El poder económico en los 40 años de democracia
El trabajo da cuenta de las continuidades y rupturas en la composición del poder económico del país, al analizar, entre otras cuestiones, la vinculación entre las elites y los respectivos.
Corría marzo de 2008 y el gobierno argentino anunció la resolución 125 por la cual modificaba las alícuotas de retención impositiva a las principales exportaciones de productos agrícolas. Ante el alza de los precios internacionales, se buscaba moderar su impacto sobre los precios del mercado interno y hacer partícipe al fisco de las ganancias extraordinarias producidas por el alza en el valor de los commodities. Las reacciones a la medida no se hicieron esperar. Al rechazo planteado por los principales representantes sectoriales se sumaron distintas expresiones de protesta de productores que se movilizaron en distintos puntos del país. En lugar de retroceder, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner perseveró. El conflicto se prolongó durante semanas y la oposición a la medida terminó congregando no solo a lo que empezó a conocerse como “el campo”, sino también a sectores urbanos insatisfechos con las políticas del gobierno. Lejos de dividir al frente rival, el gobierno atizó la polarización convocando a sindicatos, movimientos sociales, organizaciones de derechos humanos, dirigentes del peronismo y la izquierda en una renovada lucha contra los “poderes corporativos”. Ante una escalada de manifestaciones públicas, la Presidenta decidió enviar el proyecto al Parlamento. Tras un empate de fuerzas, el vicepresidente terminó rechazando la medida. Era el fin de la 125 y la profundización de un conflicto que no cejaría en los años por venir. Mientras el gobierno se alineaba cada vez más con la tradición simbólica del peronismo y profundizaba una orientación en materia económica acusada de “populista”, las denuncias contra la “oligarquía” volvían a resonar en los discursos oficiales.
No faltaron interpretaciones que inscribieran este episodio en la clásica oposición entre luchas populares e intereses del empresariado más concentrado. Con ejemplos como este, y a veinticinco años de su recuperación, la democracia argentina parecía poner en escena su sentido más profundo: la voluntad política de ensanchar el bienestar de las mayorías exigiendo mayores contribuciones de las minorías privilegiadas. A juzgar por las narrativas y estrategias movilizadas, nada parecía haber cambiado desde los años cincuenta. La disputa seguía girando en torno de la renta extraordinaria de la tierra. El adversario continuaba identificándose con las viejas familias. La herramienta de transformación se cifraba en el pueblo en las calles, a disposición de un liderazgo audaz. En el dramatismo de la hora, todo hacía creer que ni la revolución verde, ni las reformas de mercado, ni la financiarización de los activos, ni las nuevas tecnologías, ni la transformación de las identidades y mecanismos de representación habían hecho mella en la oposición fundamental entre pueblo y oligarquía.
No obstante, al ubicar al conflicto de 2008 en una perspectiva de largo plazo, cabe preguntarse si las interpretaciones que exaltan la identificación entre poder económico y oligarquía no adolecen de cierto anacronismo y no corren el riesgo de ocultar un balance más complejo. En este sentido, el período recorrido por la Argentina desde 1983 permite poner de manifiesto tanto las potencialidades como los límites de las estrategias confrontativas clásicas. Si bien estos cuarenta años de democracia lograron consolidar reglas claras para la competencia electoral y la participación social, no pudieron estabilizar un entramado institucional semejante para el desarrollo de las actividades económicas. Al relativo estancamiento se sumaron sucesivas crisis que redefinieron de manera drástica la relación con el mundo y desgastaron la confianza de los argentinos en el país.
En este marco, las páginas que siguen se preguntan por las continuidades y rupturas en la composición del poder económico del país. Al hacerlo, revelan la persistente dislocación entre el poder estructural e instrumental de las elites económicas en la Argentina, la intensa beligerancia empresaria y la persistencia de una segmentación fundamental en su seno. Finalmente, el trabajo evidencia que la discontinuidad de la gestión macroeconómica y el debilitamiento de la autoridad estatal no solo redujeron la capacidad de reproducción de empresas y empresarios, también redundaron en un crecimiento muy moderado y en crecientes dificultades para consolidar una sociedad más integrada e igualitaria.
