¿Qué capitalismo es el chino?

Maurice Meisner
El programa de reformas lanzado por Deng Xiaoping en 1978 pretendía construir las bases para la modernización socialista del país. Pero produjo el más espectacular proceso de desarrollo capitalista de la historia. Paradójicamente, las condiciones para esta transformación provienen de los logros “burgueses” de la revolución maoísta de 1949. En 1978, cuando Deng Xiaoping lanzó su programa de reformas de mercado, su finalidad no era crear una economía capitalista. Deng, el “líder supremo” de China en el período post-maoísta, fue comunista desde sus 20 años, cuando era estudiante en Francia e ingresó al Partido Comunista Chino (PCCh), en 1924. En 1978 todavía preveía un futuro socialista para China. Pero como Lenin, Deng no se oponía a usar los medios del mercado capitalista para lograr los objetivos socialistas.

El objetivo inmediato era el rápido desarrollo económico, empleando los métodos más expeditivos disponibles, manifiestamente para construir la base material para el socialismo. Si el poder político permanecía en manos del PCCh, Deng asumía que los deseados resultados socialistas surgirían finalmente del “desarrollo de las fuerzas productivas”.

Pero lo que realmente se produjo no fue la construcción de los cimientos del socialismo, sino el más masivo proceso de desarrollo capitalista en la historia contemporánea.

Hacia mediados de la década de 1990, los aspectos esenciales de una economía capitalista estaban firmemente establecidos. En primer lugar, la obtención de ganancias fue universalizada en la vida económica y establecida como el principal criterio para juzgar el éxito o el fracaso de virtualmente todas las empresas económicas. En segundo lugar, China se integró en la economía capitalista mundial, y ello inevitablemente tiende a remodelar las relaciones económicas y sociales internas de acuerdo con las normas capitalistas internacionales. En tercer lugar, se creó un enorme mercado de trabajo, en parte por la proletarización de cientos de millones de campesinos que fueron forzados a ello por la nueva mercantilización de la tierra; en parte por la destrucción del “tazón de arroz y de hierro”, el término despreciativo que utilizaban los reformistas partidarios del mercado para referirse al sistema de seguridad de empleo y los beneficios de seguridad social de que gozaba una parte de la clase obrera urbana. Y en cuarto lugar, los reformadores post-maoístas procedieron con cautela pero inexorablemente hacia un sistema de facto (si no necesariamente de jure) de propiedad privada de los medios de producción, primero en el campo a través de formas variadas de tierras “contratadas”, y luego más explícitamente en las empresas urbanas y las propiedades inmobiliarias.

“Empresarios socialistas”

Los dirigentes chinos post-maoístas reconocieron desde el inicio que una economía de mercado presuponía una burguesía, o una clase de “empresarios socialistas”, tal como preferían llamarlos. Pero la burguesía china moderna, que siempre fue una clase pequeña y débil, había dejado de existir a fines de los años 1950. La mayoría de los miembros más ricos de la burguesía se fueron del continente en 1949, cuando el triunfo comunista, y sus empresas abandonadas fueron nacionalizadas inevitablemente por el nuevo régimen. Las industrias y otros negocios de aquellos burgueses que se quedaron fueron expropiados o comprados por el nuevo Estado comunista. En el segundo caso, los ex propietarios recibieron como compensación bonos del gobierno a tasas bajas no heredables. Así, lo que quedaba de la burguesía china al final del período maoísta, en 1976, era un pequeño grupo de ancianos jubilados que cobraban modestos dividendos de los bonos estatales.

De modo que si se iba a implementar una estrategia de mercado debía crearse una burguesía. ¿Y qué más lógico que ésta fuese en gran parte reclutada en las filas del PCCh? Los funcionarios del partido tenían la influencia política y las habilidades para aprovechar mejor las ventajas pecuniarias que ofrecía el mercado. Superando las inhibiciones ideológicas –cuando existían– muchos cuadros del partido se precipitaron a participar ellos mismos en los negocios o a acomodar a sus hijos, parientes y amigos en posiciones lucrativas en lo que pronto se convertiría en una red de relaciones clientelares.

