Pacto Verde y geopolítica de la energía en una economía de guerra
La invasión rusa a Ucrania plantea el desafío de avanzar en el Pacto Verde europeo en condiciones críticas. El ataque militar ruso da cuenta de la irrupción de la geopolítica en la economía globalizada y de las implicaciones del uso coercitivo de las interdependencias económicas. Y obliga a Europa a acelerar su búsqueda de autonomía energética.
Un nuevo modelo socioeconómico para hacer frente a la emergencia climática y generar oportunidades de empleo y protección de la sociedad; una respuesta efectiva y transformadora a la pandemia; una mayor capacidad de actuación en un orden internacional en crisis. La Unión Europea (UE) ha tratado de responder a esos retos existenciales con una triple estrategia: el Pacto Verde Europeo, el programa de recuperación NextGenerationEU y la búsqueda de una mayor autonomía o soberanía estratégica. Las tres descansan en una difícil transición energética que aspira a dejar atrás la energía fósil en favor de las energías renovables y el desarrollo de fuentes que hoy apenas despuntan, como el hidrógeno verde.
Esa triple estrategia se basa en un pacto político, amplio pero frágil, entre socialdemócratas y otras fuerzas de izquierda, por una parte, y la centroderecha, los liberales y los verdes (quedan afuera las extremas derechas nacionalistas), por la otra. También es un pacto entre los países del norte y el sur de la Unión Europea que supone un renovado europeísmo. Esos acuerdos son precarios y se encuentran en permanente disputa, pero suponen dejar atrás las políticas de austeridad adoptadas tras la crisis del euro, asumir una «unión de transferencias» y mutualizar la deuda, y adoptar un enfoque estratégico de la inversión, la innovación y la política industrial, con un mayor liderazgo del sector público.
Fruto de un acuerdo tan amplio, el Pacto Verde no es el proyecto ecosocialista que ambiciona parte de la izquierda o de los verdes, pero tampoco puede desdeñarse como mero «transformismo» para un lavado de cara «verde» del neoliberalismo. El Pacto Verde implica un viraje en las relaciones exteriores de la Unión Europea, con la seguridad energética como elemento clave. Con ello, el benévolo cosmopolitismo que ha sido seña de identidad de la construcción europea sería sustituido por una visión geopolítica en la que Europa, en palabras del alto representante Josep Borrell, debería aprender a hablar el lenguaje del poder.
Ello supone tensiones y cambios rápidos y profundos para la política y las sociedades europeas: en los hábitos de vida y trabajo, en el consumo, la movilidad y la vida cotidiana, y en el conjunto de las aspiraciones vitales. Supone redefinir los contornos de lo público y lo privado, de los derechos individuales y del bien común. En suma, conlleva redefinir el contrato social.
La Unión Europea asumió esas transformaciones al entender, en un inédito ejercicio de reflexividad, que en ellas esta en juego su propia existencia y viabilidad frente a crisis más amplias: la de la globalización y el orden internacional, y la que supone la emergencia climática. En muchos aspectos, la pandemia de covid-19 fue un catalizador del cambio: expuso las debilidades de la Unión, forzó una enérgica respuesta común y mostró que la recuperación socioeconómica, el Pacto Verde y la soberanía estratégica eran en realidad parte de un mismo programa, con el que, en palabras de Max Bergmann, se estaba produciendo un verdadero «despertar geopolítico» de la Unión Europea.
Por su ambición y alcance societal, esa triple transición -socioeconómica, productiva y ecológica- exige grandes acuerdos sociales y políticos, tiempo y recursos. Sin esos ingredientes, es difícil hacer frente a las inversiones necesarias, a sus costos sociales y a los conflictos distributivos que traerá consigo. De todo ello no andaban muy sobrados ni la Unión Europea ni sus Estados miembros, aún golpeados por la pandemia. El ataque ruso a Ucrania, un verdadero shock al orden europeo y mundial, acorta los tiempos, constriñe los recursos y añade presión a esos acuerdos, ante una Unión Europea muy dependiente del petróleo, el carbón y el gas de una Rusia que no ha dudado en utilizar esos recursos como armas y herramienta de poder.