¿El poder de quién? El capital en la Argentina democrática
Para abordar al poder económico, puede adoptarse una definición amplia que incluya a los agentes económicos del sector privado que adoptan las principales decisiones referidas a los flujos y usos del capital que impactan en el crecimiento y el empleo. No existe una fuente incontestable sobre la cual ofrecer un retrato exhaustivo y la solución más razonable es hacer un uso combinado de los datos disponibles.
Es innegable que existe una continuidad mayúscula a lo largo de todo el siglo XX y XXI en la relevancia de las actividades primarias. Si la pregunta es de dónde se han extraído los márgenes más altos de ganancia en la Argentina, la respuesta no es donde se emplea la mayor cantidad de mano de obra asalariada sino de las labores donde se explota más intensivamente a la naturaleza. Con estimaciones de largo plazo, Kidyba y Vega (2015) constatan que la agricultura, la ganadería, la silvicultura, la pesca y la minería muestran mayores niveles de productividad y permiten a los empresarios retener una porción mayor de la riqueza generada. A su vez, al no depender tanto del mercado interno, estas actividades tienden también a ser más estables frente a los vaivenes de la economía doméstica. Las exportaciones argentinas estaban y están compuestas por una canasta acotada y primarizada de productos. Hacia 2018, las actividades agropecuarias (23%), agroindustriales (37%) y en menor medida los combustibles y la energía (7%) representaban el 67% de las exportaciones. Finalmente, incluso sin la 125, los aranceles a las exportaciones constituían una de las principales fuentes del fisco.
La preeminencia de los productos primarios no significa que los ganadores sigan siendo los descendientes de la oligarquía. Desde los años sesenta, con la revolución verde y sobre todo desde finales de los noventa con la autorización de semillas transgénicas, los cambios han sido profundos. Si bien siguen existiendo herederos de las familias tradicionales, el nuevo agronegocio se caracteriza menos por la acumulación de grandes extensiones de tierra que por la integración de recursos financieros, técnicos y gerenciales que permiten ganar en escala y disminuir riesgos. La heterogeneidad de actores que participan de la producción y que se movilizaron contra la 125 (Gras y Hernández, 2016) contrasta con la concentración de proveedores y exportadores. Freytes y O’Farrell (2017) argumentan que estos tramos de la cadena son los que presentan mayores niveles de concentración y extranjerización. Y nada indica que los cambios se detendrán. Es probable que el futuro exportador argentino no se vincule tanto con los granos y las carnes sino con la explotación de petróleo, gas, minería y litio donde los actores locales son aún menos significativos.
Claro que la riqueza producida en la Argentina no se agota en los productos primarios y los grupos económicos nacionales pueden considerarse legítimos herederos de la burguesía nacional. Vale subrayar entonces que, mientras las actividades primarias recubrían en 2018 apenas el 10% del PBI argentino, las industriales se alzaban con el 23% y el heterogéneo sector servicios con el 67% restante. Acunados por las políticas de promoción de la industria, beneficiados por contactos preferenciales con el Estado, fortalecidos por el proceso de privatizaciones, un conjunto de empresarios nacionales implantados en distintos sectores se fue consolidando. Eso no significa que todos hayan sobrevivido en democracia. Frente a la apertura comercial y financiera y el inminente desembarco de competidores extranjeros en los años noventa, varios empresarios locales optaron por vender, otros quebraron y algunos lograron persistir. Entre ellos, Pérez Companc, Rocca, Eurnekian, Bulgheroni y Sigman no solo se ubican en las primeras posiciones del podio de Forbes, sino que, para 2015, junto a otros conglomerados (muchos de los cuales surgieron en democracia) explicaban “el 80% de la facturación global de las compañías privadas nacionales” (Gaggero y Schorr, 2017: 60).
