Por qué ha triunfado Evo Morales
En 1993, Bolivia eligió a su primer vicepresidente aymara, Víctor Hugo Cárdenas. Feliz por la cobertura positiva que se le había dado a Bolivia esos días, llegué de vacaciones a Cochabamba dispuesto a celebrar la buena nueva con mis compatriotas. Debíamos estar orgullosos de un líder indígena que hablaba seis idiomas y tenía un doctorado de una prestigiosa universidad francesa. Recuerdo, sin embargo, mi sorpresa al descubrir que para buena parte de la clase media a la que yo pertenecía, la elección de Cárdenas como acompañante de fórmula de Gonzalo Sánchez de Lozada -en su primer gobierno- era una mala noticia.
Un domingo me enzarcé en una discusión con mi tío, quien me dijo: "¿Te imaginas si le pasa algo a Sánchez de Lozada? ¡Vamos a tener a un indio de presidente!". En su tono se condensaba todo el horror de una clase social muy poco dispuesta a aceptar los cambios estructurales que comenzaban a sacudir al país. Le dije a mi tío que no veía nada malo en el hecho de que un representante de la mayoría gobernara el país por primera vez. "Si eso ocurre, ahí te quiero ver", respondió. "Haré mis maletas, y seguro nos encontraremos en el aeropuerto".
Recuerdo estas cosas ahora, después de las históricas elecciones presidenciales del pasado 18 de diciembre, en las que un candidato aymara, Evo Morales, ha triunfado de forma contundente.
Hace poco desayuné con ese tío que más de diez años antes se había escandalizado ante la sola idea de que un indio fuera presidente, y le pregunté qué pensaba de Morales. Me dijo que no comulgaba con sus ideas, que Estados Unidos le iba a poner trabas por todas partes, pero que al menos los preceptos más fuertes del ideario indígena eran "no robar, no matar, no mentir", y que con Evo se acabaría el robo descarado al erario nacional que había caracterizado a los gobiernos democráticos de los últimos veinte años.
Le recordé lo que me había dicho tiempo atrás sobre Cárdenas, y le pregunté qué era lo que había cambiado en el país. Me dijo que ahora teníamos experiencia acerca de lo que habían sido los gobiernos de los partidos tradicionales: corruptos, carentes de una visión nacional. Para él, el desgaste de esos partidos tradicionales justificaba plenamente el ascenso de Evo. Ese ascenso no era tanto una virtud de Evo, sino el resultado de la debacle económica a la que Sánchez de Lozada y otros presidentes neoliberales habían conducido al país.
En las palabras de mi tío encontraba un eco de lo que mi padre me había dicho en agosto de 2002, al ver por la televisión, admirado, al treinta por ciento de los representantes del nuevo Parlamento de extracción indígena: "Los indios son el sesenta por ciento de la población; algún rato les tiene que tocar".
Nuevamente, no se trataba tanto de los logros de Evo, sino de una suerte de predestinación histórica: Evo aparece en el momento adecuado, cuando el país se encuentra lo suficientemente maduro como para asumir la idea de un presidente indígena (el proceso histórico, en este caso, primero fue muy lento -más de un siglo y medio-, y luego se aceleró bruscamente: tan sólo hace diez años la posibilidad de un indio presidente era muy resistida en el mundo urbano, y prácticamente no existía en el mundo rural).
En ese "algún rato" de mi padre se expresaba el hecho de que un sector de la clase media tenía cierto sentido del momento histórico que vive Bolivia. Mi padre recordaba, en su infancia cochabambina, en la década del cuarenta, a los pongos, esos indios condenados a la más humillante de las servidumbres. Las familias de la élite regalaban pongos a sus hijos, para que éstos se encargaran de todas las necesidades de esos chiquillos privilegiados. Los pongos debían dormir en el suelo, junto a la puerta de la habitación del señor al que servían, por si a ese señor se le ocurría despertarse a las tres de la mañana y pedir un vaso de agua. Eran los pongos quienes se encargaban de traer entre sus manos el excremento de llama tan necesario para crear un buen fuego en la cocina.
Un sector de la clase media y de la élite observa el proceso histórico boliviano de la misma manera en que lo hacían el Príncipe Fabrizio y su sobrino Tancredi en El Gatopardo. En esa gran novela de Lampedusa, ambientada en la Sicilia de 1860, estaba claro que la aristocracia debía ceder sus posiciones ante la inminente unificación de Italia; el triunfo de Garibaldi significaba también el triunfo de las clases populares. El príncipe miraba todo con escepticismo, aunque sabía que su clase había fracasado estrepitosamente; su sobrino, admirador de Garibaldi, trataba de sacar partido de la nueva situación bajo la égida de la frase "algunas cosas deben cambiar para que todo permanezca igual".
Así, mi padre y mi tío representan a los que no votaron por Evo pero entienden por qué el líder aymara ha triunfado, y tengo amigos empresarios que, como Tancredi, proclaman su apoyo a Evo Morales. Mi cuñado, gerente de ventas de una empresa de alimentos, me dice que votó por Evo porque así se evitarán los bloqueos salvajes que paralizaron la economía del país e hicieron caer a dos presidentes en los últimos dos años. "Para que se acaben los bloqueos, hay que votar a los bloqueadores", me dijo con una sonrisa, orgulloso de su manera tan astuta de entender las cosas.
Si un sector de la clase media y de la élite se acomoda a la nueva realidad, y otro sector -los intelectuales de izquierda, los universitarios- cree genuinamente que sólo Evo puede garantizar el verdadero cambio en el país, otro sector mira todo ese proceso con miedo (a veces, en la misma persona se pueden encontrar el acomodo, la admiración y el miedo al mismo tiempo).
La campaña de "Tuto" Quiroga, el ex presidente y gran opositor de Evo, explotó al máximo ese temor; sus avisos televisivos sugerían que con Evo en el poder se perderían fuentes de trabajo, se estatizaría la economía e incluso se cambiaría la bandera nacional por la wiphala (la bandera de los aymaras). Quiroga también señaló que la amistad de Evo con el presidente venezolano Hugo Chávez sólo le traería desgracias a Bolivia.
No han faltado los editoriales acerca de la inevitable "chavezación" del país, y en los barrios residenciales se escuchan conversaciones de gente que está segura de que Evo ordenará la confiscación de la propiedad privada, expropiará las tierras de los grandes hacendados, y les cortará el cuello a los dueños de fábricas y a los gerentes de banco.
Por supuesto, el temor de buena parte de la clase media y la élite no se debe sólo a las razones coyunturales que explotó la campaña de Tuto. Las razones son de larga data y tienen que ver con traumas y culpas anidadas en lo más profundo del imaginario criollo. Se trata, por así decirlo, de la inevitable venganza del pongo.
Los abusos a los que ha sido sometido el indio desde la colonia deben desembocar en una "guerra de las razas". El aymara Túpac Catari se sublevó hace más de dos siglos y sitió La Paz durante casi un año entero; Catari fue apresado y luego descuartizado por caballos que jalaron en direcciones opuestas. Dicen que, antes de morir, Catari dijo: "Volveré y seré millones". Para muchos, el retorno ha comenzado. Son millones; Evo es apenas la punta de lanza. Buena razón para no haber votado por Evo. O para haber votado por él.
El autor nacido en Cochabamba, Bolivia, en 1967, es escritor. Ganó el premio Juan Rulfo en 1997 y, actualmente, es profesor de Literatura en la Universidad de Cornell, Estados Unidos.