Los objetivos del Pacto Verde y la transición energética
El Pacto Verde no se limita a políticas ambientales sectoriales. Es la política económica y social de la Unión Europea, ahora presidida por las metas de descarbonización y lucha contra el cambio climático del Acuerdo de París. El principal elemento es la Ley del Clima de julio de 2021, con un mandato vinculante para alcanzar cero emisiones netas y la neutralidad climática en 2050, y una meta intermedia de reducción de emisiones para 2030 de 55% respecto a las de 1990. Ello supone modificar radicalmente el mix de energía de la Unión, con grandes inversiones públicas y privadas en energías renovables, como la eólica terrestre y marina y la solar fotovoltaica; la descarbonización del gas; la mejora de las tecnologías de almacenamiento y las redes eléctricas inteligentes, las baterías y el hidrógeno «verde»; y un verdadero mercado interior eléctrico integrado, pues hay casos como el de la Península Ibérica, que es una «isla energética» sin buenas conexiones con el resto de Europa. Por el lado de la demanda, supone apostar por la movilidad eléctrica y normas de emisiones mucho más duras, una fiscalidad de la energía más gravosa y la mejora del aislamiento en los edificios. También será necesario atenuar los costos de esa transformación para las regiones, países y grupos sociales afectados, en particular en sectores como el carbón.
De esto trata el paquete legislativo «Objetivo 55» (Fit for 55) lanzado en julio de 2021, cuyo nombre alude a la meta intermedia de reducción de emisiones de 55% para 2030 respecto del nivel de 1990. El Objetivo 55 reforma las directivas de eficiencia energética y de energías renovables para que en 2030 40% de la energía total de la Unión Europea sea de origen renovable, duplicando así las metas del periodo anterior. Prohíbe además los vehículos con motor de combustión interna en 2035 y promueve la aceleración de la instalación de puntos de recarga eléctrica y de hidrógeno. También se refuerza el régimen de comercio de emisiones. Ya se aplicaba a sectores que sumaban 40% de las emisiones de carbono totales de la Unión Europea (energía, siderurgia, plantas de cemento, papeleras, petroquímicas, otras grandes instalaciones industriales y vuelos internos) pero con el Objetivo 55 se extiende al sector del transporte y la edificación, incluyendo calefacción, que representan 22% y 35% respectivamente de esas emisiones totales.
Todo esto supone el retorno de la política industrial y un nuevo ciclo de innovación, a modo de «nueva Bauhaus» para reactivar el diseño industrial y la arquitectura al servicio de la nueva racionalidad societal de las metas climáticas. Un ejemplo es la instalación de fábricas de baterías eléctricas con participación de las empresas del sector y ayudas públicas para modernizar así un sector clave frente a la competencia de China y otros países.
Dado el impacto social de esas medidas y el riesgo de protestas como las de los «chalecos amarillos» en Francia, el Objetivo 55 propone un nuevo Fondo Social del Clima que se unirá a otros fondos estructurales de la Unión Europea. Es un instrumento para la transición justa y para evitar el riesgo de que la política del clima se cruce con conflictos de clase y sea atacada por las guerras culturales de la ultraderecha. Ese fondo se destinará a ayudas para el aislamiento térmico de las viviendas, a renovar vehículos y a evitar la pobreza energética. Pero hay resistencias de algunos gobiernos, que auguran que la tramitación de las propuestas legislativas del Objetivo 55 no será fácil y tal vez haya que rebajar algunas de las propuestas.
Acelerar la transición energética supone definir qué se considera inversión sostenible, y para ello la Unión Europea ha propuesto una taxonomía ambiental, social y de gobernanza corporativa (ASG). Por su carácter pionero, por su cobertura y por aplicarse al mercado interior de la Unión, la taxonomía ASG es el estándar de referencia para la inversión, las emisiones de «bonos verdes» o los ratings de valoración de riesgos en cuanto a sostenibilidad.
En abril de 2021, la Comisión Europea aprobó la sección de la taxonomía referida a la energía y el clima, pero dejó pendiente la controvertida calificación del gas natural y la energía nuclear. Alemania y otros países de Europa central, muy dependientes del gas ruso y con importantes inversiones en gasoductos e infraestructura, defendieron el gas como energía de bajas emisiones en la transición a las renovables, dejando atrás el carbón y la energía nuclear. La defensa de la energía nuclear como «limpia» por no suponer emisiones de carbono fue encabezada por Francia, donde esta tiene más peso en el mix energético. España, Italia y los movimientos ambientalistas rechazaron de plano esos argumentos. En febrero de 2022, ante la falta de acuerdo, la Comisión decidió declarar ambas energías -gas y nuclear- como «sostenibles», aunque las considera instrumentos de transición y establece límites estrictos a la apertura de nuevas plantas: hasta 2045 para la energía nuclear y hasta 2030 para el gas. Esa decisión fue objetada por varios Estados miembros, organizaciones de la sociedad civil e inversores y empresas, y puede aún ser rechazada por el Consejo y el Parlamento Europeo. Además de las razones ambientales citadas, se alegó que la resolución reforzaba la dependencia europea del gas ruso y que ese marchamo de sostenibilidad podría minar la credibilidad internacional y europea de la taxonomía ASG desde sus inicios.