La cuestión es que incluso predominando sobre los demás empresarios locales, los grupos económicos nacionales están lejos de controlar la economía doméstica. Tomando el ranking de la revista Mercado, de las cincuenta empresas más grandes del país, el 70% eran extranjeras a fines de los años noventa y habían logrado sostenerse en torno al 66% hasta 2015. Según un relevamiento del INDEC de 2019, las empresas con participación extranjera representaban casi el 62% del total de establecimientos más importantes, una proporción equivalente en la generación de puestos asalariados, cerca del 77% del valor bruto de producción y alrededor del 84% de las exportaciones e importaciones.
Pero la descripción del capital en la Argentina no estaría completa sin considerar los fondos más líquidos. Los procesos de financiarización debilitaron la relación entre capital y empresa. Como cabal ejemplo de ello, una proporción nada desdeñable de los ricos argentinos no son empresarios: poseen grandes patrimonios con colocaciones diversificadas que se reproducen sin comprometerlos con ningún país, sector económico ni organización. La fluidez también alcanzó a las organizaciones productivas. Mientras la mayoría de las multinacionales son de propiedad abierta y tienen una conducción profesional de sus actividades que responde a un grupo cambiante de accionistas, los conglomerados nacionales siguen organizándose bajo el control centralizado del dueño fundador.
Esto coloca a unos y otros en posiciones muy diversas frente a las autoridades. Cuando la economía se abre y los capitales externos están disponibles (como en la década de los noventa), los fondos internacionales pueden ser tanto una amenaza como un trampolín para el crecimiento de las empresas locales, sus dueños y profesionales. Como la Argentina no logró desarrollar un mercado local de capitales, las inversiones han sido históricamente propiciadas por el Estado o han quedado expuestas, como en esa década, a los ciclos de aluvión y retracción de fondos provenientes del exterior. Pero la democracia argentina también tuvo etapas de cierre comercial y financiero, como en los ochenta o en los dos-mil, en las cuales los grandes hombres de negocios instalados en el país tienden tanto a controlar sus mercados como a detentar recursos extraordinarios. El mercado de capitales doméstico es tan pequeño que son ellos los que pueden incidir en la cotización del dólar, los proyectos de inversión o la movilización de contactos y condiciones preferenciales.
Las elites económicas de la Argentina no fueron inmunes a los virajes ocurridos desde 1983. Al analizar la evolución de mediano plazo en las principales 50 compañías del país, constatamos que “solo 13 de las empresas que ocupaban posiciones en las primeras 50 de 1976 seguían integrando el ranking en 2015. (…) solo 4 de estas 13 habían logrado escalar posiciones” (Castellani y Heredia, 2020: 473). Tras la recomposición ocurrida en la década de los noventa, el empresariado conoció un período de cierta consolidación durante la década kirchnerista. Fue el gobierno de Mauricio Macri, con la introducción de políticas de liberalización, el que volvió́ a trastocar la posición relativa de las empresas. En su análisis de la evolución de los precios sectoriales y de su impacto en la rentabilidad de las compañías, Cassini, García Zanotti y Schorr (2021: 212-213) evidencian grandes deterioros. Atenta al patrimonio de los ricos argentinos, la revista Forbes arroja una conclusión semejante. En sus palabras, el ranking argentino “refleja de manera elocuente el mayor proceso de destrucción de riqueza de su historia” (edición 2020). Los análisis del grupo de Piketty alcanzan las mismas conclusiones (De Rosa, Flores y Morgan, 2020).
