¿Qué arde con los humedales?
El aire está enrarecido. La quema de humedales en el Delta del Paraná vuelve a poner en escena problemáticas socioambientales que hace décadas se profundizan en Argentina. Nuevamente “el campo” es protagonista de conflictos que mantienen movilizada a buena parte de la sociedad rosarina, que ya lleva ocupaciones consecutivas del puente que comunica Victoria con Rosario.
Detrás de la quema indiscriminada de los humedales, que como las fumigaciones de cultivos y las actividades extractivas en general se intensificó en esta cuarentena, están la cría intensiva de ganado, y el negocio inmobiliario que ha avanzado construyendo barrios exclusivos.
En los últimos tiempos una serie de hitos nacionales e internacionales lograron dar visibilidad mediática a la problemática ambiental, en los que desfilaron desde la niña sueca Greta Thunberg, el incendio del Amazonas, y en suelo local la defensa del agua en Mendoza. Paradójicamente, las advertencias sobre los límites de la explotación capitalista de los territorios fueron seguidas por la pandemia mundial que hoy nos mantiene en vilo. Pandemia que también interpela las lógicas de habitabilidad y hacinamiento, los esquemas productivos, y sus efectos sanitarios, territoriales, socioambientales. Pero, ¿qué arde con los humedales?
Por un lado, la existencia de más de once mil focos en la zona hace a la destrucción de estos bienes comunes naturales. La presencia de más de 300.000 hectáreas con fuego activo arrasa con la biodiversidad, compromete reservas de agua, amenaza estos ecosistemas que contrarrestan los efectos negativos de las grandes lluvias y de las sequías. Por otro, se trata de un fuego con historia. Un fuego que viene devorando territorios, y sacrificando cuerpos que son considerados el precio a pagar para “sostener la balanza de pagos”, “generar las divisas que necesitamos para que funcione la economía argentina”. Desde el avance de la agricultura basada en el monocultivo sojero intensivo en agrotóxicos, hasta la profundización de la minería a cielo abierto, por nombrar sus ejes principales, el esquema de acumulación de capital continúa basado en patrones extractivos cuyos beneficios son apropiados en forma privada, mientras que sus costos sociales y ambientales son socializados de manera compulsiva.
Santa Fe es un ícono del agronegocio, las trasformaciones de su fisionomía urbana así como su desorden territorial, y su conflictividad social, están atadas a este esquema concentrador y excluyente. El agronegocio también llevó la cría ganadera a las islas del Delta. La quema de humedales es parte de un rompecabezas que como hilo conductor tiene a la conversión de los espacios comunes en negocios, mediante la intensificación de actividades productivas que avanzan en la depredación de la naturaleza, y la profundización de la concentración de la riqueza.
Al igual que sucede en los pueblos rurales fumigados, o en los territorios en los que, como en San Juan, los “daños colaterales” de la actividad minera hacen al cianuro en los ríos, la población rosarina que viene denunciando los miles de incendios es instada a presentar evidencias de los daños sufridos. Como una trampa kafkiana, la implementación del principio precautorio vigente en la legislación (que apunta a proteger ambiente y sociedad ante daños potenciales) ha brillado por su ausencia en la regulación de las principales actividades extractivas. Es decir que para su implementación no hacen falta pruebas que nos protejan, ni protejan nuestros suelos y ríos. Mucho menos tienen lugar las voces de quienes padecen la cotidianidad de sus efectos.
Al mismo tiempo, con esta quema también arde la movilización social, que desde abajo ha logrado poner en agenda estas problemáticas. Como paso más cercano al conflicto, el reclamo viene demandando la promulgación de la Ley de Humedales. Como horizonte ineludible, la trasformación de los modelos productivos.
El humo está llegando, tal vez sea tiempo de enfrentar el pragmatismo del momento inoportuno. Hoy es cuándo si no se reconfiguran las lógicas de producir y habitar estaremos condenados a reducir nuestras formas de vida a cenizas.
- Cecilia Gárgano, Investigadora de CONICET, LICH-UNSAM, Grupo de Filosofía de la Biología (FCEN-UBA).
Página/12 - 10 de agosto de 2020