Italia - Izquierda: el abismo entre movimientos y representación política
Todos lanzamos –a qué a negarlo— un suspiro de alivio cuando en el Senado se alcanzó el voto ciento sexagésimo segundo. Y Prodi se volvía a levantar. Y Berlusconi se arrugaba. Y la pesadilla de un pasado que no acaba de pasar se desvanecía. Habría que ser masoquista para no compartir esas emociones. Y sin embargo... y sin embargo suceden cosas que dan que pensar. Y sería injusto no considerarlas, por lo menos, como tema de debate.
Supongamos, por ejemplo, que se discuta durante años de no violencia (sin objeciones ni condiciones) y de paz como valor no negociable, y todos aplauden complacidos y se felicitan mutuamente entre ellos por los buenos sentimientos compartidos, y después, a la primera de cambio, al primer bandazo del gobierno, helos ahí todos, alineados y prestos (a excepción de un par) a votar los créditos de guerra. A regalar algunos millones de metros cuadrados de nuestro territorio para una base militar que incluso el senador Andreotti declara inútil y sin sentido. A aprobar un rearme que eleve el presupuesto de defensa a niveles record, y una inversión en cazabombarderos nucleares de 130 mil millones de euros, símbolo evidente de la no violencia escapada hasta lo alto de los cielos...
Supongamos también que se discuta prolija y detenidamente, largo y tendido, sobre “democracia participativa” acatando el nuevo término fetiche de moda, aquel que puede hacer olvidar las prácticas lobbistas y los conflictos de intereses, el “opus dei” y las masonerías, los “poderes fácticos” y los que son “ocultos”, tras el mito de la gente que toma la palabra en público y participa. Que se repita “nunca sin la gente”, cuando sirve como mero expediente legitimador de las primarias como instrumento para obviar la debilidad del líder, para pasar a decir después, cuando el juego pasa a ser sucio y comienzan a intervenir los sucios, que atender esas expectativas y esos valores, un poco ingenuos e impolíticos, es cosa de almas inocentes. Que la política es algo muy distinto, cosa de expertos navegantes. De gente que sabe ensuciarse las manos. Y que los pactos que cuentan no son los estipulados con los propios electores y los propios territorios, sino los que ligan entre sí, con vínculos muy distintos, a los miembros de la coalición gobernante. Los señores de la decisión eficaz.
Supongamos, para acabar, que se reflexione durante decenios, por lo menos desde el 68 en adelante, -¿quién en esta izquierda, no tiene al menos en una peana una imagen sesentayochesca?- sobre la reprobabilidad del autoritarismo burocrático, de los aparatos disciplinarios de partido, sobre la escualidez de los procesos internos, de las purgas y de las depuraciones para medir el grado de “pureza” de los militantes (entre los que, se decía hace tiempo, cada cual encontrará siempre un puro, más puro, que te depure). Para, después, al primer tintineo de campanilla en las aulas parlamentarias, desencadenar el mecanismo inquisitorial de los CC y de las Ccc (Comisiones centrales de control). Volviendo a proponer, sin el menor sentido histórico de la ironía, las mismas purgas que en otra era geológica depuraron a otros herejes, empleando los mismo términos, los mismos argumentos, que hace menos de diez años, con ocasión de otro tropiezo de Prodi, fueron empleados por otros en contra de él, mientras fuera de las sedes institucionales, donde el lenguaje permanece relativamente bajo control, pueden desencadenarse escenas mudas de caza, y cada uno –militantes probados y casuales viandantes, y profesionales de la polìtica y gigantes y cabezudos- puede arrojar su propia piedrecita sobre los réprobos de turno con el fin de regenerar “la comunidad de los santos”
Sé perfectamente que puede elaborarse un largo listado de buenas razones, para afirmar la inevitabilidad de todo esto. Sé que los partidos son divinidades exigentes, que pretenden afirmar el primado de la propia dimensión colectiva sobre los individuos que forman parte de ellos a costa de “sacrificios humanos” con tanto mayor rigor cuanto mayor es la convicción (sin que importe que esté más o menos fundada) del propio papel histórico, y de la propia función conflictual. Y que a menudo, los depurados podrán muy bien, en diversas circunstancias, transformarse en depuradores, al compartir en realidad la misma idea de grupo y de la organización del partido. Sé también que la apuesta era alta: la amenaza del retorno del “gobierno de los peores”. La caída de tantas esperanzas y la frustración de tantos esfuerzos de quien las había creído. Pero queda el hecho de que el espectáculo ha sido deprimente, desde el punto de vista estético –digamos que de “estilo”- antes que político. Que no se puede razonablemente, continuar practicando descaradamente la lógica de los dos pesos y las dos medidas: santificar la “libertad de conciencia” cuando concierne a un adversario que viola la disciplina de propio campo y sancionarla como deserción cuando se manifiesta en el propio. Y sobre todo, que no hay muchas razones para sentirse satisfecho.
