La difícil inserción laboral de la mujer / Laura Pautassi*
Esta pregunta no es ingenua ya que en las últimas décadas hemos sido testigos de numerosos cambios en torno al mundo del trabajo remunerado, que es el que es más visible. Así podemos señalar con certeza que ha cambiado la composición de la fuerza de trabajo, en tanto no sólo se han incorporado más mujeres, sino que hay más trabajadores de otros países y de otras etnias; las personas permanecen más tiempo en su trabajo y se jubilan más tarde; se han transformado las formas industriales de producción, al tiempo que se ha incorporado nueva y diversa tecnología.
También se han reformado las regulaciones y leyes laborales, y se ha diversificado y concentrado el capital; todas características que encontramos en los países capitalistas modernos. En la mayoría de los casos, tanto en los países centrales como en América latina, estas transformaciones se han producido conjuntamente con el crecimiento del desempleo, con ciclos económicos oscilantes y con la denominada nueva cuestión social –que ya no resulta tan nueva–: la exclusión de importantes grupos y sectores de la población de las oportunidades para desenvolverse en sociedad.
Estas situaciones muestran de qué manera los cambios producidos sobre los sistemas productivos y el mercado laboral conllevan situaciones de mayor inseguridad para varones y mujeres; el empleo se tornó menos estable, los ingresos más esquivos, su distribución más desigual y las redes de seguridad proporcionadas en torno al empleo (contar con una cobertura de salud o realizar aportes para el sistema de previsión social) disminuyeron o en muchos casos desaparecieron. Más personas quedaron fuera de la posibilidad de mantener su empleo y muchas otras todavía no han podido conseguir uno, con la consiguiente y alarmante situación de pobreza e indigencia que implica no disponer de ingresos y demás efectos asociados.
Es en el marco de estas transformaciones que las mujeres ingresaron masivamente al mercado de empleo remunerado. En el caso de Latinoamérica, este fenómeno comienza a mediados de los ochenta para posicionarse fuertemente como uno de los principales hechos que produjeron un cambio de agenda en la región.
De esta forma, la tasa de participación económica femenina –que mide la proporción de mujeres que ya tienen ocupación en el mercado y de aquellas que no teniéndolo lo buscan activamente (desocupadas), en relación con la población femenina total– aumentó de forma sostenida en los años noventa, a un ritmo similar al de los ochenta, mientras que la de los varones se estancó, lo cual trajo como resultado que la distancia de participación entre éstos y las mujeres se redujo considerablemente.
Esta incorporación al mercado de empleo remunerado estuvo acompañada con el aumento de oportunidades de puestos para las mujeres en ámbitos donde antes no estaban presentes (particularmente en el sector financiero, en el turismo, en la agroindustria, en la industria manufacturera de exportación, entre otros), o, a partir del aumento de mujeres con título universitario, en términos de cantidad y diversidad de profesiones.
Otra característica de la inserción femenina en el mercado de empleo remunerado es que la misma se ha polarizado, dando cuenta de una alta segmentación y desigualdad, que se ha concentrado en puestos altos, destinados a mujeres profesionales o de niveles técnicos altamente especializados; y en puestos de bajo nivel, que requieren semi calificación, o directamente sin requisitos de calificación. Estos últimos son los preponderantes, y significa que solamente un grupo minoritario se inserta en empleos del ámbito público o del sector privado; mientras que una gran parte de las mujeres lo hace en ocupaciones de baja productividad, inestables y con escasa o nula protección social.
El punto central a considerar es si efectivamente estas oportunidades se ofrecen, al igual que en las demás ocupaciones, en condiciones de igualdad para varones y mujeres. Es decir, que cada vez más mujeres se incorporen al trabajo remunerado no significa que lo hagan a los mejores trabajos; en general reciben ingresos por el trabajo más bajos o no están protegidas por un contrato de trabajo formal, no gozando entonces de la protección legal.
Asimismo, transitan más significativamente por la subocupación, esto es, se encuentran empleadas en puestos donde se trabajan menos de 35 horas semanales, aun cuando desearían trabajar más, pero esas horas no están disponibles. Mucho menos se toma en consideración cómo las mujeres distribuyen su tiempo entre el trabajo productivo y las responsabilidades familiares, las que han sido atribuidas en forma exclusiva a ellas.
