La inseguridad no se arregla con las armas
Las armas son objetos que los hombres fabrican para alcanzar determinados fines. El fin principal es el de matar o lastimar, particularmente a otras personas. Hay quienes suponen que las armas dotan a quien las porta de determinados atributos (por ejemplo, virilidad o valentía) y quienes, en cambio, las usan para jugar (la imaginación del hombre, en lo lúdico, no tiene límites).
Un proceso y dos modelos
En la Europa del siglo XIV las armas de fuego comienzan a usarse con el propósito de conquistar territorios o mantener el predomino en los ya ocupados. Así, tienen un rol fundamental en el proceso de conformación de los Estados nacionales, que se da a partir de la concentración de diferentes tipos de poder en manos de grupos sociales que aspiraban a conseguir objetivos políticos –ocupar posiciones de gobierno– y económicos –acumular riquezas–. Sin embargo, esta concentración de la fuerza no era segura en la medida en que no desaparecieran los rivales interiores con capacidad de utilizar violencia. Una gran cantidad de nobles armados (las armas constituían un símbolo de clase) y la existencia de una importante cantidad de milicias particulares representaban una amenaza concreta para aquel objetivo. Para neutralizar esta amenaza, las regulaciones restrictivas del acceso a las armas de fuego a los particulares resultaron una medida ideal.
La configuración de los Estados y su grado de democratización es producto de luchas y tensiones permanentes en las que las élites han logrado imponer sus posiciones concentrando una importante cuota de poder político, económico y cultural; uno de sus triunfos ha sido consagrar el monopolio de la violencia legítima en el Estado.
En Argentina se repite este proceso a partir de la identificación por parte de los sectores más poderosos de un potencial mercado nacional y de intereses materiales comunes. La constitución del Estado nacional como tal es fruto de un proceso en el que la concentración de la fuerza física se da tanto respecto del exterior, en cuanto afirmación de la independencia de la Corona española, como del interior, con relación a la “barbarie” (indios y montoneras); es decir, de todo aquel que pudiera obstaculizar la acumulación de capitales para los sectores dominantes. Es así que las Administraciones fueron centralizando el uso de la violencia y de las armas de fuego, permitiendo tenerlas sólo a aquellos particulares que formaran parte de las milicias, excluyendo de los permisos a los “amenazadores” pueblos originarios.
Como todos los Estados nacionales, el argentino se gestó a partir de la exclusión de los sectores dominados (o masacrados) de las instancias de toma de decisión fundantes de un proyecto de país. Podría decirse que este proceso está viciado desde sus orígenes, por privar a gran parte de la población de la posibilidad de participar en instancias de decisión.
Estados Unidos es considerado una excepción a la tendencia monopolizadora de la fuerza en un ente administrativo, lo que se debería a su tradición religiosa protestante, al protagonismo del individuo en la organización social, al acentuado deber de colaboración con la autoridad, y a la participación directa de la comunidad en el gobierno. El modelo de Estado norteamericano se articuló sobre el derecho individual a tener y portar armas, pareciendo ser ésta la mejor forma de proteger las libertades de los colonos ante las amenazas de invasión de franceses, holandeses y españoles. Se decía que todos los colonos eran soldados en una especie de guerra, ya que vivían en un campo de batalla. Así, el derecho a acceder a las armas ha sido considerado en Estados Unidos como “piedra angular de la libertad” e instrumento universalizador de la igualdad, en tanto terminó con un privilegio que conservaban unos pocos.
Nada más falso que esta imagen fraternal de la igualdad a través de la libre posesión de armas. El derecho a tenerlas en Estados Unidos no era para todos, sino sólo para los blancos. Entre los peligros para la libertad de los ciudadanos norteamericanos no se contaban sólo las posibles invasiones externas, una población blanca armada era esencial para controlar a las “clases inferiores”, los indios y los negros. Si bien la Segunda Enmienda de la Constitución declara el derecho de todas las personas a llevar armas, tanto antes como después de su aprobación se fue aplicando una normativa limitadora, reguladora e intervencionista para que los negros e indios no disfrutaran de aquel derecho.