Ciertamente, desde el punto de vista de la crónica las cosas han acabado bien. Berlusconi se ha quedado en su sitio. El peligro inmediato de una venganza y de un desquite de la derecha ha sido superado. Prodi ha ganado algo de tiempo.
La perspectiva de “acuerdos amplios”, que tanto gusta a las altas instancias de la Unión, a su vez, debe plegar alas. Pero sería un error, creo yo, poner entre paréntesis estas semanas, como si nada hubiese sucedido. Y las cosas fuesen, más o menos, como antes. Porque las cosas no son en absoluto como antes. Durante el mes, o poco más, que culmina con la doble votación en el senado, en el eje que va de Vicenza a Roma pasando por Bucarest, algo se ha roto en lo profundo de la relación política –en el nexo que se establece entre sociedad y política- algo que afecta desde la raíz a la estrategia de la izquierda, en particular de la “izquierda radical”. Es decir, de aquel componente del centro izquierda que había confiado buena parte del propio papel a la posibilidad de “actuar como representante” de lo que se mueve “abajo”. Al determinar que la fuente de la propia legitimación se fundamenta en la necesidad de hacer llegar las exigencias, los valores, las necesidades expresadas en el territorio y en la sociedad al nivel de las instituciones políticas, al círculo mágico en el que la expectativa social puede encontrar aquella eficacia que solo la política puede darle (por usar las categorías recientemente expresadas por Fausto Bertinotti)
Las dinámicas que han precedido a la crisis (el edicto de Bucarest, la parafernalia de inquietud y miedo, organizada a ultranza por los ministros, los medios de comunicación, los gobernadores civiles y jefes d e policía, para diseñar el escenario de Vicenza, proyectando en él incluso las largas sombras de la investigación sobre las nuevas Brigadas Rojas); y después, sobre todo, el modo en el que se ha producido y dirigido la crisis (con la dramatización por parte de D´Alema del voto en la misma ponencia , el comportamiento astuto de los senatores vitalicios, las defecciones de la derecha oscurecidas por el clamor contra las de la izquierda); hasta llegar a la conclusión actual, nos dicen que el marco político es tan impermeable a las exigencias que surgen desde abajo, como para renunciar a los propios equilibrios mismos, incluso hasta “hacerse saltar por los aires”, con técnica kamikaze, con tal de no dejarse obstaculizar. Que la indisponibilidad para escuchar (el verdadero escuchar, no esa ficción táctica que sirve para imponer mejor las propias decisiones) es tal que ni tan siquiera un eco, de aquellas voces, puede entrar en el palacio.
Los 12 puntos que han rubricado la paz institucional en el seno de la coalición son 12 clavos bien largos clavados sobre la tapa de la caja de las buenas intenciones de quien esperaba lograr infiltrar en las alturas al menos el rumor de las voces de los territorios, ya se trate del Tren de alta velocidad o de las villas paladianas, de la exigencia de paz o de los Cpt. ¿Qué otra cosa ha sido esta crisis , por otro lado, si no una gigantesca parafernalia simbólica y de los medios de comunicación contra todas las exigencias “particulares” que no nacen ni se agotan en el interior del marco institucional del gobierno, única forma de “general” que esta clase política está dispuesta a reconocer? Y, en resumidas cuentas, la confirmación de la deriva oligárquica que está devorando a nuestra democracia (la democracia occidental, está, claro, no solo la italiana).
