El “enero negro” de Bolivia
Una cronología
El 15 de diciembre pasado, el prefecto de Cochabamba, Manfred Villa Reyes, aliado de Gonzalo Sánchez de Losada, ex militar e integrante de NFR (Nueva Fuerza Republicana), pequeño partido de derecha, había apoyado calurosamente los ánimos independentistas de Santa Cruz de la Sierra, y reclamado la realización de un referéndum autonómico para Cochabamba. Sin más asidero jurídico o constitucional para esta segunda demanda, porque el referéndum por las autonomías ya se había realizado y Cochabamba, a diferencia de Santa Cruz, no votó por la autonomía, sus declaraciones contribuyeron a caldear los ánimos, tanto del gobierno como de los movimientos sociales aliados.
El 30 de diciembre, la Central Obrera Departamental (COD) respondió a las declaraciones del prefecto con una marcha y un cabildo abierto, pero abrió un cuarto intermedio hasta principios de enero. El sábado 6, la prefectura anunció que iniciaría una campaña a favor del Sí en el referéndum autonómico y consiguió la aprobación de la Corte Electoral para realizarlo.
En respuesta a esta provocación (recordemos que el gobierno y el Movimiento al Socialismo, mas, estuvieron en contra de las autonomías) los campesinos, la mayoría de ellos cocaleros, la mayoría de ellos indios, la mayoría de ellos de la región del Chapare, decidieron bloquear rutas y caminos y “sitiar” Cochabamba, reclamando la renuncia de Manfred Reyes.
El lunes 8, tras la represión policial, los campesinos quemaron parte de las instalaciones de la Prefectura. Los “cochabambinos” y el llamado Movimiento Cívico, impulsado mayoritariamente por empresarios pero con gran capacidad de convocatoria entre los sectores medios y urbanos, anunciaron que se movilizarían en defensa de su ciudad. Nada amedrentó a las columnas de campesinos que siguieron llegando, y sumaban decenas de miles que marchaban por puentes y calles e invadían plazas y lugares públicos.
El miércoles 10 fue anunciado un paro “cívico”, y el Movimiento Cívico dijo que respondería al “sitio” de la ciudad con una gran concentración, la cual, sin embargo, no fue realizada.
Los enfrentamientos
El jueves 11 la ciudad amaneció silenciosa y desierta. El paro cívico había comenzado. Los campesinos avanzaron sobre ella, pacíficamente, silenciosa pero sistemática y organizadamente. La mitad eran mujeres y algunas llevaban sus bebés consigo. También había ancianos. Llevaban algunos palos, algunas hondas, algunas piedras. No había armas. Sólo estaba el peso de una multitud organizada en torno a un propósito. Eran todos, o casi todos, indios. Indios pobres, acostumbrados al frío y al hambre, y a caminar sin respiro.
La policía no intervino. Hizo algunos cordones en puentes o cruces importantes, de pocos efectivos, que a todas luces resultaban inútiles para detener tamaña multitud si ésta decidía enfrentarlos. Pero no lo hizo. Marchaban hacia la plaza 14 de setiembre, donde acamparon. Sus consignas eran escasas: “el pueblo unido, jamás será vencido” y “machete, metralla, que Manfred se vaya”.
El jueves al mediodía, el Movimiento Cívico convocó a otra concentración en “defensa de la ciudad”. También en primera línea salió la Unión Juvenil Cochabambina, un homólogo del grupo Unión Juvenil Cruceñista de Santa Cruz, de corte fascista, que en sus panfletos anuncia una lista de las “razas malditas” a las que se debe exterminar y aboga por las razas cruceñas “no mezcladas”. A las tres de la tarde se veía una multitud de jóvenes, mujeres y hombres, munidos con palos, bates de béisbol, caños de metal y escudos, salir al cruce del movimiento campesino.
La diferencia entre unos y otros era evidente. Los campesinos tenían el número, la organización y el propósito. Los otros tenían la rabia y salieron a pegar.
La policía no pudo contenerlos. Entre las cuatro y las seis de la tarde se produjo una batalla campal. Los heridos se sumaron por decenas y no tardó en aparecer el primer muerto: un campesino cocalero, alcanzado por un balazo en el tórax. El segundo demoró un poco más: un muchacho del “otro bando”, ahorcado. A las siete de la tarde, los heridos sumaban más de un centenar y se inició una campaña para la donación de sangre. El hospital Viedma, a donde fueron trasladados, estaba abarrotado. La mayoría de los heridos eran campesinos.
