Quién resistirá
–Acá podés leer el dictamen del Cuerpo Médico Forense y te vas a dar una idea de lo que estamos hablando.
Hablamos de la malvinización de los sobrevivientes de Cromañón, y en la carpeta que acerca el médico y sobreviviente Mariano Cominguez las descripciones sobre el Síndrome de Estrés Postraumático inquietan: que es un “acontecimiento estresante y extremadamente traumático”, que es ocasionado por haber experimentado una situación de “peligro real para la vida del individuo”, que genera “temor, desesperanza y horrores intensos” y, también, “reexperimentación preexistente del acontecimiento traumático”.
–¿Eso te pasa?
–Me ha pasado, puede ser en sueños, puede ser saliendo a la calle paseando al perro. El otro día me vinieron unos flashbacks: vi luces verdes e imágenes moviéndose. Tengo también lo que se llama amnesia disociativa.
–¿No te acordás de todo?
–Cuando llega mi mujer a la puerta del boliche le dicen: “No te preocupes, porque Mariano está sacando gente”. Después en la terapia, tratando el tema, logramos recuperar ciertas visiones: tengo una imagen de tirar a alguien arriba de una ambulancia y decir: “Subime porque no aguanto más”, o algo por el estilo. La amnesia se produce cuando el cerebro bloquea esas imágenes para que no quedes paralizado de por vida, es un mecanismo de defensa, sumado al monóxido de carbono, que genera amnesia de por sí.
Esa noche, Cominguez fue trasladado al Argerich, donde se lo clasificó en el grupo de los “críticos no recuperables”, de acuerdo con el protocolo para situaciones de desastre: aquellos que aún no se les había parado el corazón, pero en cambio sus pulmones no respondían al primer auxilio, por lo que se debía seguir la reanimación con otro paciente que tuviera mayores posibilidades.
–Tuve la suerte de que encontraron mi cédula en otro lado y dijeron: “Che, acá hay un médico”. Me buscaron y me entubaron. Aguanté porque soy joven y tenía un corazón bueno que seguía latiendo. Estaba en el famoso boqueo, son las últimas. Fueron cinco días con respirador, 18 días con oxígeno en cánula, llegué a pesar 62 kilos. El 2005 casi no me lo acuerdo. Después le empecé a dar al escabio mal y aumenté treinta kilos... Se perdió el yo, perdés a Mariano, no entendés absolutamente nada, y los que te rodean tampoco, ¿qué le pasa a este pibe?
–¿Y cómo estás hoy?
–Yo diría que mal... tuve una recaída en diciembre. En el laburo me decían: “Che, no te entiendo, estás vivo”. Y yo respondía: “¿Y vos alguna vez estuviste muerto?”.
Para la tercera fecha consecutiva de Callejeros en Cromañón, el 30 de diciembre de 2004, se pusieron a la venta 3500 entradas anticipadas. El conteo de ingreso en la puerta sumó 2811 tickets, según consta en el procesamiento a la banda, sin contar los invitados. El local estaba habilitado para 1031 personas.
Doce días antes, Callejeros reventaba Excursio y la empresa pirotécnica Cienfuegos realizaba una “legalmente solicitada y autorizada exhibición de fuegos artificiales” en el lugar, cautivando a un público que era entendido también como cliente de sus productos. Las publicaciones del palo informaban sobre el próximo “festival de bengalas”: República Cromañón, 28, 29 y 30 de diciembre de 2004, Bartolomé Mitre 3060, Once. Pasadas las 22.50, cuando apenas la banda empezaba el último show del año, tres bolitas luminosas pegan en el techo del lugar, prenden la media sombra de polietileno, que genera monóxido y dióxido de carbono, acroleína y negro de humo; prende la guata y prende también la espuma de poliuretano que reacciona en ácido cianhídrico o cianuro, todos materiales utilizados para la acustización del boliche. Mientras el gas venenoso avanza como humo, se corta la música, después la luz. El público pugna por salir a ciegas hacia la entrada principal o se dirige hacia la izquierda del escenario, donde hay un cartelito luminoso que dice “salida”. La barra antipánico de la puerta de emergencia no funciona: está doblemente trabada con alambre, y un candado.
Llega con su moto 110 de cilindrada. Deja el casco a un costado. Se sienta en el banco de plaza. Pide un pucho. Dice que ahora fuma más que antes.
