La transformación del modelo rural en Argentina / Nicolás Arceo* - Mariana González**
En el conflicto con "el campo", buena parte de la discusión giró en torno de unos pocos datos fragmentarios acerca de la actual situación del ámbito agropecuario, que cada uno de los sectores en pugna empleaba para convencer al público acerca de la justicia de su propia posición. Entre tantas opiniones e informaciones encontradas resultó difícil formarse una imagen precisa acerca de la posición que ocupa el agro en la producción, en el empleo, en la generación de valor agregado y en las exportaciones.
Un primer punto llamativo acerca de la presunta importancia económica del campo, es que sólo aporta en la actualidad el 8,4% del valor agregado generado en la economía.
Es más, el crecimiento de la producción del sector ascendió sólo al 3% del aumento total del PBI en los últimos cinco años. Tampoco su peso en el empleo es muy significativo: incluso si se incluye a los ocupados en las industrias de alimentos, sólo el 11,4% de los puestos de trabajo corresponden al sector (1).
En cambio, como a lo largo de toda la historia argentina, de las actividades agropecuarias proviene la mayor parte de las divisas de que dispone el país: su participación en las exportaciones asciende al 57,4% del total, considerando tanto las correspondientes a productos primarios como las de las manufacturas de origen agropecuario. Y, por otra parte, se trata del mayor oferente de bienes de consumo de los trabajadores (bienes-salario) de la economía argentina. Los alimentos y bebidas constituyen el 31,3% de la canasta de consumo de la población y un porcentaje aún mayor para los hogares más pobres (46,6% en el primer quintil de ingresos). Las variaciones en sus precios tienen, por lo tanto, una influencia fundamental en la evolución de los salarios reales.
Podría decirse que la posición del agro dentro de la economía nacional está signada por un marcado contraste: de una parte, su peso dentro de la producción y el empleo global del país no es, en comparación con otros sectores, demasiado significativo. Pero por otro lado, el campo concentra dos recursos clave para la economía nacional: provee buena parte de las divisas y de los alimentos para su población.
Para comprender la lógica de funcionamiento del sector en la actualidad se hace necesario retroceder en el tiempo, ya que su configuración vigente responde al resultado de las transformaciones acontecidas en el conjunto de la economía argentina en las últimas tres décadas.
Abandono de la industrialización
Con la última dictadura militar se inició una etapa de profundos cambios en la economía argentina, consolidada en la década de 1990. Caracterizada por el abandono del proceso de industrialización, la reprimarización de la estructura productiva, la primacía de las inversiones financieras por sobre las productivas, la caída tendencial de la ocupación y una marcada reducción de los salarios reales, al cabo de esa etapa se transformó la esencia de las relaciones económicas y sociales vigentes hasta ese momento. El sector agropecuario no quedó al margen de estos cambios. Su lógica de funcionamiento se vio radicalmente afectada
La mayor rentabilidad relativa de las colocaciones financieras por encima de las productivas condujo, salvo en algunos años excepcionales, a una salida sistemática de recursos del agro hacia la actividad especulativa, lo que determinó la contracción de la superficie agrícola y del stock ganadero. Este último registró una aguda reducción, pasando de los 61 millones de cabezas de ganado vacuno en 1977 a sólo 51 millones a fines de la década de 1980, para posteriormente estabilizarse en torno a esos valores. En tanto, la superficie sembrada con cereales y oleaginosas se redujo de 22 millones de hectáreas en la campaña 1976/1977 a 19 millones a finales de los años ochenta (Gráfico Nº1). De todas formas, a pesar de la caída en la superficie sembrada, la producción de cereales y oleaginosas mostró una significativa expansión, ya que creció al 3,1% anual acumulativo entre 1976 y 2001. Esta expansión obedeció a un fuerte aumento de los rendimientos por hectárea, debido a un cambio en las técnicas productivas y de organización en el sector. En efecto, una serie de innovaciones tecnológicas generadas y difundidas desde mediados de los '60 se profundizó durante la década siguiente, ante el abaratamiento de los insumos demandados por la producción agrícola (herbicidas, fertilizantes, semillas híbridas, etc.). En los '80, además, se consolidó una nueva forma de organización de la producción: el "contratismo", que permitió un uso más intensivo de los bienes de capital. A su vez, la apertura comercial, especialmente en los momentos en que se mantuvo la moneda sobrevaluada, potenció el aprovechamiento de las economías de escala, al reducir el costo de la incorporación de bienes de capital y de nuevas tecnologías. Cabe destacar además que este fenómeno adquirió mayor relevancia en el sector agrícola que en la producción ganadera, como consecuencia de la menor dependencia de esta última respecto de los insumos externos. Esos procesos permitieron un significativo incremento en la rentabilidad relativa de la producción agrícola con respecto a la ganadera, que quedó supeditada a la evolución de la demanda doméstica como consecuencia