Las semillas de la discordia
Los agronegocios han cambiado sustancialmente en las últimas décadas, la tecnología y las patentes están en el centro de la escena. El conflicto entre Argentina y el gigante multinancional Monsanto fue solo un capítulo de una guerra que definirá el futuro de la producción de alimentos en el mundo.
Un ex secretario de Estado patea el tablero al escribir un libro pero pocos se enteran. Los medios no quieren darlo a difusión. Las razones exceden lo partidario y van directamente al hueso de la pauta publicitaria del sector privado que dicta qué se puede decir y que no. No tiene editorial y se consigue en Mercadolibre.
“Nonsancto, la semilla de la grieta”, escrito por Miguel S. Campos (la primera nota sobre el libro fue hecha por el sitio web “Bichos de campo”), secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación entre 2003 y 2007, cuenta una de las batallas judiciales entre Argentina y una de las empresas más importantes del mundo: Monsanto.
El conflicto en cuestión se centraba en las regalías de la soja transgénica conocida como RR. Este cultivo era la vedette de la agricultura Argentina desde su autorización en 1996, por el entonces secretario Felipe Solá.
El enfrentamiento iba a llegar a tribunales internacionales, no sin antes incluir intentos extorsivos de la multinacional. Pretendía cobrar por los subproductos de soja Argentina que tocaran puertos en Europa y otros destinos, donde Monsanto tenía patente sobre la RR.
Para entender cómo se llegó a una guerra entre Argentina y el gigante agrotecnológico debemos remontarnos a un buen tiempo atrás: entre la década del 70 y la década del 80 nuestro país había desarrollado varios tipos de soja adaptables a los distintos climas y condiciones agroecológicas del territorio. A su vez, a comienzos de los ’70 Monsanto se hace la patente del herbicida Round Up, es decir, glifosato. Dos décadas después compra en California la patente de la secuencia génica que permitía la resistencia de la planta de soja al glifosato (Round Up Ready, abreviada como RR). Una jugada que le permitió unir dos puntas de un esquema productivo que iba a cambiar la agricultura extensiva moderna.
El enfrentamiento iba a llegar
a tribunales internacionales, no
sin antes incluir intentos extorsivos
de la multinacional. Pretendía
cobrar por los subproductos de
soja Argentina que tocaran puertos
en Europa y otros destinos.
Pero volvamos a Argentina. Una de las razones por las que se dice que el campo criollo está en la vanguardia del conocimiento se debe a que fue pionero en la siembra directa o “no till farming” (siembra sin labranza). Con ella se logró mitigar la erosión eólica e hídrica que se produce en el suelo luego de la labranza. El problema secundario es que suelos más sanos también producen más malezas. A su vez la soja tiende a no competir bien con las malezas y su némesis primario era el sorgo de Alepo. El glifosato era la respuesta a este yuyo y la soja RR lo era para que el Round Up no se lleve puesto al cultivo.
Se conformaba así un paquete tecnológico mucho más barato que los viejos combos de herbicidas y la aprobación de este evento biotecnológico en otras partes del mundo nos aseguraba el comercio.
Así la soja creció en Argentina desde 1996 exponencialmente, a costa de cultivos como el girasol y maíz. El propio Campos aprueba en 2004 el primer evento biotecnológico de maíz, con la idea de balancear está disparidad.
Pero entre la bonanza, el entonces secretario recibió una noticia que llevaría a un conflicto judicial. Algo que se resolvería recién en 2010, cuando Miguel Campos ya no era parte del gobierno y nombrarlo se convertía en sinónimo de mala palabra en el mundo de CEOs rurales. Monsanto decía que debía cobrar por la soja RR a los productores argentinos porque los norteamericanos así lo hacían. Ellos, en propias palabras del titular local de la empresa, Alfonso Alba, no estaban en Argentina para hacer beneficencia.
Sin embargo Monsanto no tenía patente en Argentina sobre la RR, había licenciado la semilla en todos los intermediarios (semilleros) habidos y por haber. Frente al argumento lógico y legal de Argentina, Monsanto decidió cobrar en los puertos donde llegaran granos o subproductos con trazas del gen de la RR.
Campos explica en el libro que su primera suposición, y hoy conclusión, fue que Monsanto luego de perder la patente del glifosato y convertirse en un actor marginal en la venta del herbicida a nivel nacional, pretendía recuperar al menos una de las dos puntas de su gran negocio.
El primer destino del conflicto fue Holanda y le siguió Italia. A esta altura de los acontecimientos, Monsanto usaba su fuerza para contradecir la lógica de los tratados internacionales. Pretendía que harina de soja pagara regalías como semillas. La invención no puede cobrarse cuando el fin del producto es otro. Ningún europeo pretendía sembrar con harina resistente al glifosato ni hubiese sido una gran idea. No obstante, las grandes cerealeras argentinas e incluso varias entidades rurales estaban más dispuestas a llegar a un acuerdo con el gigante norteamericano que a defender la soberanía productiva del país.