Al ritmo de los cambios mencionados la vida privada (y con ello las elecciones personales) también se ha transformado. Aquello que hasta los años setenta se consideraba como la regla: conformar familias nucleares (integradas por madre, padre e hijos), hoy dista de ser la pauta de organización, en tanto las personas han diversificado las formas de organización de la conyugalidad, se han expandido considerablemente los hogares monoparentales, muchos de ellos bajo responsabilidad de mujeres (conocidos como hogares de jefatura femenina) y han aumentado los hogares conformados por parejas homosexuales, constituyendo la heterogeneidad en las elecciones de vida un rasgo común en nuestros días.
A pesar de estos cambios, la organización del cuidado de los miembros de cada hogar, sean descendientes o ascendientes, poco ha cambiado, en tanto sigue estando a cargo de las mujeres. A su vez, la atención de los adultos mayores en el hogar se torna más compleja aún, debido al deterioro de los sistemas de seguridad social, en donde la cobertura de las necesidades de la vejez ya no quedan bajo cobertura de dicho sistema, sino que recae directamente sobre las familias, impactando directamente en el presupuesto familiar como también en la distribución del tiempo destinado al cuidado de los adultos mayores. Situaciones similares se presentan con los menores, en donde la pérdida de cobertura y de calidad educativa, entre otras situaciones, repercute en el cuidado y organización familiar.
En rigor, la división sexual del trabajo en el interior del hogar, y de las responsabilidades familiares en general, es el espacio donde los procesos de cambio están ocurriendo más lentamente, o en muchos casos, donde nada ha cambiado y todo se ha complejizado.
Estas y otras situaciones, que muchas veces alcanzan la disparidad y otras son directamente discriminatorias, constituyen el objeto de este libro. Si bien el empleo remunerado es central en la conformación del trabajo, constituye sólo una de sus manifestaciones, ya que “trabajo” no sólo es aquel realizado y vinculado a los ámbitos productivos y remunerados, sino que también debe considerarse como tal todo aquello que garantice la reproducción social.
Precisando: entendemos por trabajo remunerado a toda aquella actividad que se conoce como ocupación o empleo y que se encuentra sometida a las condiciones del mercado. Es el mercado de trabajo (por medio de la oferta y la demanda) el que define la situación de las personas frente al empleo remunerado; su capacidad de percibir ingresos por esa fuente, la posibilidad de acceder a la seguridad social, la capacidad tributaria de las personas y las condiciones para la distribución de recursos al interior del hogar entre los miembros de la familia.
A su vez, son numerosos los aspectos que confluyen para permitir la inserción de los individuos dentro del mercado de empleo remunerado: primero, los modos en que dividen las tareas de responsabilidad común, lo que técnicamente se conoce como la división sexual del trabajo dentro y fuera del hogar. Esto es, quién se encarga del cuidado de los y las niñas, de las compras de alimentos, del pago de servicios. En segundo lugar, el nivel y control de los recursos del hogar, que incluye tanto los ingresos monetarios, quién es el/la perceptor/a de los mismos y de qué manera se utilizan y distribuyen, pero también otro tipo de recursos como recursos humanos, tecnológicos, etc. En tercer lugar, la existencia de bienes y servicios reproductivos al alcance del hogar y de prestaciones relacionadas con el cuidado de sus miembros, situación que permite u obstaculiza, según el caso, de manera significativa el ingreso al empleo remunerado.
Esto significa que no es lo mismo contar con una red de protección del cuidado de niños, conformado con guarderías, salas maternales, jardines y un sistema educativo de calidad y accesible a toda la población, que resolver en forma “artesanal” este cuidado para poder asistir al lugar de trabajo. Un último aspecto determinante del ingreso al empleo lo constituyen las características del mercado de trabajo asociadas (o determinadas por) el ambiente económico.
Por otra parte, el trabajo reproductivo comprende todas aquellas actividades no remuneradas realizadas en el hogar y que podrían ser realizadas por alguna persona distinta de aquella que habitualmente lo realiza en su calidad de miembro de la familia. Este trabajo, que históricamente ha permanecido invisible y devaluado, se denomina trabajo reproductivo por la similitud que tienen estas actividades con las tareas destinadas a garantizar la reproducción social, que comprenden desde la tareas específicas vinculadas a la maternidad, los cuidados que se les imparten a los miembros del grupo familiar a lo largo del ciclo de vida, el cuidado de enfermos y todo lo vinculado con las personas adultas mayores.
