El resultado del talento de nuestros científicos

Ana María Vara
Estamos en el cielo, pero no es un milagro. Que la Argentina sea el primer país latinoamericano en construir sus propios satélites de telecomunicaciones es el resultado del talento de sus científicos y tecnólogos, la persistencia en el esfuerzo a través de décadas y recurrentes disrupciones, y las políticas públicas que pusieron la autonomía tecnológica como condición del ejercicio pleno de la soberanía. No estamos en el espacio por casualidad. Detrás del ArSat 1 y de los otros dos que le seguirán hay una empresa estatal creada en 2006, una miríada de grupos de investigación y desarrollo, y también Investigación Aplicada SE (Invap), una empresa mixta que resulta un desprendimiento de la política nuclear iniciada en la década del cincuenta y que atravesó los desindustrializantes noventa consolidándose para reemerger con la venta de un reactor de investigación a Australia en 2000. No es un sueño tardío: la Argentina comenzó a lanzar cohetes a fines de los sesenta, puso en marcha el misil Cóndor después de la Guerra de Malvinas, organizó la Comisión Nacional de Actividades Espaciales en los noventa. Algunas líneas de continuidad se interrumpieron, pero no se perdió la decisión. Se critica que hay componentes importados, ocultando que las cadenas de valor tecnológicas son hoy globales. Los entendidos saben, sin embargo, que el valor está en el diseño, que es totalmente nacional. La Argentina salió a reclamar los puntos orbitales que le correspondían y que corrían riesgo de perderse por una mala herencia de los noventa. ArSat 1 ocupará la posición de 72° de longitud oeste sobre el ecuador y atenderá todo el territorio nacional, incluidas las islas Malvinas y la Antártida. ArSat 2, la posición 81, y cubrirá gran parte de América del Sur y del Norte. ¿Por qué son apenas ocho los países que pueden construir este tipo de satélites? Se trata de una tecnología muy exigente: los satélites geoestacionarios -es decir, que se mueven sincronizadamente con la Tierra, ocupando un punto fijo en el cielo- están ubicados a 36.000 kilómetros de distancia, fuera de la protección de la atmósfera y del campo magnético terrestre. Están a la intemperie espacial, sometidos a fuertes radiaciones. Y para llegar tan alto, tienen que soportar las tremendas vibraciones del despegue. Hay muchos aspectos para destacar de este "no milagro". Cerremos con apenas una. La sala de pruebas que imita las condiciones de despegue y vida en el espacio exterior se construyó en Bariloche, y quedará a disposición para futuros emprendimientos. Y está abierta, con visitas guiadas para distintas edades, para todo el que la quiera conocer. Porque el conocimiento debe compartirse. La autora es investigadora del Centro de Estudios de Historia de la Ciencia José Babini de la Unsam.

La Nación - 15 de octubre de 2014

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