Los dilemas fiscales de la transición y el ordoliberalismo
El Pacto Verde y la recuperación pospandemia no se ajustan bien a la ortodoxia ordoliberal inscrita en el diseño y políticas de la Unión Europea. Se parte de un aumento de los déficits y el endeudamiento público por encima de los umbrales contemplados en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que muchos Estados miembros ya superaban antes de la pandemia. Y requiere a su vez de un fuerte aumento de la inversión pública, como tal y en combinación con la inversión privada: entre 0,5% y 1% del PIB adicional cada año a lo largo de esta década, y aún más a partir de 2030.
La activación de la llamada cláusula de escape, que permite superar esos umbrales en una situación excepcional, muestra que ese marco fiscal puede responder con flexibilidad cuando es necesario, pero también revela que a mediano y largo plazos las reglas fiscales de la Unión Europea no sirven. Si se restablecen de manera prematura, como piden algunos «halcones» del déficit, pueden frenar la recuperación y, a largo plazo, impedir la transición energética y el Pacto Verde.
No existe aún consenso sobre qué debe sustituirlas, pero figuras como Mario Draghi y Emmanuel Macron han señalado que la estrategia de desarrollo que la Unión necesita para la próxima década demanda mayor espacio fiscal, para no sobrecargar a la política monetaria, y un tratamiento distinto para la deuda contraída para financiar la inversión verde, la reindustrialización y la digitalización europea. En suma, un «pacto fiscal verde» para que los objetivos de equilibrio presupuestario no socaven las inversiones necesarias para la transición ecológica.
Transición forzada y economía de guerra para el Pacto Verde
El ataque ruso a Ucrania en febrero pasado mostró, a modo de shock, la elevada dependencia del gas procedente de Rusia, especialmente en el caso de Alemania, y el uso de las interdependencias como armas (weaponization) por parte de líderes autoritarios, lo que acelera la crisis de la globalización y marca el retorno de la geopolítica a la economía internacional. También expresa el fracaso de una estrategia geopolítica alternativa, promovida principalmente por Alemania, para generar una red de interdependencias entre Europa y Rusia que, a través de los intereses compartidos, debía haber promovido el entendimiento con ese país.
La anexión de Crimea en 2014, el inicio de la guerra en el Donbas y el establecimiento de un amplio régimen de sanciones por parte de la Unión Europea significaron más hostilidad y, con ella, un mayor riesgo de utilización coercitiva del gas. La Estrategia Global y de Seguridad de la Unión Europea de 2016, y posteriormente el Pacto Verde Europeo de 2019, ya habían abogado por reducir esa dependencia, en nombre tanto de la sostenibilidad como de la autonomía estratégica de la Unión. Sin embargo, el rápido abandono del carbón en toda la Unión Europea y la voluntad de cierre de las centrales nucleares en Alemania significaron una mayor apuesta por el gas natural ruso como energía de transición y por proyectos como el gasoducto ruso-alemán Nord Stream 2, cuya construcción terminó en septiembre de 2021.
En los meses anteriores al ataque ruso a Ucrania, en un escenario de reactivación económica y alza de los precios de la energía, Gazprom redujo sus suministros, y a pesar de los intentos de diversificar las fuentes, las reservas de gas disminuyeron hasta 30% y los precios aumentaron 200%, en parte a causa de un sistema de fijación de precios marginalista que produjo beneficios extraordinarios para las empresas de generación de electricidad. Ya en octubre de 2020, la Unión Europea adoptó las primeras medidas para afrontar ese incremento y proteger a los consumidores más vulnerables, a las que se acogieron 25 de los 27 Estados miembros. El día del ataque ruso a Ucrania, los precios del gas se incrementaron 60%.
El alto representante de la Unión para la política exterior y de seguridad, Josep Borrell, señaló ante el Parlamento Europeo que, con la invasión de Ucrania, «este es el momento en el que ha nacido la Europa geopolítica». Ante ese hecho, la Unión Europea adoptó las mayores sanciones de su historia, pero estas no afectan las importaciones de gas de Rusia ni los pagos a través del sistema SWIFT de esas importaciones. La Unión, y especialmente Alemania, se alega, no parece capaz de hacer frente al corte total de esos suministros, y no hay muchas alternativas. Sí parece factible un rápido proceso de reducción de esas importaciones, aunque pueden implicar racionamiento y alza de precios, más dañinos para los consumidores de menor renta. Así lo indica un plan de diez puntos para que la Unión Europea reduzca su dependencia de Rusia elaborado en marzo de 2022 por la Agencia Internacional de la Energía (AIE).
