Este glorioso fracaso podría ser todavía la hora más señera de Escocia
Salieron en tropel a contener, en un último y estoico esfuerzo en defensa de la unión, la marea aparentemente irresistible que llevaba a la independencia. Los votantes del “no” deberían saludar ante el público: le han concedido al establishment del Reino Unido una prórroga que la deprimida, confusa y débil campaña del “no” ciertamente no se merecía.
Le han comprado tiempo a la unión y muchos de ellos, gente que apoyará habitualmente el statu quo, se sentirá simplemente aliviada. Hay otras personas en este grupo dispar, que quieren cambios pero decidieron darle al establishment otra oportunidad, que mirarán con entusiasmo al sur para ver lo que se ofrece.
Juntos o separados, pero ya sin el motor de los sueños
Si hay dos individuos en el mundo que deberían ser prudentes a la hora de evaluar el resultado del referéndum independentista en Escocia, ellos son el jefe de gobierno británico David Cameron y su colega español Mariano Rajoy.
Sería una torpeza para ambos suponer como un triunfo propio la victoria en esa consulta de la opción contraria a la emancipación.
O de igual modo, convencerse de que la derrota del Sí regresa todo hacia atrás y al olvido. Esta iniciativa rupturista ha tenido un fuerte valor simbólico y el referéndum no ha hecho más que potenciarlo. A partir de ahora marcará el paso y quizá hasta la agonía del gobierno de coalición pero tory de Londres.
Es en ese complejo espejo donde debería mirarse Rajoy, en especial cuando esgrime su decisión irreductible de bloquear cualquier consulta similar en su país.
Aunque la circunstancia escocesa y catalana no es totalmente equiparable, sí es posible compararlas en lo que tienen de fuertes parecidos. Ese territorio español votó ayer la legislación para su propio referéndum el 9 de noviembre. El desafiante llamado a las urnas será recurrido ante el Tribunal Constitucional, que lo vedará. Pero la cuestión central no es ese límite que claramente no es lo que acabará con el conflicto.
Estos fervores independentista s con ecos en la Padania italiana, en Bélgica o en El País Vasco por citar sólo los ejemplos más resonantes, no nacen de un capricho coyuntural o producto de entusiasmos idealistas. Hay de eso, por cierto, pero la clave son las condiciones objetivas que los hacen posibles más ahora que antes. Y eso es el rechazo a cómo suceden las cosas desde los centros de poder.
En las dos situaciones, Escocia y Cataluña, se combinan los intereses de los establishment locales, por cierto más autonómicos que independentistas, y de las poblaciones en general para romper con las estructuras dirigenciales nacionales que no responden a las necesidades domésticas, no las comprenden, y en general las ignoran. No hace faltar ir demasiado lejos para advertir los abismos que la soberbia abre en la política.
El ejemplo escocés es nítido sobre aquellas contradicciones. La región tiene fortaleza económica propia debido a su riqueza petrolera a niveles que explica más del 90% de los ingresos totales de energía de Gran Bretaña. En el listado de los 34 países de la Organización para el Desarrollo Económico, una Escocia independiente figuraría octava, cerca de las mayores economías del globo y no sólo por su energía. Pero ese revestimiento es sólo una parte de lo que está en debate. La región ha tenido una histórica línea política inclusiva de tonos socialdemócratas que choca con la visión concentradora y de desmonte de cualquier alternativa de welfare que define la brújula de Cameron. Esa es una de las razones de que la región haya elegido sólo a un diputado tory conservador entre los 50 que conforman el bloque del territorio en el Parlamento de Westminster. El dato tiene otros aspectos. En Escocia el partido nacionalista del ahora renunciante primer ministro Alex Salmond eliminó las tasas universitarias, lo que ha permitido que los jóvenes puedan estudiar sin que sus familias quiebren por los costos. Esa es una de la causas medidas por el diario The Guardian cuando determinó que cerca de 60% de los menores de 34 años están a favor de la ruptura. Aún más si se tiene en cuenta que tanto lo que se devuelve en impuestos a la región que los genera, como las decisiones de programación económica que dispone Londres para todo el reino, disparan una multitud de complicaciones de nivel social que el idealismo emancipatorio esperaba aliviar si Escocia fuera un país.
No lo será, entre otros causas debido a que Cameron, cuando advirtió que el quiebre era más que una posibilidad, corrió a Edimburgo, donde jamás iba, a prometer todo tipo de poderes autonómicos.
Eso hizo consistente el voto por el No. Es una deuda que ahora deberá honrar, porque si no lo hace este proceso no haría más que recomenzar. Pero si lo hace chocará de frente con su partido y su endeble estructura política se desplomará. Entre las ofertas a Escocia hay avales para un incremento del nivel de gasto público por encima de lo que se permite a los otros territorios. La reacción en la dirigencia conservadora ha sido de todo menos amable con Cameron. La ministra Claire Perry, una de las líderes de la revuelta tory, denuncia como injusto que otras regiones deban pagar la “bolsa de regalos” del premier. Es por todo esto que no se debe simplificar con el dato general del resultado del referéndum.
Es mucho más lo que trasciende desde esas urnas.
En España, la demanda catalana tiene condimentos semejantes y algunos de ellos más marcados. Esa región es responsable del 18,6% del PBI español. La demanda autonomista es por la baja de los impuestos pero, de modo esencial, por una modificación radical del sistema de coparticipación.
Algo que los vascos hace rato que consiguieron, aunque, como es sabido, van siempre por más. Este duelo catalán preanuncia un camino de conflictos inevitables entre Barcelona y Madrid en términos muy diferentes y graves a lo que acabamos de ver en Escocia.
Hay otra dimensión que debería ser observada. La emergencia de estos conflictos desmonta la noción idealista que está en los cimientos del sueño integrador de la Unión Europea y de la moneda común.
Nada menos que el avance a una “constelación posnacional” como la ha llamado el sociólogo Ulrich Beck en su último libro que honra a su amigo Habermas. Un mundo en el cual la cuestión cosmopolita superaría las fronteras. Pero se está retrocediendo de esas metas en gran medida por la reconfiguración del mundo desde la crisis de 2008 que produce una concentración del ingreso tal que aumenta la deuda social y la consecuencia del blindaje nacionalista e incluso neo fascista, una deriva que se multiplica en Europa.
Puede haber, sin embargo, una buena noticia. Un catalán de nota, fuerte autonomista, comentó a este cronista una idea singular: independentismo y nacionalismo no van por la misma vereda y puede existir uno sin el otro. De modo que el ideal sería llegar a aquella amplia integración pero desde la autodeterminación y control de las propias fuerzas dejando a un lado la peligrosa trampa del nacionalismo. Para reflexionar.