La recurrencia de Estados violentos y mancilladores de derechos humanos, característicos pero no exclusivos de los regímenes dictatoriales, y la ineficiencia de las gestiones de los Estados de derecho, han derivado en críticas respecto de la concentración monopólica de la fuerza en sus agencias. Las promesas incumplidas de los sistemas democráticos no son producto de la concentración de la fuerza en una agencia específica sino, en gran medida, el fruto de la consolidación de los vicios originales del proceso de conformación de los Estados.
Para afrontar las desigualdades, es necesario desandar el camino de la exclusión y profundizar las democracias. No sucede lo mismo con la fuerza; si bien su concentración es uno de esos elementos originarios, el desandar este camino no es la vía de búsqueda de la igualdad. El fin de la pobreza masiva, la concreción del ejercicio efectivo de derechos para toda la humanidad y la posibilidad de una mejor convivencia no radican en la universalización del derecho a usar la violencia. Además de que el uso de la violencia masiva como fenómeno social no depende de la autorización legal para hacerlo, aun si se la autorizara, hoy la realidad nos demuestra que el uso generalizado de violencia no conduce a una convivencia pacífica ni a una mejor calidad de vida para todos, sino a su degradación permanente.
Ni la instauración del monopolio de la violencia en el Estado ni su contracara (la inexistencia de una administración central concentradora del uso de la fuerza) fueron consecuencias del triunfo de luchas revolucionarias por alcanzar verdaderos gobiernos de los pueblos, y ni una ni otra han logrado una mejor convivencia social.
La realidad es expresiva. La proliferación de armas en las poblaciones civiles del mundo ha aumentado en forma brutal el número de muertos y heridos en hechos que nunca deberían ocasionarlos, afectando mayoritariamente a los más pobres del planeta.
Su uso masivo para defender libertades y propiedades no sólo no logra su aparente cometido, sino que incluso provoca más muertes.
Deben discutirse las mejores opciones políticas para torcer el rumbo de nuestros sistemas, extremadamente desiguales; pero la universalización del derecho a utilizar la violencia no es el camino igualador entre débiles y poderosos, entre pobres y ricos. Quienes lo sostienen, profesan un falso igualitarismo que, en la historia, siempre ha perjudicado a los más débiles.
Si en su génesis las armas de fuego allanaron el camino para la creación de los Estados nacionales, hoy el inmenso flujo de armas pequeñas los está debilitando en su potencialidad de instituirse en verdaderos Estados de derecho. Sin duda, el permitir usar armas a todos como efecto igualador, en contextos altamente conflictivos, resulta tan ridículo como apagar fuego con gasolina.
Todos somos responsables
Entre los motivos que llevan a muchas personas a armarse, se encuentra la falta de información o la difusión de datos falsos. Ignacio Cano explica en forma muy sensata la necesidad de una campaña de comunicación en ese sentido.
“En el debate sobre armas –dice– hay muchas personas que defienden posiciones de principio que están ancladas en valores, normas morales y juicios de valor. Así, para muchos el arma es un objeto moralmente reprobable que tiene como objetivo dañar a otros y como tal debe ser intrínsecamente combatido. Para otros, habría un derecho ciudadano, casi sagrado, a portar armas como forma de defensa, especialmente en épocas en que el Estado es incapaz de proveer la seguridad necesaria y de proteger a sus ciudadanos. Sin embargo, al margen de estas posiciones de principio, hay muchos otros ciudadanos que deciden su opinión en función de la utilidad o del peligro de las armas, es decir, realizan un cálculo implícito de costo-beneficio que coloca en una balanza, por un lado, los beneficios que el arma puede traer, en términos de protección, y por otro el riesgo que ellas pueden suponer. Para ellos, la evidencia empírica existente sobre protección y riesgo puede ser decisiva a la hora de comprar o no un arma y a la hora de apoyar o no una propuesta de legislación en este sentido.”
Hay que acabar con los mitos en torno al acceso y uso de armas. Por ejemplo, aquellos que sostienen que las “armas en sí no son malas, sino las personas que las utilizan” o que “las armas no matan, sino quienes las portan”. Estas posturas tienden a diferenciar la posesión de armas “por los delincuentes” de la portación “por ciudadanos de bien”.
Alegan, además, que ante la omisión del deber estatal de proveer seguridad a la población, ésta no puede permanecer indefensa frente a los ataques de la delincuencia. Otra falacia que permitiría señalar que cualquier deber incumplido por parte del Estado legitima a los ciudadanos a recurrir a los propios medios –por más que sean sumamente riesgosos para los demás– para proteger los derechos individuales.
