La demanda y el ajuste
Keynes, desmenuzó el significado del aserto y mostró en La Teoría General que la moneda posee el atributo de otorgar a sus poseedores la posibilidad de utilizar su ingreso para comprar bienes, pero que también puede atesorarse (en dólares, por ejemplo), por precaución, o se puede utilizar para la especulación o la compra de títulos, acciones u obligaciones. Esto permite sostener que en una economía donde existe la moneda el monto del gasto, la demanda, tiene todas las probabilidades de ser inferior al valor global de la oferta. De lo que se deduce que la ley de Say sólo se cumple en una circunstancia excepcional y que existen otros, muchos, equilibrios posibles con desempleo, tantos como las diferencias que puedan existir entre la oferta global y la demanda global. Y esto forma parte del paisaje habitual de las economías contemporáneas.
Frente a situaciones de equilibrio con desempleo, que puede alcanzar niveles exorbitantes, por ejemplo 25 por ciento en España, los economistas heterodoxos y ortodoxos se enfrentan sobre el diagnóstico de la situación y sobre las medidas que pueden ser aplicadas para solucionarlos.
Para los heterodoxos el desempleo de los factores (trabajo y capital) es la resultante de un nivel insuficiente de la demanda efectiva. Si la oferta global no es adquirida en su totalidad, entonces los empresarios reducirán la producción para poder vender, antes, el stock remanente. Esto puede llevarlos a licenciar parte del personal o suspenderlo por un período dado. Pero a la vez esta decisión provocará una subutilización de la capacidad instalada, lo cual significa que habrá no sólo trabajadores desocupados sino también una cantidad de capital no utilizada. Los economistas keynesianos proponen, en consecuencia, que se practique una política económica que permita incrementar la demanda, vía el gasto público que permitirá adquirir el conjunto de la oferta.
Como observó Keynes en su célebre artículo “Poverty in Plenty” (“La pobreza en la abundancia”, de 1934), “sea cual fuere el mejor remedio contra la pobreza en la abundancia, debemos impugnar los pretendidos remedios que consisten en rechazar la abundancia para resolver el problema”. En efecto, de lo contrario se estaría sosteniendo que la capacidad de producción es excesiva, se estaría patrocinando la miseria, vale decir, la reducción de la demanda global en lugar de promocionar la abundancia. Pero esta solución es en sí detestable no sólo para los trabajadores sino también para los propios capitalistas, que verán dismiuir su giro de negocios.
Los ortodoxos sostienen, por el contrario, que cuando existe desempleo de la fuerza de trabajo, una subutilización de la capacidad instalada y una disminución de las ventas (recesión) es el resultado de un desequilibrio
en el precio de los factores. Los salarios son demasiado elevados y las ganancias son insuficientes, o en todo caso inferiores a la tasa de interés. Y, en efecto, cuando en la economía aparece una disminución de la demanda, en una recesión su primera manifestación es la disminución de los beneficios de las empresas. Estas tratarán de restablecerla disminuyendo los costos y eventualmente el empleo, lo cual va a provocar una nueva contracción de la economía que necesariamente va a agravar la miseria en un contexto que podría ser de abundancia.
La solución propuesta por los economistas ortodoxos es, entonces, reducir los salarios reales para que los empresarios se decidan a contratar nuevos trabajadores, ya que consideran el salario de referencia demasiado elevado. También proponen disminuir el gasto público, y consecuentemente los impuestos. Esto último, sostienen, permitirá un incremento del ahorro que será utilizado para aumentar la inversión creadora de nuevos puestos de trabajo, lo cual, favorecido por la baja de los salarios, permitiría volver a la situación de pleno empleo. Este tipo de diagnóstico y las medidas económicas propuestas se han dado en llamar “un ajuste”, aunque sería quizá más pertinente denominarlas una recesión programada.
Estas propuestas esquivan explicar por qué, si los salarios y el gasto público decrecen y en consecuencia la demanda efectiva disminuye, los empresarios contratarían nuevos trabajadores y crearían nuevos puestos de trabajo invirtiendo sus ahorros para aumentar la producción que luego tendrán ingentes dificultades para vender. No deja de sorprender que los colegas que suscriben a la ortodoxia y que habitualmente se refieren a la “confianza” para explicar la reticencia de los empresarios frente a las políticas económicas expansivas de la demanda no adviertan que una caída de la misma genera un clima de escepticismo y desconfianza en los productores que, ansiosos, escrutan el nivel de las ventas. Cuando éstas se contraen, aunque los salarios bajen, la desconfianza se instala. Frente a una recesión lo más probable es que los empresarios no inviertan y adopten la actitud de “desensillar hasta que aclare” –versión argentina del “wait and see”–, lo que es adoptar una actitud expectante esperando que aparezca algún signo que pueda ser interpretado como un cambio de coyuntura y que se vislumbre una reactivación económica.
El rechazo de la posición teórica de los economistas ortodoxos se funda sobre una crítica de la teoría y además por la observación de los fracasos, no sólo en Argentina, de las políticas económicas. Pero no se trata de rechazar estas políticas económicas porque sean injustas sino porque son, además, ineficaces.
Si antes de la Gran Depresión de los años ‘30 la teoría ortodoxa podía afirmar que no teníamos los instrumentos y los conocimientos teóricos para proponer alternativas a la teoría convencional, ya no es el caso. La idea según la cual el sistema de la “economía de mercado” tiene la asombrosa capacidad de autorregularse y resorber los desequilibrios y retornar automáticamente al equilibrio ya no tiene demasiada credibilidad.
Pero es necesario agregar que las medidas de reducción del gasto público y el congelamiento de los salarios generan un cambio en la distribución del ingreso de los sectores de ingresos bajos y medios hacia aquellos que ganan más. Estas políticas aplicadas por el Estado en la década de 30, pero también durante y después de la dictadura militar, habían sido ya claramente condenadas por el general Perón cuando en el discurso de proclamación de su candidatura, el 12 de febrero de 1946, manifestaba su rechazo frente al “espectáculo de la miseria en medio de la abundancia que hace que millones de seres padezcan el hambre mientras que centenares de hombres derrochan estúpidamente su plata”
* Docteur ès Sciences Economiques. Ex consejero regional de l’Ile de France (por el Partido Socialista) Autor del libro El peronismo, de Perón a Kirchner, Ed. EdUNLa, mayo 2015.
Suplemento CASH de Página/12 - 3 de junio de 2015