El subdesarrollo del desarrollo
A dos años del Huracán Katrina
No hay nada igual a una catástrofe para medir la respuesta de una comunidad, la fuerza de sus redes sociales y el alcance de su sensibilidad; su capacidad de organización y desempeño económico y también sus límites. El impacto del huracán Katrina en el Golfo de México, en la mañana del 29 de agosto de 2005, dejó inesperadamente al descubierto las fallas humanas, las miserias y las debilidades institucionales del país más poderoso del mundo.
Un día después de haber tocado tierra en el estado sureño de Louisiana, el golpe certero del Katrina provocó lo que los expertos habían advertido como el mayor de los peligros. Los vientos del ciclón presionaron violentamente los diques que separan el lago Pontchartrain de Nueva Orleans y las grietas abiertas en las moles de cemento fueron la convocatoria a la catástrofe en la ciudad.
En pocas horas, el 80 por ciento de la ciudad cuna del jazz quedó bajo las aguas. Durante los días que siguieron, el mundo pudo ver atentamente a través de los medios de comunicación cómo una población pobre, en su mayoría negra y desamparada, pedía inútilmente ayuda desde los techos de sus casas en los barrios más humildes, al tiempo que el sistema político y asistencial de Estados Unidos también hacía agua, en dramática sincronía.
Sin capacidad de reacción, el presidente republicano George W. Bush –reelecto apenas unos meses antes– seguía espasmódicamente los pasos devastadores del Katrina por TV desde su rancho de Crawford (Texas), en donde pasaba sus vacaciones; la exasperada gobernadora de Louisiana, Kathleen Blanco, culpaba a Ray Nagin, alcalde de Nueva Orleans, por la hecatombe, mientras él le transfería la responsabilidad al gobierno federal y a la FEMA, el organismo nacional a cargo de las emergencias, cuyo director era Michael Brown, inexperto absoluto en la materia y habilitado por el único crédito de ser amigo presidencial.
La llegada del Katrina al sur más pobre de Estados Unidos despertó la “pena negra”, alertargada desde los 60: el racismo estructural de la sociedad norteamericana. La peor catástrofe natural en la historia de EE.UU. dejó más de 1.800 muertos, centenares de miles de evacuados que en su mayoría aún no pudieron volver a casa y cifras récord en pérdidas materiales.
Dejó, también, la perplejidad que todavía perdura por las corridas y la escasez propias del subdesarrollo en pleno corazón del imperio. Y, fundamentalmente, puso en evidencia el de-samparo en el que viven las clases más desfavorecidas en un país que propicia el culto a los ganadores y los héroes pero que condena a la indiferencia a quienes –por motivos que incluyen en primer término la discriminación por raza– no consiguen hacerse un lugar en el sistema.
La tempestad
Mes de agosto, plena temporada de huracanes. El Katrina había golpeado duro en Florida y todo indicaba que su paso por el resto de los estados del sur podía ser destructivo y hasta mortal. Ante esta perspectiva, entre el 26 y el 27 de agosto los estados de Louisiana y Mississippi decretaron el estado de emergencia y la gobernadora de Louisiana, Kathleen Babineaux Blanco, le solicitó al gobierno de Bush que declarara la emergencia federal.
Con el alerta en marcha, las zonas más ricas pronto quedaron vacías. El 90 por ciento de los habitantes blancos de Nueva Orleans tenía automóvil, lo que les permitió salir por sus propios medios relativamente sin dificultad y temprano, en cuanto la televisión dio las primeras noticias. Muchos se habían ido incluso antes de que Nagin decretara la evacuación forzosa. En cambio, el 52 por ciento de los habitantes negros de Nueva Orleans no tenía ni auto propio ni acceso al de algún familiar como para emprender el éxodo individualmente.
Agrupaciones de defensa de derechos civiles denunciaron luego del Katrina que la ausencia de una política de evacuación eficaz permitió que muchas familias blancas partieran dejando sus segundos autos abandonados, en lugar de cederlos a la parte de la población que no tenía cómo salir de la ciudad sitiada por el agua. La falta de planes de evacuación y defensa civil coherentes permitió que aquellos autos se perdieran bajo el agua, en lugar de servir como transporte para los necesitados. De los casi 460 mil habitantes de Nueva Orleans, alrededor de 100 mil quedaron atrapados.
Ordenada la evacuación por todos los medios, la mayoría de los habitantes de clase baja comenzó a abandonar sus casas rumbo al Superdome, el mayor estadio cubierto de la ciudad, un símbolo deportivo algo ajado por el tiempo y sin las necesidades básicas para albergar a miles de hombres y mujeres por varios días, pero por entonces la única construcción cubierta en donde se podía concentrar un número importante de personas. Para las autoridades locales, el Superdome cumplía los requisitos del llamado “último recurso”. Una cifra significativa de vecinos halló también refugio en el Centro de Convenciones.
Para medir el impacto social del Katrina, hay que considerar también la fecha en que tuvo lugar la catástrofe. El ciclón golpeó a fin de mes, en una ciudad con alta tasa de desempleo y una gran cantidad de la población viviendo del subsidio estatal, por lo que las enormes mayorías ya estaban a esa altura sin cupones de comida ni billetes de ningún tipo para enfrentar la situación.
Al mismo tiempo, pese a que decenas de miles enfilaban –con almohada y frazada propia, como lo pedían desde los medios de comunicación– hacia el megaestadio que pronto se convertiría en un infierno demográfico, otros miles tomaban la decisión de quedarse a defender lo poco o mucho que tenían, pese a la obligatoriedad de evacuar.
Acostumbrados a las temporadas de tormentas y huracanes más o menos controlables, nadie alcanzaba a comprender todavía la magnitud del desastre que se avecinaba. Pero además, las autoridades habían hecho poco y nada para que la población fuera consciente de que era inminente una catástrofe.
Esa tarde, desde Miami, el director del Centro Nacional de Huracanes Max Mayfield advirtió por videoconferencia al presidente George W. Bush, a su amigo y responsable de la FEMA Michael Brown y a Michael Chertoff, director del Departamento de Seguridad Interior (del que depende la FEMA), que el impacto del Katrina en Louisiana podía ser fatal, ya que por falta de mantenimiento adecuado los diques del lago Pontchartrain no estaban preparados para resistir la tempestad.
La misma denuncia había realizado tiempo atrás el Cuerpo de Ingenieros del Ejército, en una queja por la reducción del presupuesto que Washington había emprendido pese a los malos pronósticos, tironeado entre otras cosas por la prolongación de la guerra en Irak y para compensar los recortes en la política tributaria con los que las clases más pudientes fueron favorecidas desde la llegada al poder de los republicanos, en 2001.
Más allá de los malabarismos presupuestarios, hay realidades contundentes: el 70 por ciento del territorio de Nueva Orleans está bajo el nivel del mar y la alarma por una posible falla de los diques ante una tormenta de proporciones estaba lanzada desde mucho tiempo atrás. El Katrina era una fatalidad anunciada.
*Hinde Pomeraniec, licenciada en Letras por la UBA, periodista y una de las conductoras de Visión 7 Internacional, de Canal 7. Autora de Katrina, el imperio al desnudo. Racismo y subdesarrollo en Estados Unidos. Editorial Capital Intelectual.-
Fuente: [color=336600]Diario Perfil – 26.08.2007[/color]