En la década de 1980, con la creación de una burguesía funcional, se cubrieron los requisitos esenciales, sociales e institucionales para una economía capitalista. Al mismo tiempo, las condiciones sociales para el capitalismo fueron reforzadas ideológicamente por la creciente influencia de las teorías económicas neoliberales y una creencia casi mística en la “magia del mercado”. Los planificadores económicos chinos, algunos de los cuales habían estudiado en las escuelas de negocios de los países industrializados, comenzaron a imitar a sus homólogos occidentales. Y, como un signo del humor intelectual imperante, los escritos de Milton Friedman adquirieron una popularidad extraordinaria entre los intelectuales, estudiantes y funcionarios gubernamentales. Friedman, el gurú del “libre mercado”, visitó China para dar una muy publicitada gira de conferencias en 1980 y 1988, prodigando elogios a sus nuevos discípulos chinos.

Costos sociales extremos

Durante las tres décadas transcurridas desde 1978, y sobre la base de una ya considerable estructura industrial moderna construida durante el cuarto de siglo anterior, el PIB chino creció a una tasa anual promedio del 9%, un ritmo a largo plazo sin precedentes en la historia contemporánea. El frenético y masivo avance del desarrollo capitalista en China rememora el asombro que llevó a Karl Marx a escribir que la burguesía “ha creado fuerzas productivas más masivas y colosales que todas las generaciones precedentes juntas. La sujeción de las fuerzas de la naturaleza al hombre, la maquinaria, la aplicación de la química a la industria y la agricultura, la navegación a vapor, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, la preparación de continentes enteros para el cultivo, la canalización de ríos, poblaciones enteras trasladadas fuera de sus tierras... ¿quién un siglo antes tenía siquiera un presentimiento de que semejantes fuerzas productivas dormían en el regazo del trabajo social?” (1).

Pero en Marx la celebración de las fuerzas productivas del capitalismo iba acompañada por un agudo reconocimiento de su destructividad social y de una razonada advertencia sobre los espantosos costos humanos que exigirían las ingobernables fuerzas económicas que el capitalismo había desencadenado. “Una sociedad que ha conjurado semejantes medios poderosos de producción e intercambio –escribió Marx– es como el hechicero que ya no puede controlar los poderes subterráneos que ha invocado con sus sortilegios” (2).

Los “poderes subterráneos” que los reformadores de mercado del PCCh han desatado son ahora evidentes. Cientos de millones de campesinos han sido expulsados de las tierras que ocupaban, transformándose en una gran “población flotante” de trabajadores que buscan trabajos temporales en la construcción o como sirvientes en las ciudades y pueblos. Aquellos que permanecen en el campo son oprimidos por los corruptos funcionarios locales, una fuente continua de “acumulación primitiva de capital” para los empresarios burocráticos. En las florecientes ciudades, los nuevos ricos alardean de sus riquezas e imitan a sus homólogos occidentales en una orgía de consumo ostentoso. Al mismo tiempo la clase obrera urbana, amenazada por un vasto ejército de reserva laboral, sufre la erosión de su tradicional seguridad de empleo y de sus beneficios sociales.

Por supuesto, no hay nada particularmente chino en lo que se refiere a estos costos sociales del desarrollo capitalista. La mercantilización del trabajo y la tierra, el crecimiento de agudas disparidades sociales, la masiva destrucción ambiental: en las tempranas etapas de la industrialización capitalista esos males sociales fueron generados en todas partes. Pero en China, debido a la escala y al ritmo extraordinariamente acelerado del desarrollo, las consecuencias sociales son más extremas y se producen en la mayor escala de la historia capitalista mundial.