¿Poder de qué? El desencuentro entre musculosos y gritones
Tasha Fairfield (2010) propone diferenciar dos formas de poder del capital. Por un lado, se refiere al poder estructural como la capacidad de sus poseedores de intervenir sobre la dinámica económica con las decisiones que adoptan para obtener ganancias. La principal fuerza estructural del capital es, según la autora, “la amenaza de desinversión”. Por otro lado, el poder instrumental remite a la acción colectiva de los capitalistas cuando se organizan para influir sobre las elites políticas y sus orientaciones. Dentro de estas estrategias cabe incluir la formación de asociaciones empresarias, el financiamiento de las campañas electorales, los lazos entre empresarios y funcionarios…
Quienes subrayan la beligerancia de la sociedad argentina suelen circunscribirla a la movilización y organización de los sectores populares. No obstante, también el empresariado desarrolló numerosas entidades que lo representan. Las primeras asociaciones se crearon a finales del siglo XIX para organizar y promover distintas actividades económicas del país. Cuando la conflictividad laboral fue en aumento, canalizaron las crecientes preocupaciones de los empleadores (Rapalo, 2012). El primer gobierno peronista contribuyó doblemente a relanzar la asociatividad empresaria. Por un lado, impulsó a las cámaras sectoriales a convertirse en la contraparte de los sindicatos en las convenciones colectivas de trabajo. Por otro lado, en la medida en que el peronismo instituyó un rol fundamental del Estado en la orientación económica, los representantes sectoriales se convirtieron en interlocutores, tanto al ser favorecidos como perjudicados por la acción estatal. Como muestra Novaro (2019: 94-95), con el correr del tiempo, las cámaras empresarias se multiplicaron y diversificaron: entre 16 y 25 nuevas entidades por década fueron creadas desde 1950 hasta 2000.
Este activismo solo dio lugar transitoriamente a alguna unificación. Las entidades centenarias ligadas a los grandes sectores de la economía (la Unión Industrial Argentina, la Sociedad Rural Argentina, la Cámara Argentina de Comercio, entre otras) siguieron teniendo mayor predicamento y presencia en la prensa y solo circunstancialmente lograron formar agrupamientos informales. Acercamientos de grandes empresarios se observan en los años 1980 con los Capitanes de la Industria o en los noventa con el Grupo de los 8 (con las ocho corporaciones centenarias). Aunque existan entidades más elitistas como la Asociación de Empresarios de Argentina (AEA) o el Instituto para el Desarrollo Empresarial de la Argentina, ninguno logra reivindicar la exclusiva representación del poder económico en el país, ni siquiera del más concentrado.
¿Hasta qué punto esta preocupación del empresariado por la organización gremial evidencia la fortaleza o debilidad del poder económico en la Argentina? Este asociativismo podría considerarse un trabajo adicional que enfrentan las elites en democracia. Pero plantear el tema en términos agregados sería un error. El poder económico no puede conjugarse en singular en la Argentina y sobre todo no puede darse por supuesta la coherencia entre capacidad estructural e instrumental de los distintos actores de la economía.
Precisamente el conflicto de 2008 ofrece un buen ejemplo. Pocos dudarían del poder estructural del sector agropecuario en la Argentina. No obstante, su poder instrumental era, hasta el conflicto por la 125, comparativamente débil. Las elites rurales amenazaron con no liquidar cosechas, intentaron evadir los controles, se movilizaron en reiteradas ocasiones contra el gobierno nacional. La Sociedad Rural Argentina ha sido una de las defensoras más consecuentes del liberalismo económico. El problema es que, por la naturaleza de su actividad, estos empresarios están arraigados al territorio. Así, más allá de sus reclamos, nada impidió que durante gran parte del siglo XX y lo que va del XXI las exportaciones agropecuarias fueran una de las actividades más gravadas por impuestos y sus productores tuvieran poca llegada a las altas esferas del poder político en democracia.
Lo opuesto ocurre con el sector industrial, cuyo poder instrumental ha sido mayor que su poder estructural. Una porción importante del empresariado manufacturero solo pudo desarrollarse en la Argentina gracias al amparo del poder público. Sin las condiciones ofrecidas por un mercado protegido, pocas industrias argentinas sobrevivirían. A su vez, la necesidad de negociar paritarias tanto como la obtención de ventajas estratégicas llevaron a estos empresarios a comprometerse activamente con la acción política. Esto no significa que haya primado un proyecto claro ni intereses comunes y durables. Si algo caracterizó al sector industrial fue la pluralidad de organizaciones y la fractura permanente de su principal entidad (la Unión Industrial Argentina).
