La nación golpeada
Por Lorena Soler
Especial para Ni a palos
Visito Asunción casi todos los años desde hace más de una década. Me une a este país la búsqueda por desentrañar el sentido de su existencia y bucear en las subjetividades misteriosas del orden político. El viaje del miércoles 20 de junio era uno más de esa secuencia obsesiva. Una estadía con un poco de vida académica, el encuentro con nuevos libros y largas charlas sobre la política local y latinoamericana. Todo eso formaba parte de lo predecible, porque nunca sospeché que mi generación podía ser testigo directo de un golpe de estado.
Pero así fue. En un vértigo inimaginable para la modorra paraguaya, se consumó en 30 horas el golpe de estado en Paraguay. Como ya nos enseño Honduras, adoptó una versión parlamentarista que se sirvió de fundamentos legales, como si estos fueran portadores de una neutralidad valorativa que permitieran solapar el contenido profundamente ideológico de una decadente clase política: sus argumentos son tan obvios que no merecen repetirse. Al menos recordar, la apelación a la lucha de clases, a una guerrilla armada que no existe y la siempre presente fantasía retórica del demonio socialista venezolano.
El golpe de estado en una bitácora
Los acontecimientos y su temporalidad fugaz no impidieron que nos congregáramos de inmediato en la Plaza de Armas, la plaza frente al parlamento. Para ello atravesamos dos requisas militares, varias vallas y unos cuantos canas de civil. Asunción lucía en un silencio de feriado y la plaza parecía congregar a los ciudadanos sueltos, mayoritariamente jóvenes urbanos, laburantes del Estado o militantes universitarios. Había además un puñadito de campesinos que, expulsados de su tierra por los agronegocios, habitan ahora los márgenes de la gran urbe.
Todos permanecimos ahí, en una suerte de vigilia infinita con final cerrado. En la plaza no había banderas, tampoco consignas o redoblantes para improvisar un grito a la patria. La música provenía de los ringtones que sonaban desconsolados portando aún más rumores. Por ese instante fetichista que brinda la ilusión política, alguien se animó a decirlo: “parece que de un momento a otro llegan los campesinos”. Pero eso nunca ocurrió. La UNASUR ya había tomado el pulso político interno. Su declaración no pudo adjetivar el proceso golpista.
En pocos minutos, Lugo pronunció el discurso maldito, las palabras de quien sin más acepta la derrota y siente alivio por abandonar una vocación de poder que nunca sintió propia: “Me someto a la decisión del Congreso”. No había más sentido para permanecer en esa plaza. Con algunos gases y machetes, en pocos minutos quedó vacía. Una ausencia que contrastaba con la multitudinaria marcha de 40.000 personas, que en el contexto de descrédito final al sistema político y a su clase, ofreció a Lugo la postulación como candidato a la presidencia. Esos momentos excepcionales de la historia en los cuales todos estamos convencidos que algo puede cambiar. “El cura de los pobres”, era ante todo un personaje prudente, al que su desvinculación con el status quo le aportó la principal fuente de legitimidad.
Las redes
La desolación nos obligó a buscar más información que le dieran inteligibilidad a lo sucedido, con la ingenuidad racionalista de creer que el “dato” empírico faltante puede explicar la fatalidad. El zapping se agotó pronto. Todos los canales retornaron a su grilla de programación habitual y los bares de la ciudad volvieron a trasmitir futbol, siempre futbol. Ya nada ameritaba continuar la trasmisión en vivo de un golpe guionado para la inmediatez de las imágenes y los actores de un montaje. La clase política predispuso los cuerpos y su estética para la televisión. Miraban cámaras, retocaban el maquillaje, combinaban colores y vestían de ocasión. Ese parlamento fue esencialmente oligárquico porque allí no se habló nunca el guaraní.
Más internet, más diarios del mundo, algo de twitter y unos cuanto llamados. Pero nada. Corrí a ver a Julio, el librero de Asunción, que siempre permanece sentado en el mismo lugar, su casa, su biblioteca. Lo único que cambia es el autor que está leyendo. Esa noche releía a Rafael Barret como un texto sagrado. Repasamos historias mínimas y esperamos expectantes el próximo día.
Pero el paso en falso provino del golpista Federico Franco. Como un gerente atento y conocedor de los carriles por donde discurren los nuevos tiempos de la política, la primera medida de su gobierno fue intervenir la TV pública, recientemente creada. Sin embargo, las redes sociales portadoras de un flujo juvenil y rebelde impidieron que eso sucediera. A falta de plaza, la resistencia se movió a la puerta del canal. El espacio público quedó encapsulado en la pantalla. Desde ahí, con un micrófono y cámara abierta, los jóvenes, adherentes del valor democrático en sí, intentaron ponerle las palabras a su tiempo: “Franco golpista, vos sos el terrorista”. Eran pibes de asamblea y barricada. Sabían pararse frente a la multitud y armar discursos con contenido político. Fueron los portadores de una promesa, como en Chile, Argentina y el ahora México electoral.
¿Qué nos pasó?
Las encuestas que circulan en los bunkers de campaña indican que la mayoría de la población rechaza la orquesta golpista. Inclusive, el candidato puesto a suceder a Fernando Lugo, Mario Ferreiro tiene, en esa voluntad aritmética de las mediciones, altas chances de obtener el sillón presidencial. Por eso ¿qué nos pasó? es la pregunta que recorría la extensa mesa del sábado por la noche, donde los compañeros llegaban en busca de un consuelo, cuando todo era inconmensurable. Explícame ¿cómo nos pasó? me inculpó un ministro luguista, como si los argumentos debieran provenir de un ente exterior a ese padecimiento colectivo. Ensayamos todas las hipótesis conspirativas posibles: la CIA, EEUU, el narcotráfico, los colorados, los medios de comunicación y más también. Armamos cuentos y novelamos historia. Pero no cerraba.
