¿Mediocridad o manejo?
Para evitar que la divisa se desplome, y con ello perder exportaciones de materias primas y ver disminuido lo que ingresa por retenerles plata a los que exportan, el Banco Central está comprando a razón de 100 millones de dólares diarios. ¿Cómo hace? Emite pesos para comprar los dólares y después emite bonos para reabsorber los pesos, porque la ley del mercado dice que un exceso de circulante desata inflación. Los bonos esos llegan a pagar un interés anual del 9 por ciento, que, para medirlos en la región, es el doble de lo que rinden los emitidos por Brasil y Chile. La zanahoria es así tentadora como ninguna para los capitales especulativos y sólo en marzo de este año se fueron alrededor de 400 millones de dólares por pagos de intereses. Ultima cifra: por esta vía, Argentina ya colocó letras por alrededor de 17 mil millones de dólares, que a futuro es una hipoteca en la que hoy no repara casi nadie porque las mieles de la soja y primos granarios son sinónimo de dale que va. Sí señor: al estilo de las privatizaciones de los ’90, cuando no importó si la fiesta podía acabar en lo que acabó. Esa hipoteca, además y nada menos, implica rezar para que en los próximos 20 o 25 años no se modifiquen las condiciones internacionales que hoy favorecen a los países, como Argentina, cuya economía se basa en productos primarios.
Como acápite de lo anterior, la estrategia (sólo la táctica, en realidad) consiste en que, por esa ruta de absorber dólares, crecen las reservas del Banco Central. Y al crecer las reservas crece la confianza local y del exterior para comprar bonos argentinos, en tanto el volumen de divisas disponible invita a creer que hay con qué hacerles frente a los bonos. Que es lo mismo que creyeron o dijeron creer los inversores externos, antes de que Argentina provocase el mayor default de la historia mundial. Pero “al margen” de eso, ¿no será que el país está acumulando dinero sólo para que el dinero tenga el único sentido de la confiabilidad del exterior? ¿Cuál es la razonabilidad de esa plata, en todo caso, si no es para mejorarle la vida a la gente? Con diez millones de pobres e indigentes, ¿lo que corresponde es el ahorro? Puesto en economía de entrecasa, ¿uno guarda plata cuando gracias si le alcanza para comer todos los días?
El debate mundial, con Argentina involucrada como productor de granos y metida, queriéndolo o no, en las negociaciones Brasil-Estados Unidos sobre el tema, pasa entre otras cosas por el punto de los biocombustibles. Transformar maíz en etanol para cubrir la demanda automovilística de los consumidores yanquis. Dicho casi brutamente rápido pero semánticamente preciso, sustitutos de nafta en vez de alimentos. Acaba de pasarles a los mexicanos: la tortilla de maíz, que para ellos es como para nosotros la carne, pegó un respingo de precio porque la derecha mexicana, atada al acuerdo de “libre comercio” con Washington, cede que la gramínea se convierta en el sostén parcial y progresivo de los carros estadounidenses. Aquí, los lobbistas del sector agropecuario concentrado ya empiezan a hablar de que los biocombustibes no son ni buenos ni malos sino inevitables (como los peronistas, digamos que en libre adaptación del “incorregibles” de Borges).
Volviendo unos pasos, en torno de para qué sirve acumular reservas de divisas o billete sobre billete del superávit fiscal, en algunas provincias avanza y en otras se estanca la pelea sindical-estatal por la proporción en blanco de los sueldos. Santa Cruz es el emblema de ese sinsentido económico-social: no llega a 200 pesos el remunerativo de los empleados públicos, y la propuesta gubernamental es traspasar apenas esa cifra. ¿Para eso sirve que el Banco Central esté inundado de reservas?
Hay la lucha (¿???) con la Iglesia acerca de metodologías “republicanas” de diálogo, y cabe insistir en el interrogante de a quién le importa realmente lo que piense y diga la curia. ¿Por qué la notable energía que hace ya semanas se dispensa a los cruces entre Kirchner y el obispo Bergoglio? ¿Cuál es la profundidad de ese tema?
Hay la denuncia de los trabajadores del Indek sobre cómo se maquillan los índices oficiales de inflación, pero la cuestión sigue siendo cuánto importa la oficialidad del índice mientras la inflación no estalle o mientras la población sienta que son números apechugables. Es decir, ¿la inflación es un hecho que se maneja desde lo tangible de los números, o desde lo que el imaginario colectivo estipule (además, o en lugar del índice)?
Hoy que el Gobierno dice que llegó a un acuerdo, que no termina de convencer a nadie, con los que producen vacas y con los que faenan las vacas para mandarlas al mostrador o a las góndolas. Los productores recibirán un 15 por ciento de aumento por el kilo vivo (la vaca en pie) y los frigoríficos se comprometen a no trasladar ese incremento. Como luego no se cumple nada de eso, vuelve la calesita de reuniones de la misma manera en que acuerdan precios de lácteos para que después inventen leches con otra etiqueta y productos de limpieza con otros colores, ajeno todo a los acuerdos, sin que nunca se explique por qué las autoridades no son capaces de controlar a los formadores de precios.
Tal vez esté bien que se ahorre mientras un tercio de la población atraviesa privaciones que van de serias a graves. Y tal vez esté bien que como granero del mundo nos propongamos transformar alimentos en combustibles. Y tal vez esté bien que la inflación se manipule en aras de cierta calma social. Y tal vez esté bien que no se avance más en sujetar a los precios porque cada vez que se lo intentó, o que se habla de eso, las llamadas “fuerzas del mercado” demuestran que son mucho más fuertes que el poder estatal. Sin embargo, ¿cómo asegurarlo en tanto no se lo debata a fondo?
La pícara pregunta final es si esto pasa sólo por la mediocridad de nuestra clase dirigente, o si en cambio reconoce como causa primera el que se entretenga a la sociedad con fuegos artificiales. Con su aval o su indiferencia, por supuesto.
Fuente: Página 12 / Argentina – 07.05.2007