El desajuste entre poder estructural e instrumental también se observa dentro del sector. La Unión Industrial Argentina (UIA) representa a las empresas grandes y la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) engloba a las pequeñas y medianas. En la medida en que las empresas más pequeñas son más numerosas y su supervivencia depende de sus representantes y de las decisiones estatales, los recursos y actividades de la CAME eran, hacia principios del siglo XXI, mayores que los de su par. Según nos comentó una asesora de ambas entidades, mientras la UIA tiene poco presupuesto propio (que proviene de las conferencias anuales y del aporte de los socios), la CAME se beneficia de un fondo de aportes de formación a los trabajadores descontado de los salarios. La UIA emplea a alrededor de 15 personas y la CAME más de 70. Los industriales contaban además con la ayuda de los sindicatos y la simpatía de gran parte de los dirigentes peronistas. En palabras del principal dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica en 2021, cercano por entonces a quienes ocupaban la Presidencia de la Nación, “cuando tienen un problema con el gobierno, los empresarios me llaman a mí. Y yo, con un par de llamadas, se lo resuelvo”.
Al analizar el poder económico queda en evidencia que los más musculosos no son siempre los más gritones y los más gritones no son necesariamente los más musculosos; o mejor dicho, que las dos formas de poder (estructural e instrumental) no necesariamente coinciden. El vaivén de las políticas macroeconómicas en la Argentina es expresión de fuerzas empatadas donde a veces se imponen los musculosos y a veces los gritones.
Esta fractura sectorial no debería llamar a engaño. Que desde el retorno a la democracia las elites económicas hayan permanecido tan dependientes de las cambiantes decisiones políticas significa que aprendieron a sacar ventajas del tembladeral. En términos instrumentales, los empresarios argentinos adoptaron, como señala Novaro (2019: 55), una relación con el Estado “cada vez más politizada y desinstitucionalizada”. Como revelan las entrevistas que realicé con empresarios de distintas actividades, la dinámica política les requiere una atención permanente: los que pueden se preocupan por tejer contactos, negociar decisiones o ventajas puntuales, acceder a información privilegiada; los que no, avanzan con cautela y prefieren evitar los riesgos de compromisos duraderos. Para aquellos que podrían invertir, la suspicacia es mayor: como lo revelan las tasas de interés a las que accede el país, los inversores requieren grandes retornos y a corto plazo.
Los costos de la inestabilidad económica para la democracia
Para quienes comparten una mirada optimista sobre el conflicto social, la Argentina se destaca por la relativa debilidad de sus elites y la capacidad de movilización de sus mayorías. Esto suele atribuirse a la importancia del peronismo, un movimiento político con votantes leales y capacidad para ganar elecciones, con potencia gremial para desafiar a los empleadores y sostener la legislación laboral y con una influencia simbólica que enaltece el igualitarismo y rechaza las jerarquías. La consolidación de la democracia a partir de 1983 restó además a las elites económicas una alternativa a la que habían recurrido con frecuencia desde 1930: la intervención de las Fuerzas Armadas. Sin esa autoridad de sustitución, el poder económico tuvo que aprender a convivir con las libertades civiles y políticas y a seducir a dirigentes políticos y mayorías electorales para sostener o promocionar sus intereses.
Varias evidencias respaldarían esta confianza en el progreso a través de la confrontación. El índice de Gini indica que la Argentina presentaba, en 2019, valores más bajos de desigualdad que Brasil, México y Chile. También es innegable que sus índices de desarrollo humano eran altos, superiores al promedio de la región y cercanos al promedio de la OCDE. Estas condiciones sociales se vinculaban con instituciones de protección laboral y social, que se encontraban entre las más extendidas de la región. El sostén de las retenciones, el proyecto de la 125, la adopción de un aporte extraordinario para las grandes fortunas en 2021 serían expresiones locales de un reclamo progresista global y de la capacidad de las dirigencias argentinas de imponer mayores cargas a los más ricos.
