La guerra de Elon Musk contra Brasil y la censura del bien

Martín Schapiro

Empezó como una lucha en el terreno judicial, pero Lula da Silva se metió. Un juez del Supremo tribunal brasileño contra uno de los magnates del mundo.

El 7 de abril de este año, Elon Musk, el residente más rico del país más rico del mundo, dueño de Tesla, Starlink y de X, la red social todavía reconocida como Twitter, atacó desde Estados Unidos a Alexandre de Moraes, juez del Tribunal Supremo de Brasil. “Tiene que irse, por renuncia o por juicio político”, escribió Musk en la red social. Antes, había anunciado que incumpliría una serie de órdenes judiciales que ordenaban desactivar algunas cuentas identificadas como propagadoras de fake news y brindar algunos datos personales de sus titulares. La excusa del magnate sudafricano para incumplir con las órdenes de la Justicia brasileña es que “los principios son más importantes que las ganancias”. Quien alguna vez se definió como un “absolutista de la libertad de expresión” dijo que esto significaba que, posiblemente, iba a tener que cerrar las oficinas de la red social en Brasil.

De Moraes, cuya vocalía está a cargo de la investigación del expediente “milicias digitales” no se tomó a bien los desafíos públicos del multimillonario y lo incluyó como parte investigada en esa causa. Un monstruo que engloba desde la tentativa de golpe de Estado articulada por Jair Bolsonaro hasta expresiones antidemocráticas en redes por algunos usuarios anónimos con un número nutrido de seguidores, pasando por relativas trivialidades como la falsificación del certificado de vacunación del expresidente ultraderechista y que convirtió al juez en una de las personas individualmente más poderosas de Brasil.

Además de convertir a Musk en investigado, de Moraes fijó medidas provisorias como la prohibición de reactivar perfiles bloqueados por el Tribunal o la negativa a bloquear aquellos que ordene, bajo pena de aplicar multas de 100 mil reales diarios por cada perfil. Musk contraatacó, y contrató al activista Michael Shellenberger para una investigación de los documentos internos de la firma previos a su llegada a la titularidad, publicando todos los intercambios entre la empresa y el Tribunal, al que acusó de “criminalizar el discurso político”. Shellenberger, con un pasado de joven izquierdista y algún tiempo de vida transcurrido en Brasil, también acusó a Lula de haber cambiado, y ser cómplice de lo que definió como arbitrariedades del juez brasileño.

¿Quién le teme a la libertad de expresión?

Si le hiciéramos caso a Musk, habría que encuadrar esta controversia como una sobre la libertad de expresión y los límites a la actuación del Poder Judicial en Brasil. Ambas cuestiones podrían tener su mérito. Desde Argentina, donde nos acostumbramos a oír desde los más diversos sectores del discurso político las peores acusaciones hacia rivales e incluso aliados, y abundan en la prensa y en las redes sociales variedades de las peores descalificaciones y las imputaciones más disparatadas pronunciadas sobre distintas personas sin que haya, como regla general, más consecuencias que las respuestas a veces más agresivas de la contraparte, la cantidad y variedad de reglas que Brasil pone al ejercicio de la política podría sorprendernos. Por ejemplo, las encuestas sólo pueden publicarse si las empresas están registradas ante el Tribunal Superior Electoral, proveen fichas técnicas y cumplen con determinados requisitos. Quién se proclama candidato a un cargo fuera del plazo de campaña puede enfrentar sanciones, y las violaciones a las reglas de financiamiento electoral, de publicidad, u otras pautas de reglamentación de campaña pueden llevar –y lo han hecho– a la anulación de resultados electorales, con consecuencias tales como asignar cargos electivos al que salió segundo en las elecciones, por inhabilitación del ganador. Todas estas, instancias que otorgan al poder electoral grados de poder y discrecionalidad sin demasiados paralelos en occidente.

Junto a las reglas de campaña, Brasil tiene una fuerte legislación en materia de discurso que, si bien posee garantías contra la censura de la expresión política, artística o ideológica, supone muy a menudo procedimientos judiciales contra políticos, periodistas y otras figuras públicas por el contenido de sus comentarios. Un procedimiento que también a menudo utilizan. Así proliferan causas por calumnias, injurias, amenazas, discursos violentos, racistas y de odio, procesos habitualmente largos y costosos que acompañan las expresiones públicas. Desde que Bolsonaro se reveló como un candidato viable y, particularmente, cuando en su rol de presidente comenzó a amenazar a las instituciones y diseminar noticias falsas en el contexto pandémico, el Poder Judicial aumentó las presiones sobre los dichos percibidos como antidemocráticos, las fake news, y las críticas a las instituciones..

