Los “agronegocios”, el control del dólar y las amenazas a la soberanía económica de la Argentina

Atilio Boron
A diferencia de otros países de América Latina, la historia económica argentina presenta como uno de sus rasgos más distintivos la periódica aparición de restricciones en el sector externo ocasionadas por la escasez de dólares para sostener las necesidades de la importación y, en mucho menor medida, el ahorro de las capas medias.

En estos días se ha conocido, si bien no de manera oficial y explícita, que el puñado de gigantescas cerealeras que controlan la producción y exportación de granos y oleaginosas de este país sólo han procedido a vender poco más de la tercera parte de la última cosecha: un 37 por ciento.[1] En otras épocas a esta altura del año ya habían liquidado las dos terceras partes, pero esta vez tal cosa no ocurrió. Al actuar de esta manera las multinacionales dominantes en el sector han disminuido significativamente el aporte de dólares a la economía argentina que, como es bien sabido, ha sufrido en las últimas décadas un acentuado proceso de internacionalización y de concentración en manos de grandes oligopolios extranjeros, todo lo cual intensifica la demanda de la divisa estadounidense en las más diversas ramas de la actividad económica.

Son varios los factores de orden especulativo que explican esta conducta. En primer lugar, al promover una devaluación del peso se aumenta la rentabilidad de los sectores agrarios, mecanismo archiconocido y archiprobado para propiciar una transferencia de ingresos desde asalariados y consumidores hacia el capital más concentrado y sus aliados. Los “agronegocios” comandados por las megacerealeras, con Cargill a la cabeza, y sus socios terratenientes adoptaron esta conducta acicateada por todos los informes técnicos que pronosticaban la continuidad de la tendencia bajista de la soja y como una manera de resarcirse de las pérdidas que aquella podría ocasionar con una fuerte devaluación del peso. Ante ella había otra alternativa: vender lo antes posible y evitar un mayor deterioro del precio de la oleaginosa. Pero optaron por retener sus ventas, estimulados por los consejos de los desprestigiados “gurúes” de la citi porteña que aconsejaron no vender la cosecha porque la devaluación del peso sería inminente. Este comportamiento demuestra la falsedad de las afirmaciones que aseguran que “el campo está endeudado”, como dicen sus apologistas, porque si lo estuviera sus agentes venderían la totalidad de la cosecha para salvar sus deudas. Y se demuestra asimismo el carácter fuertemente especulativo del comportamiento del complejo del “agronegocios” y, por otra parte, la incomprensible indefensión en que se encuentra el estado nacional ante sus maniobras que lo convierten, de hecho, en un factor de desestabilización económica al imponer una política como la devaluación del peso, contraria a la promovida por el gobierno nacional.[2]

En otras palabras, la estructura y lógica de funcionamiento del sector agrario muestra la existencia de una coalición dotada de una formidable capacidad de extorsión sobre el gobierno nacional. En el centro de esta telaraña de intereses rurales se encuentra un puñado de gigantescos oligopolios entre los que sobresalen, aparte de la ya mencionada Cargill, Bunge, ADM, Louis Dreyfus Commodities, AGD, Molinos Río de la Plata, Nidera, Molino Cañuelas, Los Grobo Agropecuaria y Aceitera General Deheza. El segundo círculo de esta alianza lo conforman una vieja y nueva gran burguesía terrateniente (esta última, procedente del intenso proceso de desmonte y ampliación de la frontera agrícola y la desposesión de las comunidades tradicionales y los pueblos originarios); y el tercero es un vasto pero decreciente, debido al veloz proceso de concentración de la propiedad fundiaria, conglomerado de medianas y pequeñas propiedades agrícolas atrapadas por una formidable revolución tecnológica que las ata de pies y manos al grupo de empresas multinacionales dominantes del complejo. Este núcleo hegemónico asienta su primacía por su colosal dimensión empresarial, de alcance planetario; porque detenta el monopolio de la tecnología alimentaria de última generación y porque tiene en su poder la llave que abre la puerta de los mercados mundiales y, por eso, está en condiciones de fijar el precio de los granos, de conceder préstamos a los sectores más débiles del complejo –desplazando progresivamente de esa función al Banco de la Nación Argentina y otras entidades bancarias y abriendo un potencial frente de conflicto entre los “agronegocios” y el sistema bancario en la disputa por la renta financiera-, de transportar y acopiar su cosecha y de proveerles el paquete tecnológico, las semillas, fertilizantes y pesticidas para comenzar la siguiente campaña. El sector hegemónico de esta alianza es, de lejos, la que se lleva la parte del león de la rentabilidad del sector: vende en el exterior, percibe dólares por sus operaciones y sus gastos locales (sueldos, combustibles, transporte, instalaciones, impuestos) se abonan en pesos.

