La sentencia
El día de la sentencia Francisco “Pancho” Soberón arrancó bien temprano. A las seis y media de la mañana se reunió con los 29 familiares de víctimas que tenían pases para asistir a la audiencia, mitad en la sala principal, mitad en la sala contigua, ante un televisor con pantalla gigante. Hablaron y se pusieron de acuerdo en evitar festejos desmedidos si la sentencia era buena, es decir veinte años o más, y de apelar si la sentencia era de menos de veinte años. Después viajaron todos juntos, familiares y abogados, al lugar donde se llevaba adelante el juicio.
Ate Vitarte es el suburbio del suburbio de Lima. Allí, en un rincón de un vecindario que parece una enorme feria de baratijas, se encuentra la Dirección Nacional de Operaciones Especiales, un campus de entrenamiento de policías de elite. Luego de pasar por varios guardias y casetas de seguridad, se accede a una sala especialmente montada para este juicio histórico. Soberón, director de la Asociación Pro Derechos Humanos, ocupó su lugar en la sala contigua. Los familiares se tomaron de las manos. En la pantalla se veía al acusado.
“Habíamos visto desde el comienzo que estaba con la cabeza gacha, apuntando en un cuaderno. Creo que no apuntaba nada, que era para evadir mirar a las cámaras”, recuerda Soberón.
El acusado no era otro que Alberto Fujimori, dos veces presidente del Perú. Pero costaba reconocerlo, encorvado y vencido, a punto de ser el primer ex mandatario constitucional del mundo en ser condenado por violaciones a los derechos humanos en su propio país, por su propia Justicia.
“Tuvimos que esperar una media hora para que empiece la lectura de la sentencia, creo que fue la media hora más larga de mi vida. Pero enseguida nos tranquilizamos porque una de las primeras cosas que dijo el juez, antes de empezar con los fundamentos, es que la sentencia había sido unánime. Eso nos dio tranquilidad. Había usado la palabra ‘sentencia’ y nosotros pensamos que si era unánime, tenía que ser una pena importante.”
“Cuando empezaron a enumerar los hechos que se habían comprobado empezamos a pensar que habría una condena firme, pero no podíamos saber el monto. Fujimori seguía igual, pero el rictus se le iba endureciendo frente a lo que escuchaba.”
Había llegado el momento. El final de un camino recorrido durante diecisiete años, o más bien la culminación de una lucha emprendida por los familiares, Soberón y tantos otros activistas de las agrupaciones de derechos humanos peruanas, contra la impunidad y el olvido. Fujimori a punto de ser declarado culpable de ser autor intelectual de las matanzas de quince personas en la zona limeña de Barrios Altos en diciembre de 1991 y de nueve alumnos y un maestro de la Universidad de La Cantuta en julio de 1992. El tiempo y los sucesos que mediaron entre las masacres y el juicio cortaron en dos la historia del Perú.
A pocas semanas de las elecciones presidenciales de 1990, en medio de una profunda crisis, los medios, las encuestas, los actores políticos y hasta la comunidad internacional daban prácticamente por hecho que el refinado escritor Mario Vargas Llosa sería el próximo presidente de la república. Pero un personaje prácticamente desconocido hasta entonces frustró aquellos planes. Era Fujimori, un advenedizo de la actividad política que en base a carisma y un discurso contra la clase política acaparó de la noche a la mañana el voto de los sectores populares. Así, ante la sorpresa del mundo, fue elegido presidente. Su programa: austeridad económica a caballo del neoliberalismo de rigor en la región para la década de los noventa, privatizaciones y una agresiva campaña de terrorismo de Estado dirigida por las fuerzas armadas contra la guerrilla de Sendero Luminoso.
En 1992 Fujimori llevó a cabo un autogolpe, suspendió las garantías constitucionales y cerró el Congreso, abriendo el camino a su etapa más autoritaria. En 1995 fue reelecto y era casi un hecho que iría por su tercer mandato en el 2000. Pero el descontento ya era evidente.
