Europa, entre la xenofobia y el miedo a perder su identidad cultural
Pero más allá del caso helvético, es toda Europa que, acechada por sus viejos demonios, se siente tentada a replegarse sobre sí misma.
"Cuando Europa tiembla, Suiza estornuda", estimaba la semana pasada el economista y ex primer ministro belga Mark Eyskens. La caja fuerte de un continente rico y cada vez más viejo tiene tanto miedo a su futuro que proyecta en los extranjeros todos sus fantasmas. Ese proceso es tan agudo que, esta vez, sus víctimas ya no son árabes, latinoamericanos o africanos, sino los propios europeos.
Suiza adoptó, en 2002, un acuerdo de libre circulación con la Unión Europea (UE). En virtud de ese texto, la Confederación Helvética tiene libre acceso al mercado europeo, pero también debe acoger sin restricción a todos los ciudadanos de la UE que quieran viajar o instalarse por razones laborales o familiares.
Ese acuerdo estalló en pedazos el domingo pasado cuando el 50,3% del electorado aprobó la propuesta de la populista UDC de restablecer un freno a la inmigración -en su mayoría constituida por alemanes, italianos, portugueses y franceses-, así como al derecho de asilo. Las consecuencias de esos resultados significarán un duro golpe para la economía suiza, que realiza el 60% de su intercambio con los 28 países del bloque.
Con ocho millones de habitantes, los dos millones de extranjeros presentes en el territorio representan un cuarto de la población suiza, una proporción más elevada que en otros países europeos, como en Irlanda (15%) o Francia (6%).
No obstante, el método adoptado parece malsano porque consiste en discriminar y castigar sin derecho a la defensa a todos los extranjeros.
Ese fenómeno es en parte producto de la globalización, con sus cortejos de miserables, obligados a ponerse el atado de ropa sobre el hombro y partir para poder sobrevivir. Y Europa -que durante siglos fue también una tierra de emigración- sabe perfectamente de qué se trata.
"El miedo es el eterno enemigo del progreso y de la humanidad -afirma el filósofo Guillaume Le Blanc-. Casi genético en el hombre, ese temor aparece apenas se resquebraja el barniz de la civilización. Y siempre se manifiesta de la misma forma: miedo a perder sus bienes, sus mujeres y, en su versión moderna, miedo a perder su trabajo."
Tal vez el resultado del voto suizo deba ser interpretado de esa forma, como la franca expresión de la profunda angustia que afecta a toda población en períodos de vertiginosos cambios.
"Mediante ese voto, los suizos mostraron su voluntad de defender su modelo de sociedad contra todo. Y en particular contra la globalización y los flujos inmigratorios", explica el politólogo suizo Pascal Sciarini.
Esa angustia puede ser comprensible, pero susceptible de transformarse en pesadilla si, alentadas por el ejemplo suizo, otras decisiones similares comenzaran a florecer a lo largo del continente.
Se trata en todo caso de una temible advertencia, 19 semanas antes de las elecciones europeas, que los partidos de extrema derecha piensan transformar en victoria. Apenas conocidos los resultados, Marine Le Pen, presidenta del partido xenófobo Frente Nacional (FN) francés, aplaudió a los electores suizos "por dar muestras de gran sentido común".
Como Le Pen, toda la extrema derecha euroescéptica cantó victoria. Desde el líder del PVV holandés, Geert Wilders, hasta Nigel Farage, presidente de UKIP, el partido antieuropeo británico, que saludó "una maravillosa noticia".
Consternada, como el resto de los demócratas europeos, la canciller alemana, Angela Merkel, reconoció públicamente que el voto suizo planteaba "problemas considerables".
Argumentos simplistas
Para Mark Eyskens, existe en Europa "una ola de fondo, mezcla de nacionalismo y populismo, que demuestra que el funcionamiento de la democracia pluralista enfrenta serios problemas".
En un mundo cada vez más complejo, los argumentos simplistas -como los utilizados por la UDC suiza- tienen impacto. "El populismo es la manipulación de los temores y miedos mediante argumentos irracionales. Pero a veces tiene éxito", reconoce José Manuel Barroso, presidente de la Comisión Europea.
El problema es que, sumergidos en sus calendarios electorales y luchas internas, los partidos tradicionales europeos han sido hasta ahora incapaces de dar respuesta a esas formaciones xenófobas.
Pero el debate sobre las carencias de la democracia moderna oculta otro tabú. ¿Existe acaso un umbral de tolerancia, un nivel máximo de asimilación de extranjeros en un territorio? Es, en realidad, el interrogante que abre el voto de los suizos, espantados de ver cambiar a velocidad supersónica las costumbres y el paisaje de la tierra que los vio nacer.
La Nación - 16 de febrero de 2014