del cierre de los mercados de exportación frente a la extensión de las políticas de autosuficiencia alimentaria por parte de los países europeos desde mediados de los '60. Sin embargo, este fenómeno no se tradujo en una expansión de la agricultura; por el contrario, la superficie agrícola no sólo no se incrementó sino que incluso se redujo con respecto a los niveles alcanzados a fines del modelo sustitutivo de importaciones. En síntesis, las ventajas relativas de los rendimientos financieros sobre la producción agropecuaria condujeron a una contracción de la superficie utilizada con fines productivos. Este proceso fue aún más intenso en la producción ganadera, por la reducción de su rentabilidad no sólo frente a las colocaciones financieras sino también con respecto a la producción agrícola. El cambio comprimió la producción potencial del agro y al mismo tiempo exacerbó la liquidación de ganado vacuno. El campo fue así parte de la contracción de la economía en su conjunto, que acompañó al proceso de desindustrialización.
Un nuevo modelo agrícola
La década de 1990 implicó la profundización del patrón económico de apertura y valorización financiera. En este marco, se llevó a cabo una serie de medidas de desregulación de la producción agropecuaria y del comercio interno e internacional, que transformaron a este sector en uno de los más abiertos del mundo. Los principales organismos del Estado encargados de la orientación y supervisión de las distintas actividades agropecuarias y agroindustriales –entre ellos la Junta Nacional de Granos y la Junta Nacional de Carnes– fueron disueltos o desarticulados. También se eliminaron las políticas regulatorias de fijación de cuotas de producción y de garantía de precios mínimos para los productores. Por diversos factores, a mediados de ese decenio la tendencia hacia la contracción se detuvo. El sector agropecuario inició este nuevo ciclo de crecimiento, pero ahora en una situación novedosa, marcada por la salvaje desregulación. El fuerte aumento de los precios de los productos agrícolas de exportación en un primer momento, y la difusión de la soja transgénica después, implicaron un significativo aumento en la rentabilidad de las producciones agrícolas, que se plasmó en una enérgica expansión de la superficie cultivada con cereales y oleaginosas, que pasó de los 21,2 millones de hectáreas en la campaña 1994/95 a los 27,1 millones de hectáreas en 2001/02. Esta expansión se explica mayormente por la soja, que representa un 95,5% de dicho incremento. La incorporación de un nuevo paquete tecnológico a la producción sojera mediante el uso de semillas transgénicas, herbicidas a base de glifosato y procesos de siembra directa permitió un notable aumento de la rentabilidad. Si bien la soja genéticamente modificada no incrementa sustancialmente el rendimiento por hectárea, permite una notable reducción de los costos a través de las menores tareas de desmalezamiento y la mayor facilidad en la siembra. A su vez, la intensificación en el aprovechamiento de las economías de escala condujo a la desaparición de los productores de menor tamaño. Entre 1988 y 2002 disminuyó en 81.000 el número total de explotaciones agropecuarias. Asimismo, se generalizó el contratismo e hicieron su aparición los fondos de inversión agrícola y los pools de siembra, que operan sobre el arrendamiento de la tierra y permiten la incorporación de capitales extrasectoriales. La aparición de estos fondos puso en evidencia la profunda transformación que estaba aconteciendo en esos años en la producción agropecuaria, fundamentalmente pampeana, en donde el sector ya no expulsaba recursos sino que absorbía los excedentes financieros generados por el conjunto de la economía. La expansión de la superficie sojera, sin embargo, no se tradujo sólo en un desplazamiento de otros cultivos o de la ganadería. La existencia de áreas no sembradas como consecuencia de la preeminencia de las colocaciones financieras por sobre las productivas determinó la posibilidad de expandir notoriamente la producción sin reducir abruptamente las superficies destinadas a otros usos. En efecto, la evolución de los otros dos cultivos tradicionales de nuestro país (trigo y maíz) muestra que la superficie empleada en dichas producciones no se contrajo durante la década de 1990, sino que se expandió levemente. Más allá del aprovechamiento de superficies no utilizadas, la expansión de la superficie sojera implicó también la extensión de la frontera agrícola hacia tierras antes no cultivadas, el desplazamiento de algunos cultivos regionales tradicionales y el de la ganadería. Resulta paradójico que una de las mayores etapas de expansión de la producción agrícola en nuestro país se haya registrado en el contexto de la peor crisis económico-social de la historia. Al tiempo que el país y los trabajadores se hundían en la miseria, en el campo florecía un nuevo modelo de explotación. Mientras que el Producto Bruto Interno (PBI) se reducía en un 8,4% en el período 1998-2001, la producción de cereales y oleaginosas pasaba desde los 53 millones de toneladas a más de 61 millones en 2001, lo que pone en evidencia la elevada rentabilidad de la producción agropecuaria en dicho período, a pesar de la existencia de un tipo de cambio notoriamente sobrevaluado y una economía en recesión.