“Teníamos la visión de que Fujimori no iba a durar mucho. No preveíamos lo que después se desató con el colapso del régimen porque eso fue abrupto, pero sí intuíamos que esto estaba llegando a su agotamiento. Y ése también fue el momento en el que los jóvenes salieron a las calles después de mucho tiempo con dos demandas centrales: democracia y derechos humanos. Esas dos palabras aparecían en los carteles que los jóvenes llevaban en muchas de las movilizaciones que se hicieron justamente por los casos Cantuta y Barrios Altos, que eran los que resumían la mirada general sobre derechos humanos –explica Soberón–. Como consecuencia de la movilización en base a estas dos demandas es que también empezamos a lanzar una ofensiva y solicitamos la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el año ’98.”
Cuando llegó la visita de la OEA ese año, los organismos de derechos humanos le acercaron centenares de testimonios de la represión ilegal desatada por el gobierno de Fujimori. La información recogida quedó plasmada en el informe “Democracia y Derechos Humanos” que se presentó ante la asamblea de la OEA del año 2000 en Windsor, Canadá. Ese informe, que directamente cuestionaba la falta de democracia en Perú, causó el aislamiento internacional del gobierno de Fujimori. Como si fuera poco, ese año salieron a la luz los ya famosos “Vladivideos”, llamados así por quien los protagonizaba: el oscuro Vladimiro Montesinos, la mano derecha del presidente y un auténtico monje negro del régimen. En las filmaciones se lo veía sobornando a empresarios y congresistas de la oposición. Todo el Perú vio por televisión el reality tragicómico de un gobierno ya a esta altura impresentable.
Sin darse por aludido, Fujimori seguía adelante con sus planes re-electorales. Pero Eduardo Stein, 31º jefe de la misión de observadores de la OEA, no estaba muy convencido. Soberón y sus compañeros fueron a verlo y le dijeron que las elecciones se presentaban con fraudulentas y que la OEA no podía legitimarlas con su presencia. Stein retiró a la OEA de Lima. Acorralado por el levantamiento de la misión de la OEA, los Vladivideos, la gente en las calles y la presión internacional Fujimori igual logró hacerse reelegir. Pero su suerte ya estaba echada. Huyó. Fue en viaje protocolar a Brunei y terminó escondido en Japón. Renunció desde la tierra de sus ancestros en pocas líneas enviadas por fax. El Congreso prefirió destituirlo por “incapacidad moral”.
Con un presidente fugado y destituido, a fines de noviembre de 2000, Valentín Paniagua, hasta entonces presidente del Congreso, asumió un gobierno de transición con el objetivo de convocar a elecciones libres y democráticas. El nuevo presidente provisional decidió reclutar para algunas áreas sensibles de su administración a los actores de la sociedad civil más significativos en la caída de Fujimori. Así, muchos de los líderes del movimiento ocuparon cargos claves en aquel gobierno. Gino Costa, el ministro del Interior y Carlos Basombrío, su vice, venían del Instituto de Defensa Legal, al igual que Susana Villarán, ministra de la Mujer. Diego García Sayán, de la Comisión Andina de Juristas, fue ministro de Justicia. La participación activa dentro del gobierno de militantes de derechos humanos generó algunas polémicas puertas adentro de las agrupaciones, en las que algunos de sus miembros argumentaron que debían mantener su independencia como organizaciones de la sociedad civil.
El Estado estableció una agenda de Derechos Humanos y sus propulsores dieron vida a la Comisión de la Verdad, un cuerpo que buscaba investigar el período de violencia política que había atravesado Perú, especialmente las violaciones a derechos humanos por parte del propio Estado, determinando responsabilidades y haciendo recomendaciones de reformas institucionales. Sofía Macher, ex secretaria general de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, fue nombrada primera secretaria de la Comisión.