A diferencia de Chile, en donde los ingresos del principal producto de exportación, el cobre, van a parar al fisco; o de Venezuela, en donde el producido por la exportación petrolera pasa directamente a las arcas del estado, en la Argentina los ingresos de las exportaciones agropecuarias (y las mineras) quedan en manos de empresas privadas y extranjeras. En menor medida esto también se reproduce con las exportaciones industriales. El resultado de esta infeliz ecuación es que las divisas que el país necesita para motorizar su desarrollo, promover el avance industrial, financiar sus programas sociales y satisfacer la demanda interna de dólares está sujeta al arbitrio de un puñado de grandes multinacionales.

Ante ello, la única alternativa razonable para enfrentar la crisis del sector externo es la nacionalización del comercio exterior mediante la creación de una “aggiornada” Junta Nacional de Granos que asuma el control de las exportaciones agropecuarias de la Argentina y corte de raíz el chantaje al que el estado nacional se ve sometido por las multinacionales del “agronegocios”. Organismos de este tipo existen en países que para nada pueden ser acusados por los representantes del “campo” como “populistas”. Nos referimos a Australia, Nueva Zelandia y Canadá, que tienen instituciones de este tipo para regular y monitorear todo lo concerniente a la producción y las exportaciones agropecuarias. Como es bien sabido la Argentina tenía una agencia de este tipo desde 1933, y sobrevivió con distintas restructuraciones y nombres hasta que el gobierno de Carlos S. Menem dispuso la disolución de la misma con el Decreto 2294 de 1991. Desde entonces las actividades regulatorias que antaño ejercía la JNG no desaparecieron, como dicen los apologistas de la desregulación, sino que fueron privatizadas y quien hoy ejerce esas funciones de regulación son las multinacionales cerealeras, lo cual constituye un tremendo disparate. Es decir, se pasó de un control público condicionado por los mecanismos democráticos de la república, a otro de carácter privado, absolutamente descontrolado y que se mueve en función de una estrategia mundial de maximización de beneficios. Y, por eso mismo, esas multinacionales son las que tienen la capacidad para decidir, vía su control de las exportaciones y su estrategia de ventas, cuál será la oferta de dólares con que contará la economía argentina y si esta puede avanzar por la senda del crecimiento o, producto de un estrangulamiento originado en el sector externo, hundirse progresivamente en la recesión.

Por eso, y tal como lo decíamos en un trabajo anterior, la estatización del comercio exterior no puede ser una medida aislada.[3] Por el contrario, se necesita un enfoque integral dado que, a diferencia de la vieja JNG, debe:

(a) incluir bajo su jurisdicción a toda la cadena de producción y comercialización del sistema agroalimentario, hoy controlado por las multinacionales, lo que debería rematar en la creación de una Junta Nacional Agroalimentaria, con las salvedades que plantearemos más abajo;

(b) examinar y promover una reforma impositiva especialmente diseñada en función de las nuevas realidades del capitalismo agrario y que permita poner en marcha un eficaz sistema de control que evite las sobre y sub facturaciones de los distintos componentes del “agronegocios”; y, finalmente,

(c) re-estatizar los puertos de la Hidrovía Paraná-Paraguay, privatizados por el menemismo y que constituyen verdaderos “estados dentro de un estado” que se prestan para toda clase de maniobras fraudulentas del complejo sojero-cerealero.