En la post-convertibilidad
El colapso del régimen de convertibilidad a fines de 2001 y el mantenimiento por parte de las autoridades económicas de un tipo de cambio alto supuso un significativo incremento adicional en la rentabilidad de la producción agropecuaria. Los márgenes brutos por hectárea prácticamente se duplicaron con respecto a los vigentes anteriormente, primero por la devaluación de la moneda y luego por el fuerte aumento del precio de los productos primarios en el mundo. La reestructuración del campo avanzaba con viento de cola. La extraordinaria recuperación de la rentabilidad de la producción agrícola y ganadera tuvo lugar a pesar de la aplicación de retenciones a las exportaciones. De esta forma queda claro que la aplicación de este gravamen se sustenta en las excepcionales condiciones agro-ecológicas en que se desarrolla esta actividad en nuestro país, que permiten obtener tasas de rentabilidad extraordinarias
Mirando más de cerca la evolución del sector, se observa que lejos de ser una maldición, las retenciones no llegaron a afectar la dinámica de la inversión y el crecimiento agrario. Por el contrario, la superficie destinada a la producción de cereales y oleaginosas continuó la expansión registrada desde mediados de los '90, pasando desde los 26,3 millones de hectáreas en la campaña 2000/01 a más de 30 millones de hectáreas en 2006/2007. Este proceso se reflejó –a su vez– en un incremento en los volúmenes de producción, que pasaron de 67 millones de toneladas a cerca de 94 millones de toneladas en dicho período, fruto del aumento tanto de la superficie sembrada como de los rendimientos por hectárea. Pero este nuevo modelo no beneficia a todas las producciones ni a todos los productores por igual. Si bien tanto los márgenes agrícolas como los ganaderos se incrementaron significativamente en los últimos años, este proceso no fue homogéneo entre las distintas producciones (2). La mayor rentabilidad relativa de la producción agrícola, y en particular la sojera, ha conducido a la persistencia del desplazamiento de la actividad ganadera fuera de la zona núcleo de la región pampeana. Es más, en los últimos años se registraron elevados niveles de faena, tendencia que estaría indicando la presencia de una aguda fase de liquidación de stocks ganaderos. A su vez, en el interior de la producción agrícola la elevada rentabilidad de la soja ha determinado el desplazamiento de algunos cultivos regionales. En el caso de la producción algodonera de la provincia del Chaco este fenómeno ha sido muy intenso. La superficie sembrada con algodón, que promedió las 438.000 hectáreas durante la vigencia de la convertibilidad, se redujo a 158.000 tras el colapso de dicho régimen, en tanto que la superficie sojera pasó de 167.000 hectáreas a 689.000 hectáreas en idéntico período. Más allá de las particularidades regionales y de cada cultivo, la elevación de los niveles de rentabilidad en la producción agropecuaria se ha traducido en un importante incremento del valor de la tierra, y –por ende– ha implicado una significativa ganancia patrimonial para los propietarios. La prevalencia de bajas tasas de interés en los mercados financieros local e internacional incentivó también la compra de tierras, reforzando la tendencia hacia el incremento de su precio. Concretamente, en estos últimos años el alza del valor de la tierra en la zona núcleo de la región pampeana ha sido extraordinario, alcanzando por ejemplo en 2007 en la zona maicera de la provincia de Buenos Aires 9.100 dólares por hectárea, valor notoriamente superior al registrado durante la vigencia del régimen de convertibilidad, en donde promedió los 3.200 (3) dólares por hectárea. Así, los propietarios de tierras (los tradicionales "terratenientes"), sean grandes o pequeños, nacionales o extranjeros, se beneficiaron de un sustancial incremento patrimonial en dólares, precisamente en una época en que el eje de la política económica consiste en sostener un dólar caro.