Pero aún habría que preguntarse si el capitalismo chino es realmente capitalismo. Un pequeño y menguante número de observadores extranjeros simpatizantes enfatiza el rol del Estado y los sectores colectivos en la economía china, sosteniendo que es efectivamente una “economía socialista de mercado”, a mitad de camino entre el capitalismo y el socialismo, y tienen la esperanza de que finalmente se dirija hacia este último. Un número mucho mayor de observadores occidentales duda de la autenticidad del capitalismo chino, al que frecuentemente llaman “capitalismo de compinches” o “corporativismo leninista”. Ambos puntos de vista se centran alrededor del papel del Estado comunista en la economía china, un asunto de necesario análisis para lograr cierta comprensión de la naturaleza social del régimen chino y su futura dirección.

Creación de una burguesía

El rol del Estado en el desarrollo del capitalismo ha sido oscurecido, a causa de la necesidad ideológica de retratar al capitalismo como la expresión de cierta naturaleza humana esencial. Esta necesidad encontró su expresión en la ideología del “libre mercado”, que sostiene que el capitalismo opera mejor (y más naturalmente) cuando está libre de toda intervención gubernamental externa.

Sin embargo, el poder del Estado ha estado íntimamente involucrado en el desarrollo del capitalismo moderno desde su origen. Incluso en Inglaterra, la patria clásica del desarrollo capitalista, fue necesaria la intervención del Estado para crear un mercado de trabajo, una condición esencial para el desarrollo del capitalismo industrial moderno. Los cercamientos de tierras del siglo XVII, que promovieron el capitalismo rural mientras empujaban a millones de campesinos fuera del campo para ser finalmente transformados en proletarios urbanos, no fueron simplemente el trabajo de leyes económicas naturales sino leyes del Parlamento impuestas por los jueces y la policía. Y fue la reforma de la Ley de Pobres de 1834 la que finalmente eliminó los derechos tradicionales de subsistencia a favor de un “mercado libre de trabajo”, cuyo funcionamiento fue impuesto mediante la amenaza del hospicio. El Estado británico estuvo muy implicado en la creación de las condiciones necesarias para el desarrollo del capitalismo industrial moderno.

En el desarrollo del capitalismo tardío el Estado ha tenido un papel cada vez más importante. El Estado de Bismarck aportó la mayor parte del impulso y la dirección para el rápido desarrollo del moderno capitalismo industrial en Alemania a fines del siglo XIX, mientras que la industrialización promovida por el Estado fue la característica dominante de la historia de Japón en la era Meiji (1868-1912), los dos casos más celebrados de la denominada “modernización conservadora”. En los “nuevos países industrializados” del período posterior a la Segunda Guerra Mundial, la modernización capitalista patrocinada por el Estado ha sido casi universal. Corea del Sur, Taiwán y Singapur están entre los ejemplos más exitosos. Una variante de este modelo de industrialización ha sido una “triple alianza” (entre el Estado, las multinacionales y el capital local) supervisada por el Estado, un diseño que puede ser ejemplificado por Brasil, en las décadas subsiguientes a la Segunda Guerra Mundial (3).

Alemania, Japón, ¿China?

En todos estos casos de “modernización conservadora” –es decir, la modernización capitalista sin una revolución democrática burguesa completa– la burguesía (el agente del desarrollo capitalista) no ha tenido en demasía el ejercicio del poder a través del aparato del Estado, sino que más bien ha sido dependiente del Estado. Tanto en la Alemania del canciller Bismarck como en el Japón de Meiji, la naciente burguesía intercambió “el derecho a gobernar por el derecho a hacer dinero” (4).

La China post-maoísta podría ser vista como otra variante de este camino conservador hacia la modernización capitalista. Pero en un aspecto esencial el modelo chino contemporáneo es de un carácter aun más centrado en el Estado y más burocrático de lo que fueron sus predecesores alemán y japonés. En la Alemania de Bismarck y el Japón de Meiji existían clases burguesas autóctonas (aunque débiles), cuyos intereses el Estado autocrático podría promover y cuyas energías podrían ser guiadas por las autoridades estatales hacia el objetivo del desarrollo económico nacional. El resultado de ambos casos fue una burguesía dependiente del Estado, pero no simplemente una creación del Estado.

