México: “¡no somos corderitos de matadero!”

Alma Guillermoprieto
Debe haber pocos casos de un jefe de Estado entregado durante largas horas a escuchar a los más ciudadanos pobres entre los pobres de su país, para terminar aceptando sus reivindicaciones. Sin embargo, en buena medida gracias a los estupefactos y combativos padres de 43 adolescentes, tal fue la menos uno de los resultados de los atroces acontecimientos que han dejado a México transpuesto desde que los muchachos fueron raptados por policías municipales en el pauperizado estado de Guerrero el pasado 26 de septiembre.

Con aspecto cansado, el Presidente mexicano Enrique Peña Nieto compareció ante la televisión nacional la pasada semana para informar a la ciudadanía de que se había reunido durante cinco horas y media con las familias de los jóvenes y de que su gobierno pondría inmediatamente en práctica una serie de medidas encaminadas a encontrar las víctimas. Se comprometió, asimismo, a dedicar más recursos a los desesperadamente desasistidos maestros de escuelas rurales como aquella de la que las víctimas habían sido alumnos.

Que Peña Nieto actuara movido por lo que oyó y aprendió en el encuentro con las familias agraviadas, es cosa difícil de inferir partiendo de su presencia habitualmente pulcra e impostada. Las reivindicaciones presentadas eran suficientemente razonables, y para decirlo todo, cosas normalmente aceptadas por cualquier Estado responsable: encuentre a nuestros hijos, atienda a nuestras escuelas. Pero la disposición del Presidente a reunirse con ellos y escucharles, aun tardía y con reservas, fue un enorme triunfo: al menos esta vez no se pasaría desapercibido un crimen terrible y una investigación incompetente del mismo entre la torrentada de asesinatos, secuestros y otros horrores que fluye desapoderadamente ahora por la vida cotidiana de México.

Hay muchas explicaciones de por qué este particular ultraje entre tantos otros ha creado ahora una crisis de magnitud distinta en el estado mexicano. La más destacada es ésta: la lucha empeñada por las familias organizadas, tenaces, militantes, de las familias de las víctimas –ellas mismas víctimas, huelga decirlo— para recuperar a sus chicos. Otra es la lamentable incapacidad del Estado, no ya para resolver el crimen, sino hasta para suministrar un motivo, ni siquiera una versión mínimamente coherente de lo que se sabe hasta la fecha. Una vez más, se ha puesto a la prensa en la insostenible posición de tener que desenmarañar varias y encontradas versiones de los acontecimientos atestiguados por los supervivientes del ataque, de las revelaciones de los portavoces de los ministerios competentes en la investigación, de los rumores aparecidos en la web y de los testimonios ofrecidos ante jueces por una pequeña parte de los cerca de sesenta detenidos en relación con el secuestros. Y lo que puede desentrañarse dista por mucho de ser suficiente.

Los jóvenes desaparecidos era casi todos alumnos de primer año de la Escuela Normal Rural masculina Raúl Isidro Burgos en Ayotzinapa, un pequeño pueblo situado en el centro del estado suroccidental de Guerrero. El crimen tuvo lugar hacia las dos hora del día 26 de septiembre en la violenta ciudad de Iguala, también en Guerrero, a unos 120 kilómetros en dirección suroeste de México D.F. (La resplandeciente Acapulco es la ciudad mas conocida del estado.)

Ese día, unos ochenta alumnos de la escuela rural normal abandonaron su campus en Ayotzinapa, para subir a un ventilado cerro. (Los delegados de clase manifestaron no haber llevado la cuenta de los alumnos que subieron al autobús.) La normales rurales son escuelas que incorporan a estudiantes del estrato más bajo de ingresos en México. Sus padres pueden ganar menos de 400 dólares al mes, y se da por sabido que los alumnos reciben una menos que modesta educación, la justa para pasar a la siguiente generación de hijos de otras familias pobres su limitado cuerpo de conocimientos. Entre as varias escuelas normales rurales públicas de Guerrero, la de Ayotzinapa es la más pobre.