Por suerte, el Tribunal Europeo terminó dándole la razón al Estado argentino el 23 de junio de 2010. Los medios nacionales le dieron una magra difusión a una de las batallas comerciales más importantes que dio Argentina. Varios comunicadores a lo largo de los años intentaron explicarle a Campos lo que implicaba para ellos hablar mal de Monsanto y Bayer. Él dice entender a los trabajadores de prensa.
La “guerra RR” nos da un panorama de cómo se insertó Argentina en la agricultura mundial en los últimas décadas, situación que se agudizó con el ingreso de China como miembro pleno de la OMC a partir del año 2001. Pero también nos puede enseñar mucho de debates que no se cerraron con el fallo de hace nueve años.
Los intentos de modificación de la Ley de Semillas, que obtuvo dictamen en la Cámara de Diputados el año pasado, es un ejemplo de cómo el lobby busca intervenir en la legislación interna de los países. Se busca limitar aún más el uso propio de las semillas por parte de los productores, reducir la gratuidad para pueblos originarios y agricultores familiares e incluir el concepto de “patente” dentro de la legislación, aun cuando la ley vigente ya permite el pago de la tecnología al momento de la compra de semilla fiscalizada.
Los intentos de modificación
de la Ley de Semillas, que obtuvo
dictamen en la Cámara de Diputados
el año pasado, es un ejemplo de
cómo el lobby busca intervenir
en la legislación interna de los países.
La permisividad frente a estos avances muestra que la vara de la discusión sobre hacia qué modelo productivo vamos es baja.
En febrero de 2019 el gobierno de Perú informaba que había ganado 45 casos de biopirateria en distintas partes del mundo a través de una comisión nacional dedicada al tema. Se entiende por biopirateria el uso no autorizado o no compensado de recursos biológicos o conocimientos productivos de pueblos y comunidades originarias. Argentina cuenta en el NOA con un arsenal de material genético generado a través de miles de años. Se desarrollaron en la región variedades de maíz que soportan amplitud térmica y estrés hídrico. Claro, la mazorca del cultivo andino no es grande y simétrica como la del maíz creado por Pioneer. Pero frente al cambio climático muchos creen que esa información genética podría ser blanco de empresas que busquen patentar lo que ya existe en la naturaleza.
Por otro lado, nuestro sistema productivo, alguna vez de punta, parece dar claros signos de deterioro y falta de sustentabilidad. Años de aplicaciones de glifosato generaron la aparición de malezas resistentes. La respuesta de los drivers internacionales de agroquímicos es presentar como nuevos viejas fórmulas de agroquímicos con nombres comerciales entre los que podemos encontrar al 2,4-D, un hermano menor del agente naranja. Sí, el de Vietnam.
Para entender la situación debemos tener en cuenta que la escuela de pensamiento predominante en la ingeniería agrónoma (posterior a los avances en la química en periodo de grandes guerras) se puede resumir en una frase: la naturaleza sola no puede. Y el desarrollo se entiende como lograr grandes rindes por hectáreas. Del otro lado está la producción orgánica y su mirada holística y segura pero inaccesible para buena parte de los pequeños agricultores, dado que la certificación está privatizada a nivel mundial.
La crisis de las malezas llega al punto que el barbecho, espacio de tiempo entre una cosecha y la próxima siembra, pasó a llamarse barbecho químico, sin eufemismo alguno. El campo debe mantenerse limpio y lozano antes de volver a iniciar el ciclo productivo.
También es cierto que la agricultura tradicional tomó algunas prácticas de la producción agroecológica como los cultivos de cobertura, que les compiten a las malezas y pueden ser aprovechados para los ciclos cortos de pastoreo animal (algo probado por años de estudios del INTA). Pero según las encuestas de la Bolsa de Cereales de Buenos Aires, solo el 10% de los productores utilizan estas técnicas, el resto prefiere que un nuevo paquete tecnológico (semilla modificada+fitosanitario) resuelva el problema.
Si bien, como se dijo antes, la asociación RR y Round Up abarató la producción, no siempre ocurre así. Al depender de los grandes drivers, el universo de productores está por fuera de la fijación de precios. Así, la agricultura familiar queda pegada a costos involuntarios. Recientemente la Secretaria de Agricultura Familiar y Desarrollo presentó frente a la Reunión Especializada para la Agricultura Familiar del Mercosur (REAF) el proyecto de impulsar 400.000 hectáreas de maíz transgénico en Misiones, una de las provincias con mayor cantidad de pequeños productores rurales del país y la segunda con mayor población rural después de Santiago del Estero. Se busca así potenciar desde el Estado la producción de proteína animal por parte de los colonos misioneros. Los argumentos en contra de pegar a un productor familiar a un paquete tecnológico cerrado no parecen ser tomados en cuenta.
Las discusiones son muchas. Las posiciones más extremas se enfrentan y los actores muestran su fuerza. Así se define el destino de la producción mundial de alimentos y Argentina es un actor clave.
- Bruno Reichert, PERIODISTA. DESARROLLA LABORES DE PRENSA EN EL MINISTERIO DE AGROINDUSTRIA. HA SIDO COORDINADOR DE PRODUCCIÓN DEL DOCUMENTAL "LA ARGENTINA PRODUCTIVA".
La Vanguardia Digital - 3 de julio de 2019