Fin de ciclo

Alfredo Zaiat
La sentencia “fin de ciclo” es una obsesión que recorre el discurso político de candidatos y analistas en estos meses electorales. Si quienes la vocean pudieran darle más contenido que al deseo de un cambio de gobierno, sería más esclarecedor. Podría determinarse qué encierra esa noción de cierre de un período político. En ese espacio conceptual tan abierto ingresa la idea de la culminación de la experiencia kirchnerista; la renovación del gobierno con otra figura política en 2015 porque no hay reelección presidencial; la advertencia de que en los próximos dos años de gestión el Gobierno no pretenda avanzar con iniciativas incómodas al poder económico, como sucedió posteriormente a los dos comicios anteriores, en 2009 y 2011; la presión para que en el período hasta las próximas elecciones presidenciales se instrumenten las medidas de ajuste reclamadas por el establishment.

Pueden ser cada una de esas interpretaciones o una mezcla de ellas la que encierra la muletilla ‘fin de ciclo’. Aunque también puede ser otra no verbalizada en la reiteración diaria de ese concepto. Una en clave socioeconómica. La pretensión es que lo que debe culminar ahora sin esperar los próximos dos años, por eso lo afirman como si fuera algo presente el comienzo de una nueva etapa política a partir del resultado de elecciones de medio término, es la aspiración de seguir avanzando en el reparto del ingreso. Ese anhelo está encubierto en quejas de empresarios y banqueros sobre la disminución de la rentabilidad de su actividad, y una de las razones que esgrimen es el aumento de los costos laborales en dólares, eufemismo de salarios. O sea, sin explicitarlo porque saben que no es simpático, quieren fuerte devaluación, contención salarial y, por lo tanto, revertir las mejoras en la distribución del ingreso.

El análisis sobre la rentabilidad empresaria tiene un abordaje histórico y otro en término de la esperada para los próximos años. El ciclo kirchnerista ha permitido una recuperación acelerada de la actividad económica con utilidades elevadas en diferentes rubros. Para el empresario y banquero esas ganancias son el pasado. Por eso la apelación del Gobierno acerca de que la han levantado con pala durante estos años para inducirlos a una mayor vocación inversora no tiene efectividad. Lo que les interesa es cuánto podrán ganar en adelante. Esto es cuánto más y no cuánto menos por la revitalizada puja distributiva.

Esta es la tensión central del actual momento económico, con su correspondiente expresión en la arena electoral. Está en disputa cuál será el dinamismo de la distribución de la riqueza en los años siguientes, que dependerá de la orientación de iniciativas vinculadas a subsidios, paritarias y cobertura social. En esa línea, enajenados por el repiqueteo diario, un sector del empresariado asume como propio el discurso ortodoxo de la necesidad de una brusca devaluación de la moneda y el ajuste fiscal vía reducción de subsidios y contención del salario, medidas que afectarían el nivel de su actividad asociado con la fortaleza del mercado interno. La reducción de subsidios a los sectores medios y bajos, alentada por una concepción conservadora de las cuentas fiscales, implicaría un menor ingreso disponible. Si se agrega limitar la negociación paritaria con el argumento del estrechamiento de la rentabilidad, el sendero propuesto es disminuir el ritmo de crecimiento económico por debilitamiento de la demanda interna.

La depreciación brusca del tipo de cambio, o sea desplazar la actual política de administración cambiaria por una variación fuerte e inmediata de la paridad, reduciría el salario. Esta medida sólo beneficiaría a los grupos empresarios con estrecha relación con el mercado internacional, puesto que ellos consideran al salario como un costo de producción y no una variable relevante de la demanda agregada impulsora del crecimiento del mercado interno. De esa forma pueden desligar el destino de su actividad de la situación laboral y económica local.

La preservación de elevados niveles de rentabilidad futura puede obtenerse mediante inversiones que incrementen la productividad, opción de mediano plazo, o reduciendo la incidencia del salario en el cuadro de resultados. Esto último pueden lograrlo a través de acuerdos paritarios a la baja en términos reales, escenario complicado de desplegar debido al fortalecimiento de la organización sindical y bajo desempleo, o forzando una brusca devaluación.

La vía cambiaria ha sido el mecanismo más eficaz de redistribución regresiva del ingreso en democracia; en la última dictadura fue con represión, congelamiento del salario, devaluación y liberalización de los precios. Las opciones del poder económico se han estrechado.

El último gran ajuste del tipo de cambio fue en 2002 con Eduardo Duhalde y su ministro de Devaluación y Pesificación Asimétrica, José Ignacio de Mendiguren, que provocó una profunda transferencia de ingresos del trabajo al capital. El último informe del Centro de Investigación y Formación de la República Argentina (Cifra-CTA) precisa que ese brusco cambio en la paridad resultó una caída de 7,2 puntos porcentuales en la participación de los trabajadores en el Producto Bruto Interno. Luego describe que, a partir de 2003, la elevada generación de puestos de trabajo y la recomposición de los salarios posibilitaron, en el marco de un acelerado ritmo de expansión de la actividad económica, una recuperación del terreno perdido tras el estallido de la convertibilidad. Destaca que, ya en 2007, el peso de los salarios en el Producto Bruto (39,5 por ciento) superó el nivel de 2001 (38,5 por ciento). Afirma que “transcurrido el conflicto del agro, en el marco de la crisis mundial, la desaceleración del crecimiento de la economía argentina, el agotamiento de la capacidad instalada ociosa y la recomposición de los salarios reales, se intensificó la puja distributiva entre el trabajo y el capital”. Señala que esa puja ha tenido la particularidad de que los incrementos salariales fueron compensados por los avances de la productividad. “Tan es así que, tras un leve descenso en 2010 y 2011, la participación de los asalariados alcanzó el 39,0 por ciento del Producto Bruto en 2012, un nivel similar al registrado en 2008”, concluye.

Este es el umbral que parece que no puede quebrarse (ver gráfico), y cualquier experiencia o ciclo político que pretenda cruzarlo va generando fuertes resistencias en grupos que tienen claro, más allá de las declaraciones de compromiso, hasta dónde piensan que se puede avanzar en la distribución del ingreso.

No están hablando entonces del fin de un ciclo político. Esa definición expresa en realidad el deseo de terminar con la pretensión de seguir mejorando el reparto de la riqueza.

Página/12 - 20 de octubre de 2013

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