Conforme a una inveterada tradición, las escuelas rurales normales son instituciones militantes, y ninguna lo es más que la de Ayotzinapa. Dos dirigentes de los célebres movimientos guerrilleros de Guerrero estudiaron aquí en los 50. Los muros de la escuela están cubiertos de propaganda radical y los alumnos de Ayotzinapa salen de su campus varias veces al año para sumarse a marchas de protesta o para recaudar dinero en las calles para sus gastos. Arroz y frijoles, arroz y huevos, frijoles y huevos son su dieta básica. Escasean los libros. Y puesto que sus padres hacen ya un gran sacrificio ahorrándoles trabajar, sus gastos habituales se financian mediante estas recaudaciones callejeras.

Forma parte de un ritual de novatada de la escuela el que, durante una semana, los estudiantes de primer año tomen dos de los autobuses escolares cerro abajo, hacia Chilpancingo, la capital del estado de Guerrero. Las órdenes de los alumnos veteranos eran dirigirse a la estación de autobuses de la capital, hacerse con un puñado de autobuses interurbanos y manejarlos durante unas horas, dejando atrás la ciudad de Iguala, hasta los puestos de peaje de la autopista que conecta Acapulco con México D.F. Allí, los novatos tendrían que saltarse los peajes, como hacían cada año, y servirse de los autobuses para bloquear los carriles de la autopista cantando consignas de protesta y pidiendo contribuciones más o menos voluntarias a los enfurecidos conductores usuarios de la autopista. Este año tenían un motivo adicional: querían sumarse a la gran marcha de protesta organizada en México D.F. para conmemorar el aniversario (el 2 de octubre) de la masacre estudiantil de 1968. Sin embargo, ante sde que consiguieran llegar a la estación de autobuses, las fuerzas de seguridad expulsaron de Chilpancingo a los estudiantes, razón por la cual, según una de las versiones, se dirigieron por la tarde hacia Iguala, a fin de hacerse allí con los autobuses requeridos.

Según parece, pues, los estudiantes llegaron a Iguala para cumplir con su novatada el mismo día en que María de los Ángeles Pineda Villa, la mujer del alcalde, estaba desarrollando otro ritual. Como Primera Dama de Iguala, Pineda oficiaba de madrina benefactora del instituto local para niños pobres. El 26 de septiembre estaba celebrando su informe anual sobre las actividades del instituto. Conforme a la versión más comúnmente aceptada de los acontecimientos, tras enterarse de que los chicos de Ayotzinapa se estaban haciendo con autobuses en la estación local, o el alcalde o su mujer dieron la orden de "hacer algo" con los gamberros normalistas, a fin de evitar que se arruinara el gran día de la Primera Dama.

Ello es que Ángeles Pineda procede de una conocida familia de narcotraficantes. (Su padre y tres de sus hermanos son conocidos miembros de la narcobanda extremadamente violenta Guerreros Unidos, y dos hermanos murieron ya.) Se rumorea que su marido, el alcalde de Iguala José Luis Abarca, tiene vínculos con otra banda criminal en Acapulco. Chilpancingo, Iguala, y las poblaciones en torno a las dos ciudades están todas bajo control de los Guerreros Unidos. Incluso en relación con Guerrero, ahora mismo el estado más violento de la nación, la ciudad de Iguala (de unos 150.000 habitantes) y su entorno regional resultan un territorio temible a causa de los Guerreros Unidos y de otras bandas vesánicas en guerra con ellos. Secuestros y extorsiones forman parte de la vida cotidiana, los tiroteos a la luz del día son rutina y la tasa de homicidios –sesenta y tres asesinatos por cada 100.000 habitantes— se acerca a la de Honduras.

