“Fin de la etapa rosa” / Axel Kicillof*
Para un país pequeño y esencialmente “abierto” a los flujos del comercio exterior, el tipo de cambio, lejos de ser un “precio más”, se transforma en una variable de vital importancia en el proceso económico. Un ejemplo reciente sirve para ilustrarlo: durante la década de 1990, la sobrevaluación del peso significó la ruina para la producción y el empleo domésticos, ya que el “dólar bajo” abarató consecuentemente todos los productos extranjeros, desencadenando así una avalancha de artículos importados y, al mismo tiempo, encareciendo la producción argentina en el exterior, con la consiguiente pérdida artificial de competitividad.
El desplome de la convertibilidad abrió las puertas a una etapa de crecimiento y algunas tendencias se quebraron. La mejor muestra está en la nueva expansión que dio lugar a la creación de más de 3 millones de puestos de trabajo. Buena parte de esta bonanza puede atribuirse al cambio en las condiciones del mercado mundial: el volumen de las exportaciones pasó de rondar los 25 mil millones de dólares en 2001 a superar los 55 mil millones en 2007.
Los países productores de commodities enfrentan una verdadera oportunidad, aunque no todo es color de rosa. Las ventas externas a precios inéditos generan un formidable flujo de riqueza y muchos de los acontecimientos ocurridos en la región pueden explicarse como el resultado de las pujas para apropiarse de esa riqueza; casos como el de Venezuela y Bolivia lo muestran con crudeza. En la Argentina, la cuestión del tipo de cambio se encuentra en el centro de este conflicto. El aumento de las exportaciones genera una corriente de dólares que ingresa en la economía y tiende a reducir el tipo de cambio. Sin embargo, desde la devaluación de 2002, el Gobierno ha sostenido, a contramano de esta tendencia, un “dólar caro”. Esta política favoreció la industria local: los productos extranjeros se encarecieron, fomentando la producción para el mercado interno, y los productos locales se abarataron en el exterior favoreciendo las exportaciones.
Para sostener esta cotización, el Banco Central y el Tesoro deben intervenir comprando dólares que engordan las reservas internacionales. En los debates recientes se pasó por alto que una vez que el tipo de cambio nominal viene fijado por el Gobierno, se produce una modificación de los precios internos que exige la aplicación de otras medidas complementarias para repartir más equitativamente los frutos del crecimiento.
Empecemos por los exportadores. El “dólar caro” multiplica su facturación y sus ganancias en pesos. Sin embargo, si se los deja vender sus productos en el mercado interno al precio internacional, los consumidores locales sufrirían por la elevación de los precios mundiales. Las retenciones sirven para compensar los beneficios creados por la devaluación, evitando que sus costos se descarguen sobre los que ganan en pesos, en particular los asalariados.
También, quienes producen para el mercado interno reciben un “subsidio cambiario”, que los protege de la competencia. El crecimiento de la economía incrementó la demanda dirigida a la industria local, dejando espacio para que los precios aumenten. Estos aumentos deberían incentivar la inversión; no obstante, es preciso implementar el control de los precios domésticos en las industrias concentradas. Las voces de la ortodoxia rechazan las retenciones por “expropiatorias” y los controles de precios por “distorsivos”. Piden que el Estado deje las cosas en libertad. Pero no ven –o, mejor dicho, pretenden ocultar– que la actual política cambiaria, si no viene acompañada de otros instrumentos de intervención, garantiza sólo beneficios para unos pocos.
La política económica basada casi exclusivamente en el tipo de cambio tuvo indudablemente buenos resultados en términos de crecimiento. Pero su etapa “rosa” está llegando a su fin. Los aumentos de precios fueron limando la competitividad y los beneficios de la protección, porque con una paridad fija reducen el tipo de cambio real. Peor aún, aunque el empleo se expandió, los salarios no lograron siquiera superar, en términos reales, el techo de la década de 1990. En la actual discusión, la ortodoxia atribuye todas las dificultades a la intervención del Estado y reclama “enfriar” la economía a través de la contracción del crédito, del gasto público y de los salarios. Se equivocan. A todas luces es necesario trascender la simple receta del “dólar caro”, pero para convertir al crecimiento actual en un verdadero proceso de reindustrialización.
*Licenciatura en Economía. Facultad de Ciencias Económicas, UBA. Doctorado en Doctorado, Facultad de Ciencias Económicas, UBA. Es miembro de CENDA. akicillof@gmail.com
Fuente: [color=336600] Página 12 – 25.08.2008 [/color]