¿Para qué sirve la mayoría electoral si no puede constituirse en sujeto? fue el interrogante que alguien balbuceo pidiendo permiso. “Se cansaron de hacer guita con nosotros y ahora nos sacan como ratas del gobierno”. Sólo nos mirábamos y tomábamos más cervezas. Ahí descansaba parte del problema.
Sin parlamento, sin partido ni espacio político propio, ante movimientos campesinos a los que otra vez no le llegó la reforma agraria, el luguismo no construyó una fuerza política que pueda ocupar las calles. En un escenario de correlaciones de fuerza muy desigual, frente a los poderes fácticos de los órdenes políticos actuales de América Latina, la orfandad social de la plaza expresaba la orfandad política del gobierno destituido.
El proceso luguista contiene algunas imágenes peronistas, en tanto movimiento popular que plantó sus bases en los sectores más postergados de este país, pero no puede ser asimilado tan fácilmente. La diferencia más obvia es el sustrato del sujeto. Pero no sólo. Tampoco es asimilable a lo acaecido en la Bolivia de Evo, la Venezuela chavista o el Ecuador de Correa. Esos mismos relatos legales esgrimidos por los golpistas no logran desestabilizar los proyectos democráticos en aquellos países. En esos tres casos, la polarización y el conflicto eran pronunciados. El pueblo plebeyo tanto como los sectores oligárquicos en pugna percibían que lo que estaba en juego los afectaba de formas más o menos directas. Inclusive, que un recambio presidencial tenía alguna relación con su vida cotidiana y mundana.
Fuerzas restauradoras del orden conservador siempre hay. Acaso, ¿no van a saludar por una ventana los procesos de cambio que afectan, en diversos grados, sus intereses más concretos? La pregunta es por qué en determinados países y tiempos históricos estas fuerzas reaccionarias logran su cometido.
La paz de los cementerios
Por Hugo Ferreira C.
Abogado y analista político. Ex director de cultura de la Secretaria de Información y Comunicación para el Desarrollo del gobierno de Fernando Lugo.
El viernes 22 de junio se concretó en Paraguay un golpe de estado parlamentario mediante la forzosa interpretación del Juicio Político, una herramienta jurídica creada en la constitución nacional de 1992 como garantía contra los autoritarismos, figura más relevante aun en un país que acarrea, desde un pasado cercano, la dictadura más larga del continente.
Es quizás precisamente a partir de aquella dictadura partidario-militar solventada por el Partido Colorado en connivencia con las fuerzas armadas de la nación y las consecuencias de una hegemonía política de 35 años que penetró todo el tejido social nacional de casi dos generaciones de paraguayos, que todavía nos cuesta como sociedad reaccionar frente a monstruos con tanto poder acumulado que esperaron pacientemente en sus guaridas a la primera encrucijada de un gobierno frágil y con las contradicciones propias de un progresismo en construcción para desempolvar sus fauces y atacar con todo. El shock de verse frente al pavor de la intolerancia ideológica y la violencia heredada del autoritarismo stronista es quizás el por qué más sencillo para entender que la movilización popular (que sí existe) no logra contener tanta fuerza de un odio que embate tenebroso.
No hace todavía un mes que la ciudadanía, en especial la clase media asunceña, se organizó pacíficamente para protestar frente al Congreso y exigir el fin de un sistema prebendario solventado por las instituciones electorales del Estado. Este espontáneo movimiento ciudadano evitó que se vuelva a proveer de fondos multimillonarios a operadores políticos de los partidos tradicionales, y el susto para los dinosaurios políticos del Congreso fue tan grande que huyeron por la puerta de atrás, escapando del escarnio público en un acto que termino por rebautizar ese zoológico parlamentario con la grafica calificación de “dipuchorros y senarratas”. Esta “insolencia” ciudadana movilizó el bajofondo maquiavélico de los sectores más rancios del conservadurismo paraguayo (políticos corruptos, mafia organizada, sectores productivos históricamente acomodados, prensa obsecuente, etc.) y empezó a operar la máquina perversa para desarticular este despertar ciudadano a partir del único articulador distinto en décadas de política conservadora, el gobierno de Lugo y sus “zurditos de mierda”.
En un acto magistral de manipulación y confabulación perversa, digna de los años dorados de la Guerra Fría, se orquestó una trampa mortal en el escenario más sensible de conflictividad del Paraguay: el campo. 17 muertes en vano crisparon el ambiente y una vez encendida la prensa consorciada lanzó más nafta al fuego pintando como único responsable a Lugo por desencadenar “la violencia, el caos y la división de la familia paraguaya” (slogan de la lucha anticomunista de Stroessner) al osar atacar el problema de la tierra y en especial al intentar desenmascarar a los culpables de tamaña injusticia.
La consecuencia no se hizo esperar y en menos de 24 horas desarmaron décadas de lucha para volver al status quo que adormeció a este país por más de 60 años. Volvieron las corbatas al Palacio de López, la demagogia, el discurso inútil y trillado. Hoy buscan instalar la paz de los cementerios sobre los hechos consumados. Sin embargo, son años de lucha y hay un pueblo que nunca se rindió. El apoyo internacional no cede y la resistencia interna tampoco. Más allá del golpe de estado, esta sociedad ha cambiado. Lo ha demostrado el 20 de abril de 2008 al derrotar electoralmente al monstruoso prebendarismo colorado y entender que en Paraguay ya no hay imposibles.
La Nación - 3 de julio del 2012