De Moraes, en su doble rol de juez del Tribunal Supremo y el Tribunal Electoral, fue quien asumió más fuertemente la persecución de los discursos percibidos como antidemocráticos. En un marco en que se señaló, con razón, la potencia digital de la ultraderecha para difundir mensajes digitales de forma masiva y coordinada, basados muchas veces en información sabidamente falsa, deformada y, en algunas ocasiones, con contenidos golpistas, los peligros para la democracia eran bien concretos y, sin dudas, extraordinarios. Puede alegarse, con razón, que circunstancias extraordinarias requieren remedios extraordinarios, pero existen evidencias sobradas sobre las extralimitaciones del supremo brasileño. Desde elegir primero a quiénes llegaría el proceso y luego buscar los delitos que les cuadren, a procesar a un grupo de empresarios y cerrar sus cuentas por manifestarse favorables a un golpe de Estado en un grupo de whatsapp privado, hasta cerrar Telegram en Brasil por haberse negado a constituir una oficina en el país y cumplir con los pedidos de la Justicia. También apuntó a cualquiera que osara cuestionar el sistema de voto electrónico sin respaldo físico (cuyos antecedentes, hay que decirlo para despejar toda duda, son impecables en materia de fidelidad entre resultados y voluntad popular, así como en su velocidad de difusión y exactitud). El propio Bolsonaro se encuentra inhabilitado electoralmente hasta 2030, no por su conducta golpista ni por sus causas de corrupción, sino por haber dicho a un grupo de diplomáticos extranjeros que el sistema electoral brasileño no era confiable.

Elon, yo te conozco

Cuando anunció la compra de Twitter por una cifra muy superior a su valor de mercado, Musk dijo que lo hacía porque se trataba de la plaza pública contemporánea, como un deber de preservar la expresión libre y el debate abierto. Dos años después de la adquisición, nadie que conozca la plataforma y haya seguido su evolución puede tomarse en serio el manifiesto liminar del sudafricano. La plataforma antes conocida como Twitter es un lugar más hostil a pesar de tener menos usuarios, y lejos de promover el debate público de modo significativo, el algoritmo promueve en mayor medida los contenidos más extremos, ya sea en la derecha como en la izquierda, con contenidos violentos, racistas y antisemitas rutinariamente entre los más celebrados, difundidos y reproducidos en la red. El propio Musk, desde sus cuentas, difunde cada día contenidos falsos, de tinte derechista, misógino y xenofóbico que se multiplican cientos de miles de veces, como plataforma de ataque contra políticos y figuras públicas en general moderadamente progresistas. El ejemplo de su reciente participación en la difusión de rumores falsos relacionando un ataque en Inglaterra con un inmigrante, que derivaron en una serie de incidentes de violencia racista en varias ciudades es apenas el ejemplo más oprobioso en una lista larga de incitaciones que no sólo en Brasil bordean con el delito y, en cualquier lugar del mundo, transitan grados exasperantes de irresponsabilidad social.

No cabe imputar a Elon únicamente el coqueteo constante con las peores formas de discriminación y con referentes de las peores ideas posibles, como Mike Cernovich o Dinesh D’Souza. Este absolutista de la libertad de expresión autoproclamado tampoco se destaca por su coherencia, y dio –desde la plataforma que conduce– muy pocas y muy selectivas batallas por la libre expresión, y fue, en cambio, bastante contemplativo con diversas formas de absolutismo. Musk asumió la defensa de la libertad para los discursos de incitación en Estados Unidos tras la toma del Capitolio por seguidores de Donald Trump, en el Reino Unido, frente a una seguidilla de pogromos, y en Brasil, que vivió un intento de golpe de Estado cuya extensión fue mucho mayor, incluso, a las sospechas iniciales.

En cambio, se lo vio en distintas oportunidades justificar el celoso cumplimiento de las órdenes de censura de contenidos en países como Turquía, donde se lo vio muy cercano al líder autoritario Recep Tayyip Erdoğan, o India, donde aceptó bloquear contenidos tales como un documental de la BBC para no “violar las leyes de ese país”. También en China, que mantiene algunas de las restricciones más severas a la libertad de expresión, Musk se cuidó de cualquier crítica pública o privada a las autoridades que pudiera poner en peligro ese mercado, tan importante para la producción como por la cantidad de consumidores para su automotriz Tesla (aunque la obsecuencia no le permitió evitar que sea parcialmente desplazada por competidores locales subsidiados, con mejores precios y prestaciones). Lejos de una discusión de principios, Musk parece apuntar su arsenal a impulsar su propia agenda política, centrada en confrontar con los progresismos democráticos, que difícilmente descarguen sobre él el peso de los estados.

