Perú: Zona de desastre, lo que dejo el sismo
El aeropuerto militar de Lima era un descontrol. En la plataforma de la base había una multitud de personas corriendo entre viejos aviones Antonov, algunos con los motores encendidos, y empujándose los unos a los otros para subir a la bodega mientras eran cargados.
Era el viernes 17 por la mañana, y la base de la Fuerza Aérea peruana se había convertido en el más claro ejemplo de lo que era el sur peruano tras el terremoto que el miércoles 15 había acabado con la ciudad de Pisco y ocasionado severos años en Ica y Chincha, con un saldo aun provisorio de 540 muertos, un millar de heridos y casi un centenar de desaparecidos.
La situación en el Triángulo de la Muerte de Ica, Pisco y Chincha, y una treintena de pequeños pueblos aledaños, era el mayor ejemplo del caos, la desorganización, la descoordinación y el desgobierno que pueda imaginarse, con galpones y hangares abarrotados de alimentos, medicamentos y abrigo que no llegaban a las víctimas, las cuales debían soportar noches de cerca de cero grado.
Pero a nadie pudieron sorprender las intolerables consecuencias del terremoto, en virtud de que el Estado peruano carecía y carece aún de un plan de contingencias, organismos de rescate y coordinación, de elementos propios para asistir a los damnificados.
El sismo, en los hechos, dejó en evidencia nuevamente las consecuencias de dos décadas de neoliberalismo que alejó al Estado de su lugar natural y lo colocó como mero asistente de los negocios de los grupos económicos.
“Esto es un caos, un desgobierno absoluto: tengo 52 toneladas de bultos con carpas, frazadas, leche vitaminizada para chicos y ropa de abrigo pero no logro que me digan adónde lo debo llevar”, se escandalizaba un funcionario italiano de la Cruz Roja Internacional, especializado en catástrofes, que asistía atónito al panorama peruano.
El funcionario contó a Acción que la falta de previsión llegaba a tal punto que ni los gobiernos nacional, regional, provincial o distrital (en Perú hay cuatro niveles) tenían siquiera un mapa actualizado con caminos locales alternativos a las rutas nacionales destrozadas por el terremoto, para trasladar por esa vía la ayuda humanitaria.
Y todo pese a que ya en 2005 el Instituto Sismológico había advertido sobre la posibilidad de movimientos en el corto plazo de la Placa de Nazca, como se llama a la falla que ocasionó el sismo.
La falta de coordinación devino en su consecuencia natural de desorganización en la entrega de la ayuda, que llegaba a borbotones, pero se acumulaba en galpones y derramaba a cuentagotas en la zona del desastre.
A cinco días del terremoto, el lunes 20, lo que quedaba de Pisco era un verdadero polvorín, y la mención del presidente Alan García desataba como respuesta una andanada de insultos. En cualquier esquina de la ciudad devastada, bastaba con consultar por la asistencia para que en cinco minutos fueran al menos una veintena las personas que protestaban, airadas por el abandono.
“Por los fracasos de Alan, nosotros pasamos hambre", protestaba una mujer. "Que se deje de hablar y se ponga a hacer algo", reclamaba otra. “No llega nada”, coincidían todos, cada día con el tono de voz más alto.
La respuesta de Alan García ante esa protesta desorganizada e individual fue la militarización de toda la zona de desastre, principalmente Pisco, que había sido arrasada. Prometió 600 militares y 400 policías, pero el jueves 23 ya había 3.000 militares entre Ejército e Infantería de marina, mil uniformados de la Policía Nacional y otros 2 mil infantes en camino.
Las víctimas que habitaban lo que había sido el centro de la ciudad, se mantuvieron sobre los escombros de sus casas y permanecieron a la espera de ayuda. Pero el sistema implementado por el gobierno ignoraba la distribución y obligaba a que las personas fueran a buscar las cosas a los centros de entrega, montados en cuatro estadios de fútbol y dos centros de exposiciones.
Algunos optaron por organizarse y perforar la incapacidad oficial con un reclamo colectivo, como sucedió en el barrio La Alameda, al noroeste del centro pisqueño, donde 2 mil habitantes montaron un campo de refugiados en la cancha de fútbol barrial. Obtuvieron ayuda oficial pero también, por vías paralelas, de organizaciones europeas y hasta montaron un pequeño centro médico atendido por media docena de profesionales cubanos.
Mientras tanto, instalado en Pisco, Alan García desarrolló una estrategia de comunicación que no traía soluciones pero que lo imponía ante las cámaras de televisión como el capitán del barco que daba en persona las órdenes durante la tormenta.
En términos comunicacionales, tuvo resultados sorprendentes, ya que una encuesta realizada en la ciudad de Lima tres días después del terremoto por la empresa Apoyo, Mercado y Opinión arrojó que su acción en Pisco contaba con el 76% del respaldo, y solo con un 10% de rechazo.
Los consultados para el sondeo eran residentes en los barrios de Lima, pero no en las zonas del desastre.
Para evitar malentendidos, el sector financiero le recordó a García los límites del discurso. Cuando se cumplió una semana del sismo, el Scotiabank emitió un informe donde manifestaba su alarma por el incremento del gasto público, y alertó sobre el temor de “los inversionistas” a que ello redunde en una reducción del superávit fiscal previsto para los dos próximos años.
Según el diario limeño de negocios Gestión, la Asociación de Bancos privados pidió al gobierno “mesura en el gasto para reconstruir Pisco”, a fin de no afectar las cuentas públicas. Ese mismo día se difundieron los últimos datos oficiales, que hablan de la pérdida de 35 mil viviendas solo en la ciudad de Pisco, y llevaban el total de damnificados a 270 mil.
*Periodista argentino
Fuente: [color=336600]Diario Acción – 01.09.2007[/color]