Estas medidas deben ser puestas en práctica con la mayor celeridad, porque el ritmo de la crisis no tolera dilaciones. Por supuesto, las mismas requieren de imaginación, solvencia técnica y experiencia práctica. No se trata de resucitar la antigua Junta Nacional de Granos o al Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio, el IAPI de la época del primer peronismo, porque el capital ha creado nuevos instrumentos financieros (compraventa a futuro, swaps, derivativos, etcétera) y la tecnología importantes innovaciones (como el silo bolsa, para citar sino un ejemplo, que independiza al productor del riesgo que se le arruine la cosecha a la vez que le permite postergar su venta hasta que el precio sea conforme a sus expectativas) todo lo cual exige de dispositivos muchos más sofisticados que antaño para asegurar el control público de la riqueza originada en el sector agrario.

De lo anterior se desprende la necesidad de concebir una agencia estatal que regule a la totalidad del sistema agroalimentario del país, desde su origen hasta su comercialización minorista, algo bien diferente a la JNG o el IAPI. A tales efectos será decisivo, para garantizar la viabilidad práctica de esta iniciativa, convocar a un gran movimiento popular capaz de construir un instrumento político que respalde esas iniciativas y otras más encaminadas a redefinir por izquierda el rumbo de la economía argentina: además de la largamente demorada reforma tributaria la elaboración de una efectiva política anti-inflacionaria que resguarde los ingresos de los asalariados y un replanteamiento radical de las políticas destinada a preservar la soberanía efectiva, no meramente retórica, sobre los bienes comunes de nuestro país, sobre todo en el sector minero e hidrocarburífero. Una convocatoria popular sin sectarismos, soberbias burocráticas o desmovilizadores verticalismos porque, de lo contrario, la respuesta de las clases y capas populares será una mezcla de impotencia, miedo paralizante ante la clara percepción del escarmiento que se cierne sobre ellas y, en algunos casos, indiferencia, mezcla que mucho tuvo que ver con el funesto desenlace sufrido por los gobiernos peronistas en 1955 y en 1976. Una decisión tan crucial e impostergable como la estatización del comercio exterior, cualquiera que sea su forma legal y jurídica, es antes que nada un hecho político que no puede ser producido por un decreto o una resolución firmada por un funcionario instalado en las “alturas” del aparato estatal. Se requiere del pueblo en las calles para defender esa política, factible si se reúnen las condiciones planteadas más arriba.

Para concluir, lo que en términos políticos se produjo en el apogeo del neoliberalismo menemista fue una gigantesca transferencia de soberanía en donde un área estratégica: la provisión de divisas, que en otros países está a cargo del –o fuertemente contralada por el- estado, fue cedida al puñado de megacorporaciones que controlan gran parte de los alimentos que consume la población mundial. Esto constituye una aberración que debería haber sido corregida hace largos años, y que si no se lo hace ahora podría asestar un golpe mortal a todo proyecto económico que intente fundarse sobre la soberanía económica de nuestro país. Se trata, sin un ápice de exageración, de una cuestión de vida o muerte. Los remedios están al alcance de la mano. Habrá que ver si existe la voluntad política para aplicarlos, antes de que sea demasiado tarde.

[1] Durante el año 2013 las exportaciones del sector agropecuario ascendieron a unos 50.000 millones de dólares, incluyéndose en este total las Manufacturas de Origen Agropecuario (MOA), que con 30.059 millones de dólares representaron un 36,2% del total exportado mientras que los productos primarios –principalmente cereales y oleaginosos- sumaron ventas por 19.302 millones de dólares, un 23,3% del total exportado. Las exportaciones mineras sumaron en ese mismo año 4.136 millones de dólares.
[2] Nótese que las reservas del Banco Central cayeron de poco más 52.190 millones de dólares en el 2010 a 29.278 millones de dólares a fines de junio del 2014. No toda esta enorme fuga de capitales puede ser atribuida a las maquinaciones del complejo del “agronegocios”, pero sin duda que su contribución para llegar a tan lamentable resultado no fue para nada desdeñable.
[3] Cf. nuestro “Argentina: ante la ofensiva de los oligopolios, ¡estatizar el comercio exterior!”, en ALAI, 30 Enero 2014, http://alainet.org/active/70910

ALAI, América Latina en Movimiento - 20 de agosto de 2014

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