El 8 de marzo de 2022 la Comisión presentó el plan REPowerEU para acelerar el Objetivo 55 y lograr la independencia energética de Rusia lo antes posible, disminuyendo en dos tercios el consumo de gas ruso para finales de 2022. En palabras de la presidenta de la Comisión Ursula von der Leyen: «Debemos llegar a ser independientes del gas, el carbón y el petróleo rusos. Sencillamente, no podemos confiar en un proveedor que nos amenaza explícitamente».
El plan tiene tres pilares: el primero busca contener los precios de la energía con precios regulados, impuestos temporales sobre los beneficios «caídos del cielo» de las empresas eléctricas, que financiarán ayudas a los hogares y las pequeñas empresas, y brindar un marco temporal de ayudas a las empresas más afectadas por el aumento de costos de la energía. El segundo se propone aumentar las reservas de gas para hacer frente al invierno 2022-2023, para alcanzar, de manera coordinada y cooperativa, 90% de la capacidad de almacenamiento el 1 de octubre de 2022. El tercer componente de REPowerEU tiene por meta acelerar la transición energética con fondos de NextGenerationEU, con la instalación de paneles solares domésticos, la sustitución de calderas de gas por sistemas de aerotermia (bombas de calor), mejoras del aislamiento y reducción de las temperaturas de la calefacción. Propende también a agilizar la inversión en energías renovables (parques eólicos y fotovoltaicos), duplicar la producción de biogás y cuadriplicar la de hidrógeno verde -un objetivo que se cree factible al finalizar 2022- y lanzar un «acelerador de hidrógeno» que amplíe la infraestructura de producción y almacenamiento en la Unión Europea y en países de la vecindad, como Marruecos o Egipto. Ello no excluye recurrir temporalmente al carbón, aún presente en el mix de energía de países como Polonia o Alemania, o a la energía nuclear. Bélgica ya ha anunciado que extenderá por una década la vida útil de dos de sus siete centrales nucleares.
En última instancia, el ataque ruso a Ucrania muestra que la adopción de un nuevo modelo económico y social basado en la descarbonización, la transición energética y la autonomía estratégica de la Unión Europea resulta inseparable en sus componentes. Sobre REPowerEU, el vicepresidente de la Comisión, Frans Timmermans, señaló: «Es hora de que abordemos nuestras vulnerabilidades y rápidamente nos volvamos más independientes en nuestras elecciones energéticas. Lancemos energías renovables a la velocidad del rayo. Las energías renovables son una fuente de energía barata, limpia y potencialmente inagotable y, en lugar de financiar la industria de los combustibles fósiles en otros lugares, crean puestos de trabajo aquí. La guerra de Putin en Ucrania demuestra la urgencia de acelerar nuestra transición energética limpia».
La invasión rusa a Ucrania, las sanciones y la voluntad de renunciar a los combustibles fósiles procedentes de Rusia van a suponer una rápida desconexión europea de ese país, la búsqueda de proveedores alternativos de gas licuado como Estados Unidos o Qatar, que ya están aumentando sus envíos a la Unión Europea, y más renovables. Ello condicionará la dimensión exterior del Pacto Verde y la diplomacia climática de la Unión. Supone profundizar el vínculo transatlántico, y asociar a la Unión Europea a otros países, quizás menos agresivos que Rusia, pero con dudosas credenciales democráticas y la tentación de utilizar esos vínculos como herramienta de presión.
En muchos aspectos, estas medidas de urgencia evocan planes de una verdadera «economía de guerra». Suponen una enérgica intervención pública en los mercados de energía y comportan un notable esfuerzo de planificación. Ilustran, de nuevo, la irrupción de la geopolítica en la economía globalizada y las implicaciones del uso coercitivo de las interdependencias económicas. Sin embargo, la Unión Europea parece no haber asumido aún las implicaciones fiscales.
La pandemia llevó a la suspensión de las reglas fiscales, la aprobación de un gran fondo de reconstrucción y la emisión de deuda común. La guerra de Ucrania es también un choque exógeno, con efectos asimétricos en los costos de las sanciones, costos de la energía, inflación y atención a refugiados. Ello puede exigir una respuesta europea común, que aún no se ha adoptado, para mantener viva la agenda transformadora del Pacto Verde, financiar la transición energética, mantener la unidad política de la Unión Europea ante Rusia, en particular en materia de energía y sanciones, y hacer frente al creciente descontento social, que, si no se ataja, puede dar lugar a graves fracturas políticas y poner en cuestión esa «triple transición» social, productiva y ecológica de la que depende el proyecto europeo.
Revista Nueva Sociedad (NUSO) - marzo de 2022