El 28 de agosto de 2003 la Comisión de la Verdad entregó el Informe Final que contenía el resultado de 18 meses de trabajo. Durante un año y medio se habían recogido 17 mil testimonios, se habían realizado centenares de estudios y analizado las causas y consecuencias de la represión ilegal al conflicto armado interno que había desangrado a Perú durante 20 años. Pero Fujimori seguía libre.
El mayor obstáculo era la ley de amnistía que el propio Fujimori había decretado en 1995 para proteger su aparato militar de cualquier persecución judicial futura. En el gobierno de Paniagua entendieron que no tenía capacidad política ni legal de derribarla a través de un decreto presidencial, ni los votos en la Corte Suprema o el Congreso para anularla con un fallo u otra ley. Entonces decidieron recurrir a una instancia superior. Si existía un pronunciamiento previo de la Corte Interamericana de la OEA sobre algún caso particular sería posible que los jueces peruanos pudieran aplicar la invalidez de la amnistía en algunas de las causas que se empezaban a amontonar en los tribunales.
Así, a pedido de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, un colectivo de 67 agrupaciones grandes y chicas fundado en 1985, la Corte Interamericana se pronunció en el caso de Barrios Altos. El caso involucraba a los miembros del grupo Colina, un comando de elite para operaciones contrainsurgentes. Los comandos habían ingresado una noche de diciembre 1991 en un edificio de departamentos de la localidad de Barrios Altos y ejecutado brutalmente a un grupo de vecinos que estaban reunidos en uno de los departamentos organizando una actividad de recaudación de fondos. Los habían confundido con un grupo de Sendero Luminoso, en base a un deficiente trabajo de inteligencia. Otra acción, seis meses después pero en otro escenario –La Cantuta–, y con distinta metodología –secuestros y desa-pariciones– convirtieron a las dos localidades limeñas en sinónimo de aberraciones a los derechos humanos y paradigma de la brutalidad del régimen.
En el 2001 la Corte Interamericana falló que en el caso Barrios Altos el Estado peruano había cometido crímenes de lesa humanidad, por lo tanto, imprescriptibles y no amnistiables. La sentencia rebotó por todo Latinoamérica. Fue el principal precedente invocado por la Corte Suprema argentina para invalidar las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida en el año 2005. Los jueces chilenos de la democracia también usaron el fallo Barrios Altos para argumentar en contra de otra ley de amnistía, la del dictador Augusto Pinochet.
En Perú, Paniagua había anunciado el día de su asunción que su país regresaba al sistema interamericano de justicia del cual Fujimori se había retirado. Con ese precedente, los jueces peruanos empezaron a tomar en cuenta el fallo Barrios Altos dejando así sin efecto la ley de amnistía en sus sentencias. En 2001, fue electo presidente Alejandro Toledo, quien mantuvo y ratificó la política de derechos humanos de Paniagua. El marco legal se había creado. Faltaba lo más difícil: detener y juzgar a Fujimori.
Los organismos insistieron ante los gobiernos de Perú y Japón para que acordaran la extradición del prófugo. “Siempre tuvimos reservas sobre la actitud política del gobierno japonés. Pese a eso hicimos campaña, viajamos a Japón con los familiares, constituimos un grupo de apoyo al juicio de Fujimori en una sociedad japonesa indiferente, organizamos un grupito en Japón con el que por lo menos molestábamos y fastidiábamos. Pero el tema nunca se difundió a fondo. Sólo aparecían cosas medio faranduleras, como que Fujimori se había ennoviado con una japonesa, por ejemplo”, recuerda Soberón.
La situación cambió cuando Fujimori se exilió en Santiago de Chile, en noviembre del 2005. “Fuimos allí inmediatamente a exigir detención, captura y extradición. Luchando contra la desidia de la corporación política chilena, incluida la presidenta Bachelet. La Coordinadora y sus principales dirigentes activaron la presentación de organizaciones internacionales ante los tribunales chilenos hasta conseguir que la Corte Suprema dispusiera la extradición.”