¿Y ahora qué pasa?

En De Moraes, un juez designado por Michel Temer, cuyo origen está en la centroderecha brasileña, Musk encontró un rival audaz. La consideración en abril era que en el peor de los casos, la red social debería cerrar sus oficinas en Brasil, perder allí algunos ingresos por publicidad, triangular otros, y seguir llegando al país desde el exterior. De Moraes fue mucho más allá. Dispuso –pendiente de confirmación por el resto del Tribunal, pero de ejecución inmediata– que si la plataforma incumplía con las órdenes judiciales sería bloqueada e inaccesible, la obligó a designar representación en el país y embargó las cuentas de Starlink, una empresa distinta, que presta un servicio distinto –internet satelital– pero que también tiene a Musk como principal accionista, corriendo el sagrado velo de la sociedad capitalista, el de la personalidad societaria. En la medida de sus posibilidades como cabeza de un poder nacional, el juez le pegó a Musk donde le duele, y aparece dispuesto a pagar costos entre los millones de usuarios de la aplicación y, eventualmente, entre quienes dependen de los satélites de Starlink para recibir un servicio de internet que antes les era esquivo y complejo. Mientras se escribían estas líneas, el juez decidió ordenar el cierre de la plataforma en todo Brasil, involucrando además el ejercicio del poder estatal sobre todas las plataformas que pudieran facilitar la elusión de la medida. La orden a Apple y Android de retirar la aplicación de sus tiendas virtuales, a las empresas de telecomunicaciones de generar herramientas para impedir el uso de subterfugios tecnológicos para evadir los controles mediante VPN, y las elevadas multas a personas físicas y jurídicas por facilitar su uso posiblemente sean más eficaces que las prohibiciones que rigen en países con regímenes autoritarios consolidados y, por lo tanto, sin tanta interacción con plataformas independientes. Hacia adelante, será interesante medir las reacciones del sistema político y las respuestas judiciales a la decisión de Moraes.

En el fondo, la pelea entre el juez de la corte brasileña y el multimillonario sudafricano es una escenificación desnuda de la disputa de poder entre los Estados nacionales, particularmente los democráticos, y las empresas multinacionales, de las que dependemos para acceder eficientemente a toda clase de bienes y servicios que valoramos colectivamente. Más en la superficie, el contrapunto aparece entre una empresa –y un empresario– que está azuzando discursos extremistas en todo occidente y un juez que ejerce su poder de forma peligrosa y expansiva, consolidando una tendencia peligrosa que se inauguró con Lava Jato y la causa irregular que llevó a Lula a la cárcel.

Ante un proceso que excede la identificación sencilla de buenos y malos, la resolución, sea la que sea, entraña riesgos inseparables de los que afectan a todas las democracias modernas, presionadas por la censura y la proliferación promocionada de discursos cada vez más excluyentes y desintegradores. En este marco, la búsqueda de puntos de encuentro supone inevitablemente equilibrios complejos pero, antes que eso, grados básicos de respeto por las reglas de juego. Lula, al momento de su detención, podría haber llamado a resistir, y convertir lo que fue una crisis institucional en una crisis sistémica. Decidió en cambio entregarse, y construir sus peleas con el sistema en forma paciente. Hoy es otra vez presidente, y el bloque armado por Sergio Moro fue completamente desandado bajo las reglas del mismo sistema que lo puso tras las rejas. Cualquier otra cosa habría sido irreversible. Quizás por eso mismo, la de Lula haya sido la voz más enfática en defensa de las potestades del poder público del país que representa y contra las pretensiones de Musk de ponerse por encima de las decisiones de un poder del estado. Cualquier señalamiento que pueda caber a de Moraes –a quien hay que reconocer un contexto más complejo y justificado que a la persecución de Moro– debería realizarse en el marco de las instituciones y la soberanía de los estados, si queremos sostener el relato más importante de nuestras democracias: el de la igualdad y el sometimiento ante la ley. Brasil es una democracia de más de 200 millones de habitantes, y uno de los diez países más importantes del mundo. Pase lo que pase, tendrá consecuencias.

 

Fuente: Cenital - Agosto 2024

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