El espectro de la dictadura
Si reflexionamos acerca de los drásticos cambios ocurridos desde mediados de los ’70, lo primero que resalta es la modificación de toda una configuración cultural-societal. Es evidente en las grandes ciudades y aún más en el mundo agro-rural. En gran parte del siglo XX, tras la creación de las juntas reguladoras y del primer peronismo, predominó un mundo agro-rural basado en una coexistencia regulada por el Estado entre pequeñas y medianas unidades familiares y grandes explotaciones agroganaderas; acompañaban esta estructura social cooperativas en todos los niveles de las cadenas agroindustriales y todo un entramado de negocios y servicios que otorgó dinámica a gran parte del territorio nacional.
Estos mundos cambiaron paulatinamente desde mitad de los ’70, pero desde 1991 esa transformación se acelera drásticamente. En pocos años aparecieron nuevos y fuertes actores económicos que requirieron denominaciones por su carácter novedoso y despersonalizado: “fondos de inversión”, “pool de siembra”. El capital financiero, que hasta hacía poco había participado sólo a través de los bancos, aparece en los famosos “fondos” y el capital transnacional no sólo participa en todos los eslabonamientos de la cadena agroindustrial, sino que aparece en inversiones directas en la producción agraria. Todo cambia (políticas públicas mediante) para aumentar la escala de producción y dejar afuera a un número importante de productores familiares. Se pone en marcha una nueva lógica productiva, creada por el neoliberalismo, que denominamos “agronegocio”.
Este modelo neoliberal en el sector agrario no se impuso por la fuerza de las nuevas tecnologías (de punta), ahorradora de mano de obra, “sustituidora de formas tradicionales de producir alimentos” como suelen afirmar sus entusiastas defensores. Se impuso, primero, por el uso de la fuerza de la dictadura que azotó el país entero entre 1976 y 1983. Y, en segundo lugar, por el terremoto institucional que supuso en estos mundos (y en el país) la total desregulación económica en 1991. El “disciplinamiento social” con gremios acallados, militantes sociales desaparecidos y encarcelados, territorios aterrados (como la provincia de Tucumán) fue la gran antesala para penetrar, democracias mediante, aspectos económicos del modelo, de una dureza imposible de aplicar unas décadas antes. Comenzó la versión criolla de “no hay alternativas”, adaptarse a las nuevas reglas o perecer.
A partir de esta interpretación sobre los procesos constitutivos de la realidad reciente, no resulta tan difícil comprender qué pasa con las poblaciones de los mundos agrarios hoy. Me refiero a los chacareros y los sectores medios profesionales o comerciantes ligados al agro que son la base social del conflicto del 2008-09. Estas poblaciones desde hace 33 años están impregnadas de discursos que los ubican frente a la disyuntiva de cambiar, “modernizarse” o desaparecer de la producción, comercialización o servicios del sector agrario capitalista. Después de un año de conflicto entre el gobierno nacional y este campo “aggiornado”, sobreviviente y exitoso actor del nuevo modelo, es evidente que esas poblaciones ya están absolutamente impregnadas de la nueva lógica productiva y cultural del “agronegocio”. Con la soja u otras producciones ganaron dinero y comprendieron por la fuerza de la práctica económica que el Estado en este modelo sólo cobra impuestos que les restan ganancias; lo toleraron pero ahora decidieron disputarle ese ingreso.
Por eso, estos sectores medios ligados al “agronegocio” ya no quieren políticas públicas que los orienten a las producciones de alimentos (retenciones a la soja) ni entes reguladores. Mientras hace un tiempo la mayoría de los chacareros deseaba un organismo regulador del comercio exterior, hoy lo rechazan. ¿Por qué? Aprendieron que el Estado ya no es un jugador importante, los “nuevos grandes jugadores” son los que marcan las reglas del juego, no el Estado. Ya no quieren su presencia en la cancha, ¿no era eso lo que se decía durante décadas?
Estamos entonces frente a poblaciones atravesadas por la cultura neoliberal y el discurso gubernamental antineoliberal no es creíble. El escepticismo prima en ellas y en los argentinos en general y lamentablemente a veces se transforma en cinismo. Y en épocas de crisis, escepticismo, miedo y cinismo social ligados a la defensa de intereses sectoriales pueden constituir la base de cierto “fascismo societal”. No se trata de responsabilizar a las poblaciones involucradas, como hacen algunos colegas, se trata de comprender cómo se llegó a esta situación, cuánta responsabilidad tuvieron todos los gobiernos desde 1983, la falta de análisis crítico de muchos intelectuales y científicos, el festival de “formadores de opinión” con el apoyo de Monsanto, Barrick Gold, los grandes bancos, por ejemplo, y se trata de pensar cómo se puede salir de esto.
No son las corporaciones sectoriales (las agrarias o las del entretenimiento televisivo) las que pueden otorgar luz para salir de esta encrucijada. Tampoco lo son los partidos políticos y sus competencias electorales, ya que todos forman parte del problema. Por supuesto, tampoco lo son los “intelectuales” desconectados de los avatares de los múltiples territorios, poblaciones y sus problemáticas. Por eso, en las cercanías de los 33 años del momento donde todo esto comenzó en sus raíces más profundas, vale la pena recordar que existen otras poblaciones que se reúnen en espacios públicos no estatales para generar un pensamiento sobre otra manera de producir, relacionarse con la tierra, el agua, los cerros; para diseñar formas de exigir mayor democracia (pues de esto se sale con más democracia); para dar a conocer los procesos devastadores de la expansión sojera y la minería en las provincias de “gobernadores empresarios”; poblaciones que registran y denuncian las ominosas y violentas intervenciones criminales en todos los espacios de la vida que tienen como víctimas niños, niñas adolescentes y jóvenes pobres.
La mejor estrategia para salir de la difícil encrucijada actual es un debate entre los núcleos más coherentes y progresistas dentro las instituciones democráticas (que los hay) y estas redes interpersonales e intersubjetivas de fuerte integración social que constituyen uno de los pocos espacios donde aún se mantienen y articulan sentimientos morales y fuertes convicciones que hacen a las relaciones básicas de respeto entre las personas. Tal vez desde la construcción de esos “nodos político sociales” se puedan reconstruir y generalizar valores básicos de solidaridad, darle credibilidad al Estado y salir de la amenaza de este “fascismo societal” que, como un espectro de aquello que nos sucedió hace 33 años, nos llena de espanto.
*Norma Giarracca es directora de la maestría de investigación de la UBA, coordinadora del grupo de trabajo de estudios rurales del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), del Instituto Gino Germani y especialista en estudios de movimientos sociales y rurales.
[color=336600] Fuente: Página 12 - 12.23.03[/color]