–Dentro de todo tengo fuerzas para hacer cosas –empieza Cristian Cáceres, que estuvo ahí, que no se acuerda cómo pero salió “ileso”, y que volvió a entrar para sacar gente. Después se fue a su casa–. Estuve de ronda con psicólogas por los hospitales, pero nunca me iba bien con ninguna. Ahora estoy con una privada, porque en el Alvear, cuando me dieron el alta en octubre del año pasado, me dijeron: “Con el tema Cromañón creemos que ya está, cualquier cosa volvé”. En ese tiempo me mandaron a un psiquiatra que me preguntó: “¿Qué síntomas tenés?”. Le decía que no podía dormir de noche, que no tenía ganas de nada. Me hizo una receta de dos medicamentos y listo, cada tanto iba a verlo al chabón para que me dé las pastillas, no me preguntaba “ni cómo estás, ni cómo te sentís”. Pero por suerte tomé menos de seis meses. Lo que no me acuerdo es si me la sacaron o las dejé de tomar, o sea, ahora es como que me olvido de las cosas, y tengo miedo que sea por las pastillas que me dieron.
“Igual, los que están peor son los más chicos –sigue Cáceres, una hija, soltero, a la semana del 30/12 quedó internado en el Piñeiro en observación: tenía los pulmones manchados. No se chequea desde 2006–. Los más grandes como yo (26 años) la piloteamos un poco, salimos adelante. Hay gente que no se quiere levantar de la cama. Un amigo que estuvo no fue más al psicólogo. Antes él fumaba algo de porro, pero después empezó a tomar cocaína, y hoy en día sigue y sigue.”
Antes del 30/12, Cáceres trabajaba en un lugar reducido haciendo fotocopias durante 14 horas por día. Ganaba 800 pesos. No pudo volver a ese trabajo. La administración Ibarra le consiguió un contrato municipal por la misma plata, pero estuvo sólo dos meses en el destino donde lo comisionaron.
–Me mandaron a la ESMA. Tenía que hacer un relevamiento del casino de oficiales. Al principio estaba bien, pero después empecé a soñar con la ESMA y Cromañón, y pedí el cambio. Ahora estoy en el Instituto de la Memoria.
Falta gente. Según cifras de la Subsecretaría de Derechos Humanos del gobierno porteño, repartición encargada de atender a los damnificados del desastre de Cromañón, actualmente 1932 personas tienen algún tipo de ayuda del Estado: 194 son familiares de fallecidos y 1738 son sobrevivientes. Cerca de 1855 están recibiendo un subsidio, que es de 1200 pesos para familiares de fallecidos y de 600 para sobrevivientes. Este suplemento se comunicó con la doctora Silvia Chevel, encargada de atender la cuestión médica de los sobrevivientes y familiares por parte del Ministerio de Salud porteño, pero no fue autorizada a dialogar con el NO. Consultado sobre qué cantidad de damnificados creen que no están llegando a cubrir, el subsecretario de Derechos Humanos porteño, Elio Rebot, dijo que “al 10 de diciembre de 2007 no existían relevamientos previos que pudieran proporcionarnos los datos necesarios para encarar una mejor asistencia”, y que “estamos llevando adelante un relevamiento integral socio-ambiental de todos los hogares involucrados a través de una universidad nacional (no proporciona nombre) y una actualización del relevamiento de la situación de salud de los mismos a través del área respectiva”.
–En general, los sobrevivientes están como quien ha estado en la guerra –-dice José Iglesias, querellante en la causa y papá de Pedro, que murió en Cromañón–. Tienen recuerdos imborrables de cosas horribles, y además muchos están con afectaciones no sólo psíquicas sino físicas. Creo que la van a llevar toda la vida. Pasados tres años y medio, han quedado librados a su suerte, o con algún psicólogo, o medicándolos sin un tratamiento serio y sin que nadie aborde el tema con la especificidad que tiene; lamentablemente es algo que vamos a pagar en el futuro. Hay chicos que hoy no pueden subir un ascensor, y en las aglomeraciones se sienten mal. Todo hace revivir. Para ser gráficos, son sobrevivientes de la cámara de gas de Auschwitz, con una diferencia: la cámara de gas de Auschwitz era más rápida.
Continúa Iglesias: “La única base cierta y razonable es la que está en la causa penal, que es de 1530 sobrevivientes que fueron no sólo examinados en el Cuerpo Médico Forense sino que han declarado hasta tres veces Pero esa base, que es fiable, no es completa porque sólo están ahí aquellos que recibieron atención médica los días inmediatos a la tragedia. Aquellos que no recibieron atención, o la recibieron después, no están”.
Ahora está mejor; pero la pasó mal, y no porque haya estado internado post-Cromañón sino porque el año pasado, en la cancha de River, le tiraron un banco desde la platea de arriba y le quebraron tres huesos de la mano. Para que lo operen, en el Pirovano, tuvo que pagarse los clavos. Le salieron 6 mil mangos.