De la forma que la gobernación asume en la época de la globalización, en la que las relaciones “verticales” de representación entre gobernados y gobernantes deben, necesariamente, ceder ante la fuerza embargante de las relaciones “horizontales” de coalición y de asociación que vinculan entre sí a los gobernantes en redes amplias, que traspasan los territorios nacionales, los puentes, disuelven las responsabilidades del mandato (con los propios ciudadanos) dentro de la más amplia solidaridad con el propio papel (con los propios “iguales en grado”).
En este marco en el que el principio de representación está minado desde la raíz por la crisis de la “sociedad de la mediación” (las grandes agregaciones sociales del pasado, el papel de las organizaciones de masas y de las representaciones surgidas de los intereses) y termina en buena medida por dejarse sustituir por la práctica de la representación ( del espectáculo político –mediático) , la estrategia de quien creía, por así decir, “servir al pueblo” trasladando sus exigencias a la arena institucional corre el riesgo no solo de disolverse, sino de convertirse justamente en lo contrario. Ya no en recurso para quien está fuera y abajo, sino en potencial factor de amenaza. Ya no en medio a través del cual hacerse valer, sino en responsabilidad por la cual sacrificarse. Si las exigencias de quien cree en la paz como valor y no solo como técnica de gobierno, en el rechazo del uso de la fuerza, en el respeto del propio territorio, en el valor de la lentitud contrapuesta a la velocidad dominante, en la importancia de una economía de la sobriedad, contrapuesta al mito del desarrollo, son tan desestabilizadores que tan solo pronunciar su nombre en las sedes del gobierno suena como un sabotaje contra la estabilidad política, la existencia de los mismos representantes (directos o indirectos) en el ejecutivo se convierte en una carga demasiado pesada. Una responsabilidad excesiva, que termina por acumular sobre la cabeza de quien “desde abajo” practica aquellos valores todo el potencial de agresividad y de competitividad que caracteriza al espacio político central, al favorecer aquella ilusión óptica por la cual, tras la caída de Prodi, quien lucha en el valle de Susa contra el Tren de alta velocidad, o en Vicenza contra la base, o en Venecia contra Moisés, acaba por ver que se le achaca por entero el peso de la derrota del único gobierno de centro izquierda posible, y del retorno de Berlusconi.
Quizá ha llegado el momento de reconocer que entre la lógica “horizontal” de las oligarquías gobernantes, y la lógica también “horizontal” de los denominados movimientos (en realidad de esa galaxia que comparte valores radicalmente antitéticos a los del relato social prevaleciente) existe ahora una fuerte incomunicabilidad. De lógicas y no solo de contenidos. Que los valores de los segundos son, ahora, tan universalmente radicales ( se miden en relación con el espacio –mundo y con sus extremas contradicciones) y tan proyectados hacia el futuro, que no permiten sino momentáneas y tácticas líneas de tangencia con lo que constituye para los otros el único universo político concebible, ferozmente ligado al aquí y ahora. Que aquel exiguo jirón de cordón umbilical que sobrevivió hasta fines del siglo XX, y que es la práctica de la representación, ya no funciona en el nuevo escenario global. Y que todo, pero completamente todo –incluida la posibilidad de la supervivencia de la propia “izquierda”—, debe volver a ser pensado desde esta perspectiva.
Un asunto demasiado importante para dejárselo sólo a los políticos. O para reducirlo a la cuestión, ciertamente relevante, del destino de un gobierno.
*Marco Revelli, viejo militante del autonomismo obrero italiano y celebrado estudioso del fordismo y el postfordismo, es profesor de ciencia política en la Universidad de Turín. Sus dos últimos libros más debatidos son La sinistra sociale (una investigación muy importante sobre el tránsito del capitalismo fordista al postfordista y la evolución de las bases sociales de la izquierda) y Más allá del siglo XX (traducido al castellano y publicado por la editorial El Viejo Topo, Barcelona, 2003).
Fuente: Revista Sin Permiso – 11.03.07