Alan García, el predecesor de Fujimori, volvió a ser electo presidente en 2006. La relación del gobierno actual con la red de derechos humanos del Perú dista de ser la mejor. García ha sido acusado de violaciones a los derechos humanos durante su gobierno anterior, comparables a las que derivaron en la condena de Fujimori. Y el renaciente fujimorismo es el principal aliado del gobierno aprista, hoy devenido en neoliberal. En el mes de mayo, García se refirió a Soberón como “traidor a la patria”. Soberón no se da por aludido: “El presidente sabe que muchos casos de violaciones a los derechos humanos se rozan con su gobierno anterior, y sus relaciones con el fujimorismo son inocultables”, contesta. Envuelto en una maraña de complicidades más o menos explícitas, García intentó proteger a Fujimori a través de su mayoría parlamentaria con la designación de su abogado, Rolando Souza, al frente de la Comisión de Relaciones Exteriores, cuando su cliente todavía estaba preso en Chile. No alcanzó.
El 21 de septiembre de 2007 marcó un hito en la lucha por la defensa de los derechos humanos al hacerse pública la decisión de la Corte Suprema de Chile de aprobar la solicitud de extradición de Fujimori. Se lo acusaba de presunta responsabilidad en los crímenes de Barrios Altos y de La Cantuta. El ex presidente ya tenía su pasaje de regreso a Lima. El 10 de diciembre de 2007 comenzó el juicio a Fujimori.
Quince meses más tarde llegaba la hora de la verdad. “Cuando la relatora de la sala leyó la condena de 25 años, se escuchó un murmullo de satisfacción. Nadie gritó, el juez no tuvo que apercibir a la sala. Fujimori no hizo nada. Mantuvo compostura y cuando se le dio la palabra se le pudo escuchar en voz no eufórica diciendo que iba a apelar la sentencia, no como otras veces en que le daba la palabra y se ponía a gritar que era inocente”, dice Soberón.
Afuera esperaban las cámaras, las felicitaciones, el micro y los insultos y piedrazos de los fujimoristas enardecidos. Después un almuerzo celebratorio en un sindicato, más abrazos y más entrevistas. Después Soberón se marchó solo a su oficina, prendió la computadora, abrió el mail y pudo comprobar que la noticia había dado la vuelta al mundo.
Tres días después de la sentencia Soberón seguía al borde de la euforia.
“Es la culminación de un proceso que empezó con el acompañamiento del sistema interamericano, siguió con la actuación en Japón, después Chile, que termina con una condena por homicidio calificado, secuestro agravado en dos casos perfectamente documentados, donde se corrobora su actuación como conductor y autor mediato de estos crímenes cometidos desde el aparato de poder”, cuenta al teléfono desde Lima.
Las palabras le salen a borbotones. Tantos momentos para recordar, tanta gente para recordar.
“Lo más importante del fallo es la dignificación de las víctimas. El profesor y los estudiantes de La Cantuta y los pobladores de Barrios Altos no eran miembros de Sendero Luminoso, tampoco sus familiares, pero habían sido estigmatizados como tales por los remanentes del fujimorismo durante todos estos 17 años. La sentencia ha establecido fehacientemente que las víctimas no eran terroristas. Esa es la mayor rehabilitación que han sentido los familiares.”
Ya no quedan cuentas pendientes, proclama Soberón. “No sólo fueron condenados los responsables directos, sino todos los culpables en distintos niveles de decisión, desde los propios miembros del Grupo Colina, que recibieron penas atenuadas pero no excarcelables a cambio de su confesión, pasando por el fallo contra el jefe de Servicio de Inteligencia Nacional, Salazar Morea, condenado a 35 años de cárcel, hasta la condena de Fujimori. La satisfacción es plena y total.”
*Santiago O´Donnell, licenciado en Ciencia Política, se desempeñó como periodista en los Estados Unidos escribiendo para el Washington Post y para Los Ángeles Times.
Fuente: [color=336600]Página 12 – 12.04.2009[/color]