Mientras tanto, Evo Morales estaba en la asunción del mando de Daniel Ortega, en Nicaragua, y el prefecto de Cochabamba había decidido irse a La Paz a reunirse con prefectos “amigos” (los que habían votado “Sí” en el referéndum autonómico, la llamada “media luna”, compuesta por Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija), a los que se sumó el prefecto de La Paz.
Sólo al caer la tarde intervino el ejército. Los cochabambinos volvieron recién entonces, con sus palos y sus escudos, a sus casas. Un muchacho lucía en sus manos una sandalia de un campesino como un trofeo. “Con ésta”, decía, y señalaba un caño de acero de metro y medio de largo, “rompí varias cabezas”. Tenía un gran manchón de sangre en el costado del cuerpo: “sangre de cholo”, decía con orgullo. Otro mostraba un bate de béisbol: “con esto me comí a varios indios”.
Las primeras medidas políticas.
Las manifestaciones políticas vinieron después. Unos y otros se acusaron sin piedad. El vicepresidente García Linera denunció al prefecto por instigar al enfrentamiento y utilizar funcionarios de prefectura en la manifestación. También denunció la presencia de gente armada, perteneciente al Movimiento Cívico. El prefecto, por su parte, denunció al gobierno como responsable por la violencia.
De un lado se exigía la desmovilización de los campesinos por parte del gobierno. De otro, se exigía al prefecto renunciar a su pretensión de celebrar un referéndum autonómico en Cochabamba. La solicitud de renuncia del prefecto, decidida por un cabildo indígena al día siguiente, parecía –sin embargo– inviable. El prefecto fue elegido por voto popular en diciembre de 2005. Esta legitimidad, emanada de las urnas, era una novedad en Bolivia, ya que hasta entonces los prefectos eran nombrados por el Poder Ejecutivo. La elección directa de los prefectos había puesto al mas en aprietos. Tenía la presidencia, la mayoría del congreso y de las alcaldías municipales (35 en 40), pero sólo tenía cuatro de las ocho prefecturas (gobiernos departamentales), y la oposición de los tres principales centros urbanos del país: Cochabamba, Santa Cruz y La Paz.
La respuesta del gobierno no se haría esperar: impulsar una ley de referéndum revocatorio para todos los cargos de elección popular, incluyendo la presidencia, las prefecturas y las alcaldías. Con este instrumento, aseveró el presidente, la revuelta popular contra una autoridad sería canalizada institucionalmente.
La inclusión del referéndum revocatorio en la agenda política contribuye –sin embargo– a ensanchar la lista de tareas, ya inmensa, que el gobierno debe enfrentar. Empezando por la discusión sobre el mecanismo de decisión que adoptará la asamblea constituyente para elegir su nueva Constitución. La oposición exige mayorías especiales y el gobierno mayoría simple. El gobierno ha establecido un plazo (2 de julio) para la resolución del texto final, que de no ser aprobado hasta entonces por mayoría especial, lo será por mayoría simple.
Pero este debate institucional, que incluye la discusión sobre el referéndum autonómico, la asamblea constituyente y el referéndum revocatorio, no se da en un clima “a la uruguaya”, de discusiones políticas y jurídicas más o menos ventiladas en los medios y decididas en los edificios presidenciales y los corredores del Parlamento. Como lo muestra el “enero negro” de Cochabamba, se da en un contexto de enfrentamiento entre dos Bolivias: Oriente y Occidente, blancos e indígenas, ciudad y campo, los partidos tradicionales, en franco retroceso, y la movilización popular, canalizada ahora a través de un proyecto político, un liderazgo convincente y una estrategia de largo plazo.
En esta confrontación, todo en Bolivia es fundacional: los vínculos entre movimientos sociales y partidos, entre el espacio social y el espacio político, entre culturas, entre instituciones “occidentales” y prácticas comunitarias indígenas. Y muestra, con una crudeza que a ninguna izquierda debería serle ajena, la complejidad de los desafíos de impulsar los cambios, cuando éstos pretenden ser “de raíz”.
Fuente: Brecha / Uruguay