También se considera como trabajo a aquel tiempo propio destinado a los otros sin recibir remuneración por ello y que no incluye a los familiares directos. Se trata del trabajo voluntario, que suele comprender desde actividades filantrópicas, religiosas, agentes sanitarias o el trabajo político no remunerado.
A su vez, cada una de estas categorías –empleo remunerado o trabajo productivo– y el trabajo realizado en el ámbito del hogar –reproductivo– se diferencian claramente a partir del desarrollo de las economías capitalistas industriales, que estimularon una división entre la esfera de lo público (el mercado) y la esfera de lo privado (el hogar). Eso significa que todo aquello que cayó en el ámbito privado –el hogar– quedó para las mujeres, sin que las mismas pudieran dar cuenta de su elección al respecto.
En rigor, el problema en considerar la amplitud de manifestaciones que comprende el trabajo radica en el hecho de que el trabajo reproductivo o de cuidado de los miembros del grupo familiar permaneció oculto a lo largo de la historia de la humanidad, situación que llevó a que no se produjera su reconocimiento como tal. De esta forma, se han tenido que realizar esfuerzos importantes para su contabilización estadística, como también se ha avanzado en algunos países en la incorporación del trabajo reproductivo no remunerado en las cuentas nacionales y en el cómputo de la población activa. Sin embargo, todavía resulta necesario avanzar en un efectivo reconocimiento de este tipo de labor, no solamente a los efectos de su visibilidad estadística sino principalmente en torno a su (re)distribución. O en otros términos, que no siga estando exclusivamente bajo responsabilidad de las mujeres, sin que tal “asignación” sea cuestionada o al menos revisada.
¿A qué responde esta falta de reconocimiento del trabajo reproductivo? ¿Por qué se asocia necesariamente el trabajo realizado en el ámbito doméstico con las mujeres? La respuesta hay que buscarla en una estructura de poder asimétrica que asigna valores diferenciales a cada uno de los sexos y por ende estructura un sistema de relaciones de poder conforme a ello. Esto es lo que conocemos como discriminación por género.
Pero, ¿género refiere al poder? Efectivamente, ya que las diferencias biológicas entre mujeres y varones por sí solas no provocan determinados comportamientos. Aquello que produce un tratamiento diferencial entre ambos sexos es la concepción acerca de las capacidades y potencialidades de uno y otro sexo, devaluando las de uno y sobrevaluando las de otros, o simplemente asignándoles competencias a unos y negándoselas a otros. Este tratamiento se tradujo históricamente en diversas asimetrías en los derechos, en el acceso a recursos, al poder y en los comportamientos sociales y económicos.
Estos comportamientos económicos y sociales diferenciados, esperados dentro de determinado patrón cultural, reafirman la desigualdad que produce esta estructura de poder y reproducen –a su vez– la estructuración económica desigual con claras consecuencias tanto en términos de empleo remunerado como en el ingreso, en el sistema productivo y en los mercados. Las fronteras entre lo público (las relaciones económicas, el mercado, etc.) y lo privado (el ámbito doméstico) se refuerzan o resignifican de acuerdo a los contextos. A su vez, las relaciones de género estructuran la economía, pero también la división sexual del trabajo al interior del hogar, reforzando las asimetrías señaladas.
¿Pero qué define el género? El género como categoría del campo de las ciencias sociales es una de las contribuciones teóricas más significativas del feminismo contemporáneo. El concepto de género define aquello que ya formaba parte de la vida cotidiana y comienza de este modo una amplia producción de teorías e investigaciones que reconstruyen las historias de las diversas formas de ser mujer y de ser varón. Este marco teórico inédito promovió un conjunto de ideas, metodologías y técnicas que permitieron cuestionar y analizar las formas en que los grupos sociales han construido y asignado papeles para las mujeres y para los varones, las actividades que desarrollan, los espacios que habitan, los rasgos que los definen y el poder que detentan. En conjunto, estas ideas y técnicas proponen una nueva mirada a la realidad, denominada perspectiva de género, que permite desentrañar aquellos aspectos que de otra manera permanecerían invisibles.
*Abogada y doctora en Derecho. Investigadora del Conicet y de la UBA. Fragmento extraído de su libro ¡Cuánto trabajo mujer!, editado por Capital Intelectual.
Fuente: [color=336600]Perfil - 09.03.2008[/color]