En China, al contrario, a fines de la década de 1970, cuando se lanzó el programa de reforma de mercado, hacía largo tiempo que la burguesía china había dejado de existir en tanto clase social operativa. Se tenía que crear de nuevo una burguesía. Esto fue realizado por el mismo Estado-Partido Comunista, que asumió la tarea de producir tanto la burguesía urbana como la rural, en gran medida desde sus propias filas. Sin embargo, la economía china funcionalmente no es hoy menos capitalista de lo que fueron sus contrapartes alemana y japonesa un siglo antes.

Es muy posible que el peculiar origen de la burguesía china contemporánea tenga consecuencias políticas menos felices. Sobre la base de una lectura más bien simplista del surgimiento de la democracia política en los primeros países industrializados (como por ejemplo Inglaterra, Francia, Estados Unidos), está ampliamente asumido que la burguesía, por virtud tanto de sus intereses económicos como por sus ideales, procura limitar el poder del Estado. Así, se predica con frecuencia que el desarrollo del capitalismo y el crecimiento de la burguesía en China conducirán a un proceso de evolución política democrática. Pero resulta improbable que una burguesía que es creación del Estado comunista, que permanece tan dependiente de ese Estado y que en muchos aspectos aún está ligada material y psicológicamente al aparato del Estado-Partido, tienda a limitar el poder de un Estado del que tanto se beneficia. No se trata tanto de que la nueva burguesía china sea políticamente tímida, sino de que sus intereses económicos están bien protegidos por el Estado que la creó. De producirse, cualquier impulso serio para un proceso de evolución democrática vendría así de las víctimas, y no de los beneficiarios del capitalismo promovido por el Estado.

El nuevo “taller del mundo”

Los aspectos sociales y políticos del desarrollo económico en la China post-maoísta conforman un régimen que puede ser caracterizado mejor como un capitalismo burocrático; esto es, un sistema de economía política donde el poder político es empleado para generar la acumulación privada a través de métodos capitalistas de actividad económica. El fenómeno no es una novedad en la historia mundial. En efecto, en mayor o menor medida, el uso de influencias políticas para obtener beneficios económicos privados es un rasgo extendido de la economía capitalista. Incluso en los países capitalistas más avanzados, los que más ruidosamente se presentan como los campeones de las virtudes del prístino “mercado libre”, una carrera gubernamental es frecuentemente el preludio para otra carrera más lucrativa en una empresa capitalista usualmente relacionada con el aparato estatal.

En la historia de China, el capitalismo burocrático ha sido un fenómeno inusualmente importante. Sus orígenes se remontan a más de 2.000 años, hasta la antigua dinastía Han, cuando los monopolios del Estado fueron establecidos para la producción y la venta de bienes tan lucrativos como la sal y el hierro. Los comerciantes privados administraban la producción y la distribución, pero lo hacían bajo la supervisión de los burócratas imperiales. Los empresarios privados y los funcionarios del Estado conformaron una relación simbiótica, y ambos se beneficiaron enormemente durante siglos. Pero no fue hasta el ascenso del régimen nacionalista de Chiang Kai-Shek, en 1927, que China tuvo la dudosa distinción de producir el que es tal vez el caso clásico de “capitalismo burocrático” en la historia mundial. Durante el período de gobierno nacionalista (1927-1949), el sector moderno de la economía china estuvo dominado por las “cuatro grandes familias”: los Kung, los Soong, los Chen y los Chiang. Estrechamente relacionadas mediante la política y los matrimonios, estas cuatro familias controlaban el aparato del Partido-Estado nacionalista, y por virtud de este control político dominaban –como capitalistas privados– el sector moderno de la economía china.

Los objetivos principales de la Revolución Comunista, tal como Mao Zedong los enunciara en la década de 1940, eran destruir a los terratenientes feudales en el campo y a la “burguesía burocrática” en las ciudades. No era la intención, decía Mao, eliminar el capitalismo en general, el que continuaría existiendo “durante un largo período” para servir a las necesidades del desarrollo económico nacional (5). Por eso es irónico que sólo treinta años después del triunfo revolucionario, el Estado comunista recreara una burguesía burocrática junto con el capitalismo en general.