De anochecida, el 16 de septiembre, la policía municipal de Iguala persiguió a los autobuses capturados por los novatos, los acorraló y abrió fuego sobre los estudiantes. Dos alumnos de primer curso resultaron muertos en el acto. (Poco después, la policía disparó también sobre un autobús que creyó erróneamente manejado por estudiantes. El conductor, un miembro del equipo de fútbol local, y un pasajero de un taxi cercano murieron también.) El resto de los muchachos trataron de escapar aterrorizados. Al final, varias docenas lo lograron, pero 44 no consiguieron zafarse. En la fragmentaria reconstrucción de los hechos, ayudada por lo que puede inferirse del testimonio ocular de los chicos que lograron huir, los estudiantes secuestrados fueron vistos por última vez horas después, cuando policías municipales uniformados lo subían a unas furgonetas y se los llevaban. Al día siguiente del tiroteo, se encontró a uno de los jóvenes desaparecidos. Le habían saltado los ojos y arrancado a tiras la piel de la cara, antes de matarlo. Nuestras peores pesadillas esos días eran imaginar el destino de los restantes.

Más de cinco semanas después, el ultraje sigue ahí. Que chicos tan jóvenes y tan pobres fueran secuestrados y asesinados resulta algo repulsivo para todas las clases sociales mexicanas. El que fueran estudiantes, ha contribuido a revitalizar el activismo estudiantil en toda la nación. Y está, además, el hecho de que, con los años, nosotros, en México, sabemos por experiencia inveterada qué puede pasar si las fuerzas de seguridad, o los traficantes, o fuerzas de seguridad a sueldo de traficantes la toman contigo o con alguien que quieres.

Día tras día, un aparato estatal de seguridad cada vez más desesperado sigue pistas, busca y registra pistas y lugares, para terminar descubriendo una y otra vez hasta qué punto ha escapado ya totalmente a su control la imposición de la ley y del orden. Según declaraciones recientes del Fiscal General, las fuerzas encargadas de hacer cumplir las leyes estatales y nacionales han detenido a unas sesenta personas, incluidos policías municipales, sospechosos y dirigentes de la banda de los Guerreros Unidos, y muy recientemente, el 4 de noviembre, al alcalde de Iguala y a su mujer, que habían esperado hasta cuatro días después del baño de sangre para ir a esconderse México D.F. (El alcalde formuló una petición al consistorio municipal para una ausencia de treinta días, y abandonó la ciudad en vehículo oficial con su mujer y el resto de su familia.)

Todavía no se ha dicho nada fiable acerca del paradero de los normalistas, aun cuando su búsqueda ha arrojado ya cerca de cuarenta cuerpos sin identificar a los que nadie parece prestar demasiada atención. Y cada día que pasa más y más familias se suman a la exigencia de que se descubra también el paradero de sus parientes. Aun cuando la detención del alcalde y de su mujer ha significado al menos un primer éxito para las fuerzas de seguridad, está por ver si la pareja puede suministrar nuevas pistas en la búsqueda de los estudiantes, que parecen haber sido librados directamente a varias unidades de narcobandas inmediatamente después de su secuestro.

Cuando un día de la semana pasada visité la escuela normal rural de Ayotzinapa, los padres estaban sentados en pequeños corros a la sombra de una cancha de baloncesto cubierta, prestando su turno en una vigilia que dura ya semanas. Algunas mujeres hacen tortillas para ganarse el sustento, algunos hombres trabajan la tierra o están empleados en distintos trabajos ocasionales. La mayoría tienen más hijos en casa, y todos tienen que decidir a diario si van a trabajar a cambio de los pesitos necesarios para el sostén de sus familias o mantienen la presión sobre el gobierno participando en la vigilia de Ayotzinapa y en las actividades de protesta que se desarrollan por todo el país. (Hasta el encuentro de las familias con el Presidente, ni a las autoridades del estado de Guerrero ni al gobierno nacional les pasó siquiera por la cabeza ofrecer asistencia a las familias. Ahora, se nos informa, la han rechazado.) Una mujer con una remera rosa chillón y sandalias de plástico me detuvo cuando me aprestaba a salir del campus escolar. "Haga que el periódico para el que trabaja presione al gobierno para que encuentre a nuestros chicos", me dijo, y rompió a llorar. "Ya no podemos soportar esta angustia".

