandatarios latinoamericanos de derecha, el mexicano Felipe Calderón y el chileno Sebastián Piñera. Ninguno de los dos pudo exhibir logros de su fidelidad al neoliberalismo y el librecambismo, sino más bien lo contrario. Pasó inadvertida la presencia del peruano Ollanta Humala cuyo discurso cambia como la rosa de los vientos.
Lo que sí cayó como un balde de agua fría para los organizadores fue la ausencia de la brasileña Dilma Rousseff. Sobre todo porque decidió asistir al Foro de Porto Alegre, el único espacio anti-Davos que durante los primeros años de este milenio tuvo peso significativo, tanto por la participación de organizaciones sociales globalifóbicas como por la capacidad de plantear los debates estratégicos que muchos gobiernos populares desdeñan.