Ritmo y escala asombrosos

El capitalismo burocrático de la China post-maoísta no representa una simple resurrección de la economía política de la era del Guomindang. El capitalismo burocrático bajo el régimen del Guomindang (y sus encarnaciones anteriores del siglo XIX), estuvo económicamente estancado, aun cuando la burguesía burocrática prosperó. En sorprendente contraste, el capitalismo burocrático de la China contemporánea está asociado a tasas de crecimiento económico extraordinariamente altas, que han transformado a este país, en palabras de Martin Wolf, en “el taller del mundo”, un título antes reclamado por Inglaterra en el siglo XIX (6). El ritmo y la escala del avance económico de la República Popular son sorprendentes. Informes recientes, por ejemplo, revelan que China suma ahora más poder de energía eléctrica cada año que todo lo producido por Gran Bretaña en su red eléctrica nacional (7). Y en la reciente reunión del Congreso Nacional del Pueblo en Pekín, el primer ministro chino Wen Jiabao anunció un programa de modernización de la industria del acero, revelando que las viejas plantas que serán reemplazadas tienen ellas solas más capacidad productiva que la totalidad de la capacidad productiva de la industria del acero de Alemania (8).

¿Por qué el capitalismo burocrático del período nacionalista perpetuó el estancamiento económico, mientras un sistema sociopolítico muy similar en la China post-maoísta ha logrado un fenomenal crecimiento económico? Cualquier investigación seria acerca de las razones de este sorprendente contraste debería centrarse, en gran medida, en las diferencias existentes entre las sociedades chinas anterior y posterior a la revolución. O, más precisamente, se debe tener en cuenta los logros de la Revolución de 1949 en tanto revolución burguesa. El régimen nacionalista de Chiang Kai-Shek, más allá de sus bien conocidos defectos internos, se encontró en el contexto histórico más desfavorable, un sistema casi feudal de propiedad terrateniente que despilfarraba –más que acumulaba– capital, y un sistema político arcaico jaqueado por los señores de la guerra separatistas; un país política y económicamente fragmentado por el impacto de un siglo de imperialismo extranjero, y una burguesía débil y dependiente del capital extranjero. Los esfuerzos del régimen nacionalista para aliviar estas cargas precapitalistas, incluso a la luz del corto plazo y los limitados medios con que contaba, fueron débiles en el mejor de los casos.

Por otro lado, el régimen comunista chino realizó con éxito, en la década de 1950, las tareas esenciales de una revolución burguesa, aunque sin su componente democrático. Los comunistas unificaron una China por largo tiempo desintegrada, se liberaron de las intromisiones imperialistas y establecieron un gobierno duro pero efectivo. Con esto crearon las bases para un Estado-nación independiente y un mercado nacional; la clase parasitaria de los aristócratas-terratenientes fue destruida con la campaña de reforma agraria de 1950-1952, lo que permitió canalizar el excedente agrario en capital para financiar un programa de rápida industrialización impulsado por el Estado y lograr sorprendentes avances en alfabetización, atención médica y educación, creando una fuerza de trabajo moderna y excepcionalmente capaz. En síntesis, el gobierno maoísta, especialmente en la primera década, creó las condiciones esenciales para el proceso de rápido desarrollo capitalista que ha tenido lugar durante las tres últimas décadas.

El espectacular ascenso económico de China, por lo tanto, no es simplemente el resultado de las reformas de mercado de Deng Xiaoping y sus sucesores. También le debe mucho a los logros “burgueses” positivos de la Revolución de 1949. La herencia real de la revolución no fue el socialismo, un objetivo todavía proclamado ritualmente en Pekín, sino más bien el moderno objetivo nacionalista de la riqueza y el poder del Estado-nación. 

Le Monde Diplomatique - noviembre de 2013

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