Los padres de Ayotzinapa deberían haber enloquecido ya todos, enfrentados como están a una incierta espera, al sistemático maltrato por parte de las autoridades y a la atroz perspectiva de que sus hijos hayan sido asesinados. Lo cierto es que se agarran a la creencia menos aterradora de que los cuarenta y tres muchachos siguen con vida. En México, D.F., luego del encuentro el pasado 19 de octubre con el Presidente Peña Nieto en Los Pinos (la residencia presidencial), los miembros de las familias de las cuarenta y tres víctimas ofrecieron su primera rueda de prensa en un pequeño auditorio de un centro de derechos humanos de la capital. "Estamos viviendo una pesadilla, y no logramos despertar", dijo Epifanio Álvarez Carvajal, un hombretón con apariencia de ranchero con camisa a cuadros y mostacho. "Cuando comemos algo, por ejemplo, nos acordamos [de los chicos] y nos preguntamos si estarán comiendo, si son alimentados o si tienen qué beber".

Es improbable que Álvarez y otras familias presentes fueran conscientes del triunfo del momento dado lo abrumador de sus preocupaciones. Aun así, gentes como Barack Obama o el Papa Francisco se sintieron en la obligación de comentar el escándalo de Ayotzinapa en los días inmediatamente anteriores, y el Presidente de México debió considerar cuando menos prudente prestar atención a la tragedia. Análogamente, la multitud de periodistas y reporteros gráficos mexicanos e internacionales que bullía en busca de espacio en la sala de conferencias no dudó en esperar durante cinco horas a que gentes normalmente invisibles para la prensa salieran del su encuentro. Dirigiéndose a esta masa micrófono en mano y haciendo frente a los focos de las cámaras, los seis parientes elegidos por las familias para comparecer en rueda de prensa y hablar en su nombre estaban bien integrados y hablaron brevemente por turno. El Presidente había ya había salido en antena anunciando las promesas del gobierno a las familias, pero el grupo estaba aquí para destacar que esos compromisos distaban mucho de ser suficientes.

Emiliano Navarrete, un hombre menudo tocado con una gorra de béisbol y que parecía andar por los treinta bien entrados, fue el último en hablar:

"Yo soy el padre de un chamaco que, para mí, no ha desaparecido", comenzó. "Para mí, fue secuestrado por hombres de uniforme que son policías municipales de Iguala, Guerrero". Su rostro se desalteraba revelando la tensión de hablar en público, y su castellano quebrado revelaba sus orígenes indios. "¿Por qué actúa así este gobierno?", prosiguió buscando las palabras. "No somos corderitos de matadero para matar cuando les venga en gana".

Hasta los cámaras, normalmente bulliciosos y cínicos, escuchaban con atención. "No he venido aquí a pedir ningún favor", soltó ahora Navarrete, rebosante de rabia: "He venido a exigir [que se encuentre a nuestros chamacos], porque soy un ciudadano de México y tengo derechos".

Al día siguiente, las fuerzas de seguridad del gobierno se desplegaron por miles por todas las poblaciones circundantes de Iguala y Chilpancingo. Se movilizaron con tanques, helicópteros, furgonetas y lanchas motorizadas.

En el momento de escribir esto, estamos a la espera de que, a resultas de la detención del alcalde de Iguala y de su mujer, puedan localizarse los cuerpos de algunos de los estudiantes. En el curso de una marcha realizada en México, D.F. encabezada por las familias de los muchachos desaparecidos, algunos de los padres revelaron a los periodistas que en encuentros privados mantenidos con autoridades públicas se les había informado de que sus hijos estaban muertos. Pero el portavoz de las familias, Felipe de Jesús de la Cruz, ha reiterado su posición: sólo aceptarán como prueba de que sus hijos están muertos resultados de tests de ADN realizados por un equipo de antropólogos forenses argentinos que han venido actuando como investigadores independientes durante toda la búsqueda.

Alma Guillermoprieto es una reportera mexicana, corresponsal de la New York Review of Books.

Sinpermiso - 9 de noviembre de 2014

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