“Proponer que cada ciudadano se arme porque el sistema de seguridad pública no funciona, equivaldría a sugerir que si el sistema de salud pública no funciona cada ciudadano debería comprarse un bisturí y un estetoscopio. La seguridad armada es algo para profesionales” (ver I. Cano, La importancia del microdesarme en la prevención de la violencia, en www.desarme.org).
Estas concepciones moralistas de una sociedad dicotómica retroalimentan el temor y la desconfianza en el otro y no pueden ser consentidas por el Estado. Las armas están hechas para matar las tenga quien las tenga y el objeto de su fabricación se expresa, en nuestro país y en todo el mundo, no sólo a través del delito sino en riñas entre conocidos, en accidentes que las más de las veces involucran niños, y en numerosos hechos en los que nunca existió intención de delinquir, potenciando la violencia de un conflicto hasta provocar una muerte.
Las armas en manos de quienes pretenden delinquir deben ser objeto de preocupación de las agencias de persecución penal y policiales, pero esto no es menos importante que la tendencia a adquirir armas por parte de la ciudadanía, que debe ser desmotivada por el Estado, dado el riesgo inherente a la tenencia misma de esta herramienta.
Por otra parte, deben materializarse campañas de sensibilización popular sobre la problemática, apuntando a la desmitificación del vínculo entre la adquisición de armas de fuego y mayor seguridad personal.
Según la investigación de Arthur Kellermann, un arma en casa tiene 22 veces más probabilidad de ser involucrada en homicidios entre personas conocidas, accidentes, o suicidios, que de ser usada en legítima defensa. El arma de fuego transforma conflictos banales en tragedias irreversibles.
Las conclusiones de una investigación en Brasil arrojaron que “las personas armadas tuvieron una chance 56% mayor de ser heridas o muertas en una situación de robo que aquellas que fueron asaltadas y estaban desarmadas”.
Estas decisiones se originan en el temor a ser víctimas de delitos y la sensación de indefensión por la desconfianza en las capacidades estatales. El diseño de una estrategia oficial de comunicación acerca de este tema es crucial para la reversión de estos temores gestados en un proceso social del que, como se ha señalado, el mismo Estado es parte.
Al mismo tiempo, se debe tender a incentivar la restauración del tejido social desmotivando respuestas individualistas, restableciendo la confianza en las instituciones y reafirmando el rol del Estado como proveedor de la seguridad.
En Mendoza, por ejemplo, durante una campaña en 2001 se acudió a mensajes como éstos: “¿Tenés un arma para defenderte? ¿Estás dispuesto a matar?”, “¿Sos un asesino?, entonces, desarmate”, “El que tiene un arma está dispuesto a matar” y “Una sociedad armada es una sociedad dispuesta a matar”. La síntesis fueron dos consignas repetidas hasta el hartazgo por cada funcionario que se ocupó del tema y después utilizadas en la campaña publicitaria: “Una sociedad armada es una sociedad enferma” y “Las armas sólo sirven para matar”.
Otro argumento que suele utilizarse para defender el uso de armas sostiene que quienes matan son las personas y no las armas. Según este criterio, si se prohíben las armas, también deberían prohibirse los automóviles, por la cantidad de muertes en accidentes de tránsito. Este argumento es débil y simple de rebatir, pero es útil considerarlo para fortalecer los fundamentos de las campañas comunicacionales.
Las armas se fabrican para matar; los automóviles, para transportar cosas o personas. Todas las sociedades toleran ciertos riesgos por los beneficios que generan para todos, como el transporte de alimentos que permiten el sustento de poblaciones enteras, la salvación de millones de vidas por el traslado diario a centros de salud, etc. El uso generalizado de armas no acarrea beneficio alguno; por el contrario, como ya se remarcó, sólo multiplica las muertes y dificulta el desarrollo.
[i]*Material extraído de los capítulos 2 y 14 de El ciudadano sheriff. Armas y violencia en Argentina, de Darío Kosovsky, Colección Claves para todos, Capital Intelectual 2006.
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Fuente: [color=336600]Diario Perfil – Ed. 233 – 12.02.2008[/color]