La farsa del libre comercio
La Ronda de Doha fue torpedeada por la negativa de los EE.UU. de eliminar las subvenciones a la agricultura, condición sine qua non de cualquier ronda que de verdad sirva al desarrollo, en vista de que el 70% de la población de los países en desarrollo depende de la agricultura, directa o indirectamente. La posición de los EE.UU. fue en verdad asombrosa, dado que la OMC ya se había pronunciado mediante una resolución sobre la ilegalidad de las subvenciones del algodón de los EE.UU., que benefician a menos de 25.000 cultivadores ricos.
La respuesta de EE.UU. fue sobornar a Brasil, que había planteado el reclamo, para que desistiera y dejara en la estacada a millones de algodoneros pobres de Africa y la India, que sufren las consecuencias de unos precios muy bajos por la generosidad de los EE.UU. para con sus plantadores ricos.
En vista de esa historia reciente, ahora parece claro que las negociaciones para crear una zona de libre comercio entre los EE.UU. y Europa y otra entre los EE.UU. y gran parte de los países del Pacífico (exceptuada China) no van encaminadas a crear un verdadero sistema de libre comercio, sino que su objetivo es un régimen de comercio dirigido, es decir, para que esté al servicio de los intereses especiales que durante mucho tiempo han impuesto la política comercial en Occidente.
Hay algunos principios básicos que quienes participen en las conversaciones se tomarán –es de esperar– en serio. En primer lugar, todo acuerdo comercial ha de ser simétrico. Si los EE.UU., como parte en el “Acuerdo de Asociación Transpacífico” (AATP), piden al Japón que elimine sus subvenciones del arroz, deberán, a su vez, ofrecerse a eliminar no sólo las subvenciones de su producción de arroz, que es relativamente poco importante para los EE.UU, y del agua, sino también de otros productos básicos agrícolas.
En segundo lugar, ningún acuerdo comercial debe colocar los intereses mercantiles por encima de los intereses nacionales más amplios, en particular en los casos en que estén en juego cuestiones no relacionadas con el comercio, como la reglamentación financiera y la propiedad intelectual. El acuerdo comercial de los Estados Unidos con Chile, por ejemplo, impide la utilización por parte de este último de controles de capitales, pese a que el Fondo Monetario Internacional reconoce ahora que los controles de capitales pueden ser un instrumento importante de política macroprudencial.
En otros acuerdos comerciales se ha insistido también en la liberalización y la desregulación financieras, si bien la crisis de 2008 debería habernos enseñado que la falta de una buena reglamentación puede hacer peligrar la prosperidad económica. Asimismo, la industria farmacéutica de EE.UU., que tiene una gran influencia sobre el Representante Comercial de los Estados Unidos, ha conseguido endosar a otros países un régimen de propiedad intelectual desequilibrado, que, por ir encaminado a luchar contra los medicamentos genéricos, coloca el beneficio por encima de la salvación de vidas. Incluso el Tribunal Supremo de los EE.UU. ha dicho ahora que la Oficina de Patentes de los EE.UU. fue demasiado lejos al conceder patentes sobre genes.
Por último, debe haber un compromiso con la transparencia, pero conviene avisar a los participantes en esas negociaciones comerciales que los EE.UU. profesan una falta de transparencia. La oficina del Representante Comercial de los Estados Unidos se ha mostrado reacia a revelar su posición negociadora incluso a los miembros del Congreso de los EE.UU y, en vista de lo que se ha filtrado, podemos entender por qué. Dicha oficina está retrocediendo sobre los principios –por ejemplo, el del acceso a los medicamentos genéricos– que el Congreso había incluido en acuerdos comerciales anteriores, como el subscrito con el Perú.
En el caso del AATP, hay otro motivo de preocupación. Asia ha desarrollado una cadena de distribución eficiente, gracias a la cual los productos pasan fácilmente de un país a otro en el proceso de producción de bienes acabados, pero el AATP podría obstaculizarla, si China permanece fuera de él.
Como los aranceles propiamente dichos son ya tan bajos, los negociadores se centrarán en gran medida en las barreras no arancelarias, como, por ejemplo, los obstáculos reglamentarios, pero la oficina del Representante Comercial de los Estados Unidos, que representa los intereses empresariales, ejercerá casi con toda seguridad presiones en pro de la norma común menos estricta, con lo que contribuirá a una nivelación hacia abajo, en lugar de hacia arriba. Por ejemplo, muchos países tienen disposiciones tributarias y reguladoras que disuaden de la adquisición de automóviles grandes, no porque intenten discriminar los productos de los EE.UU, sino porque les preocupa la contaminación y les interesa la eficiencia energética.
El principio más general, antes citado, es el de que los acuerdos comerciales colocan habitualmente los intereses comerciales por encima de otros valores: el derecho a una vida sana y a la protección del medioambiente, por citar sólo dos. Francia, por ejemplo, quiere una “excepción cultural” en los acuerdos comerciales que le permita seguir apoyando sus películas, de las que se beneficia el mundo entero. Ese y otros valores más amplios no deben ser negociables.
De hecho, resulta irónico que los beneficios sociales de semejantes subvenciones sean enormes, mientras que los costos son insignificantes. ¿De verdad cree alguien que una película artística francesa representa una grave amenaza para un gran hit de verano de Hollywood? Sin embargo, la avaricia hollywoodense no conoce límite y los negociadores comerciales de los Estados Unidos son implacables. Y ésa es la razón precisamente por la que se deben retirar esos artículos antes de que comiencen las negociaciones. De lo contrario, se ejercerán presiones y existe el riesgo real de que en un acuerdo se sacrifiquen valores básicos en pro de los intereses comerciales.
Si los negociadores crearan un régimen de libre comercio auténtico, en el que se concediera a las opiniones de los ciudadanos de a pie al menos tanta importancia como a las de los grupos de presión empresariales, yo podría sentirme optimista, en el sentido de que el resultado fortalecería la economía y mejoraría el bienestar social. Sin embargo, la realidad es que tenemos un régimen de comercio dirigido, que coloca por delante los intereses empresariales, y un proceso de negociaciones que no es democrático ni transparente.
La probabilidad de que lo que resulte de las futuras negociaciones esté al servicio de los intereses de los estadounidenses de a pie es poca; la perspectiva para los ciudadanos de a pie de otros países es aún más desoladora.
Clarín - iEco - 14 de julio de 2013