Una agenda para el campo
El cuadro en la zona pampeana, que constituye el núcleo de la producción agropecuaria nacional y explica el 87,5% de la oferta de cereales y oleaginosas, no parece digno de grandes reclamos. Independizados del ciclo económico, los productores experimentaron durante la crisis una situación de riqueza en medio de la miseria, que se potenció en los años siguientes. La rentabilidad creció de manera espectacular. En términos patrimoniales, el valor de su activo (la tierra) multiplicó su precio en dólares. Muchos pequeños propietarios abandonaron la producción para arrendar su campo y vivir de rentas. Mientras tanto, el proceso de sojización extendió la frontera agropecuaria hasta alcanzar zonas insospechadas. En el contexto de expansión de la producción agropecuaria y de elevados niveles de rentabilidad del período post-devaluación, resulta llamativa la importancia que alcanzó el lock-out llevado adelante por las distintas organizaciones que representan a la burguesía agraria en nuestro país. Mirando más detenidamente la cuestión, resulta que la discusión no gira centralmente ya en torno al nivel de retenciones aplicado, sino que cuestiona de forma mucho más general la apropiación directa de parte del excedente agropecuario por parte del Estado –a través de la recaudación de las retenciones– y en forma indirecta por parte de la sociedad –a través del menor precio de los alimentos–.
El conflicto evidencia también algunos elementos que parecen no haber sido tenidos en cuenta por las autoridades en la aplicación de las últimas medidas. El sector agropecuario presenta distintas realidades como consecuencia de las diferencias regionales y, principalmente, de las escalas de producción. Incluso el actual modelo tiende a fragmentar aún más las condiciones del agro, concentrando fuertemente la producción (y también la propiedad) y desplazando algunos cultivos hacia zonas marginales cuya rentabilidad es mucho menor, aunque, no hay que olvidarlo, antes fuera nula o negativa. Estos contrastes se han profundizado en los últimos años como consecuencia de la expansión de la agricultura extensiva (Sigman, pág. 15).El lock-out patronal ha demostrado que el sostenimiento de una moneda devaluada y la aplicación de retenciones a las exportaciones no constituyen por sí solas una política de desarrollo agropecuario. Más allá de estas medidas, sigue vigente la total desregulación del sector iniciada en la década de 1990 y siguen ausentes las medidas específicas de promoción. Es necesario elaborar un plan que permita revertir, o al menos mitigar, las fuertes asimetrías presentes entre los productores, para lograr un desarrollo integrado del campo y evitar la carencia de oferta de ciertos cultivos desplazados por la soja o por su exportación. Los menores márgenes de rentabilidad de los medianos y pequeños agricultores no se superan a través de la implementación de retenciones diferenciadas según la escala de producción, que además son de dudosa aplicabilidad. Sólo puede ser efectivo el establecimiento de políticas específicas hacia ese conjunto de actores económicos y que tiendan a elevar su productividad. Claro que no se trata de una solución inmediata, y en medio de una confrontación tan áspera como la actual su efectividad puede considerarse demasiado lejana.
NOTAS:
(1) Javier Rodríguez, "Los complejos agroalimentarios y el empleo: una controversia teórica y empírica", Documento de Trabajo, Nº 3, CENDA, septiembre de 2005. (2) Sobre la rentabilidad antes y después de la devaluación, Javier Rodríguez y Nicolás Arceo, "Renta agraria y ganancias extraordinarias en Argentina, 1990-2003", Realidad Económica, Nº 218, Buenos Aires, 2005. (3) Elaboración propia, información de Márgenes agropecuarios, Buenos Aires, 1995-2007.
*ECONOMISTA, INVESTIGADOR DEL CENDA Y DEL ÁREA DE ECONOMÍA Y TECNOLOGÍA DE FLACSO
**ECONOMISTA, INVESTIGADORA DEL CENDA Y DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE GENERAL SARMIENTO; BECARIA DE DOCTORADO DEL CONICET
Fuente: Le Monde Diplomatique (Cono Sur) / Sin Permiso – mayo 2008