No obstante, si analizamos los indicadores socioeconómicos a lo largo del tiempo, la situación de la Argentina resulta menos ejemplar. Los límites del crecimiento del país son los más conocidos. Comparado con los promedios regionales, la Argentina ha experimentado, en las últimas cinco décadas, un relativo estancamiento de la economía. También las condiciones sociales presentan una evolución negativa. Por un lado, la evolución de la desigualdad por ingresos revela que mientras otros países de la región lograron reducir las distancias entre los que más y menos obtienen, en la Argentina las conquistas se revelaron más fugaces y las tendencias más regresivas. Por otro lado, si bien el país presentaba mayores protecciones laborales, los niveles de informalidad laboral no cejaron: casi la mitad de los ocupados tenían una inserción informal (Beltranou y Casanova, 2013: 38). Si se toman datos de pobreza urbana, hacia 2018-2019, la Argentina se encontraba por encima del promedio regional, con casi un tercio de la población pobre, un porcentaje superior al de Brasil (menos del 20%) y Chile (alrededor del 15%).
Aunque revista explicaciones diversas, esta regresión bien puede relacionarse con el desorden económico, la naturaleza del capital y su relación con el Estado argentino. Intentando terciar entre las perspectivas que señalan la impotencia u omnipotencia de las elites socioeconómicas del país, José Nun planteó que estos grupos no revisten una identidad definida. Señalaba, sin embargo, que quienes lograban consolidarse en distintos negocios terminan desarrollando “esa orientación cortoplacista de índole especulativa, guiada por el lucro rápido antes que por la inversión productiva” (Nun, 1987: 112-113). En momentos de agotamiento, cuando comienzan a sonar algunas alarmas, las corridas financieras, los estancamientos prolongados, el incumplimiento generalizado de las responsabilidades tributarias y laborales son la contracara de un Estado que no logra construir un orden estable.
Otras dos características diferencian a la Argentina entre sus pares y no suelen considerarse a la hora de evaluar a sus instituciones. Por un lado, los niveles de inversión se encontraban en 2019 ligeramente por debajo de los niveles promedio de la región, pero presentaban la contracción más significativa desde los años setenta a la actualidad. La Argentina presentaba valores de inversión superiores a sus pares latinoamericanos y cercanos a Francia o Estados Unidos en los setenta para ubicarse, cincuenta años más tarde, en niveles inferiores a todos sus vecinos. Por otro lado, si la evasión y la elusión se afirman como un rasgo de las economías globalizadas, no aquejan a todas por igual. Los especialistas calculan que cerca del 10% del producto bruto del mundo se encuentra en guaridas fiscales, la proporción escala al 50% en la Argentina. De manera legal o ilegal, la externalización de activos (Gaggero, Rúa y Gaggero, 2015) es uno de los rasgos más sobresalientes de quienes (argentinos o no) hacen negocios en el país.
En toda sociedad capitalista, el capital y sus gestores se orientan a través del cálculo a la acumulación de ganancias. La novedad en América Latina es que a la inserción subordinada en el comercio internacional se sumó un escenario financiero más líquido donde las monedas y los mercados de capitales locales enfrentan nuevas oportunidades y amenazas. En este marco, las elites socioeconómicas de la Argentina se singularizan por actuar en un contexto de gran inestabilidad. Eso no significa que siempre ganen los mismos o nunca pierdan. Lo particular del juego económico de este país es que sus partidas son más cortas y los resultados más provisorios. Hay quienes ganan y pierden según qué actividad desarrollen, pero también según la capacidad de escapar a tiempo de los cambios que los perjudican.
Estos 40 años de democracia coincidieron con transformaciones que consolidaron el poder estructural del gran capital. El poder económico tiene un tablero más global, incrementó notablemente los márgenes de explotación gracias a las nuevas tecnologías, cuenta con las finanzas como estrategia de valorización sin contacto (directo al menos) con las grandes masas. En este escenario, la inestabilidad argentina tiene costos sociales cada vez más altos. Reconocerlo no es claudicar, es un primer paso para forjar nuevas herramientas para la construcción de una sociedad más justa.
Bibliografía de referencia
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Fuente: Voces en el Fénix - Octubre 2023