–Esa noche por suerte pude salir caminando, más que golpes y apretones nada, y me acuerdo absolutamente de todo –dice Gustavo Martín Pascual, seguidor de la banda desde 2002, perdió una amiga esa noche–. Lo único que no tengo registrado, y esto lo hablé con psicólogos, son los sonidos de cuando estaba saliendo. Los gritos... no los tengo registrados.
Sigue Gustavo: “No tengo una explicación de lo que pasó. Uno la busca y piensa, pero no hay explicación. Es una cadena larga y yo soy parte de esa cadena al ser público y haber aceptado cómo se vivía el rock. Yo llevaba bengalas, para mí no estaba mal. Siento culpa por eso. No le encuentro una explicación a tanto dolor. Cuando dije eso, Chabán presentó una imagen mía al lado de uno de los identikits, diciendo que yo había prendido una de las candelas, pero después se hizo una pericia y me descartaron. Tuve ese problema. A mí me gustaba y en su momento estaba bien, ahora no puedo ver a nadie prendiendo nada, ni en la cancha. Nunca escondí lo que yo hacía, era parte de la fiesta en la cultura rock. El público era parte de la fiesta y uno se sentía parte de un todo”.
Hernán Cepeda está sobreviviendo a Cromañón. Permanece internado en el Centro Gallego. Los pisotones que recibió esa noche le jodieron los riñones, que le funcionan al 10 por ciento. Le hacen diálisis cuatro veces por semana. R. (se protege su identidad) trabaja de albañil y ni a sus padres pudo contarles que estuvo en Cromañón. Recién a los 34 meses pudo hablar del tema, luego de una crisis desatada aparentemente por un acontecimiento menor. J. está internado en un hospital psiquiátrico con un cuadro de esquizofrenia, que sería preexistente. F. se tiró de un balcón, pero por suerte no tuvo lesiones graves. Riccini es un sobreviviente correntino que anda bien, pero todos los meses viaja a Buenos Aires para cobrar el subsidio de 600 pesos, y tratarse por su afección pulmonar. Padre e hijo de la familia S.F., son sobrevivientes. Están con cuadros depresivos. El muchacho tiene una afección pulmonar, y no quiere salir a la calle. S. venía bien, pero un día de calor durante un asado, en el que los chicos se pusieron en cuero, entró en crisis. M. entró en crisis la semana en que el humo de los yuyos del Delta invadió la ciudad, más que nada por el olor a quemado. F. no entró en crisis el día del humo, pero no podía respirar y no fue a trabajar. En el trabajo nadie sabe que es sobreviviente. A.P.M. vendía posters en la puerta de Cromañón. Con su marido se metió a sacar pibes, y se jodió el hombro, mal. Todavía espera por unos clavos y una operación que lleva tres años y medio de demora. Será testigo en el juicio oral. Esta información fue aportada por la ex coordinadora del ahora disuelto Programa de Asistencia a los Damnificados y Sobrevivientes de la tragedia de Cromañón, María Victoria Raventos, y por su ayudante, Susana Paula Barreto.
–Quiero cerrar la etapa Cromañón –dice Damián, so-breviviente de 22 años, estudiante del CBC de Arquitectura, integrante de la murga Los que Nunca Callarán, un homenaje a los fallecidos.
Damián, como Florencia y Luciana, también sobrevivientes consultados por el NO, piden reserva de su apellido. No por miedo a la estigmatización, dicen, sino más que nada porque no andan diciendo por todos lados que son sobrevivientes, y sobre todo porque en el trabajo de uno de ellos nadie sabe nada de nada, y prefiere que la situación siga de esa forma.
–A veces las cosas que escuchás te duelen; no quiero volver a ver lo que vi y entrar en el bajón de nuevo porque no me cabió ni ahí. No quería salir de casa. No quería hacer nada. Dije: “Bueno, basta, no quiero estar mal porque mis viejos se ponen mal”.
–El otro día hice un chiste –cuenta Florencia, 22 años, estudiante de Antropología, también murguera y sobreviviente–. Dentro de veinte años, en el vidrio de una farmacia iba a decir: Descuento a jubilados, pensionados, ex combatientes de Malvinas y sobrevivientes de Cromañón. Espero que no. Por eso es nuestra lucha. Tratar de que la situación de muchos chicos que están mal se revierta. Y ahora.
El tema del santuario se cuela enseguida. Viene a la memoria el vecino infame que quiere que abran la calle, que grita por televisión “mientras vos dormías yo sacaba a tus hijos del boliche”. Lo que se dice un verdadero hijo de puta.
–Al santuario voy a veces, cuando estoy mal –sigue Damián–. Capaz que venís a full y te peleás con todos, y entonces me iba para allá. Te desahogás mucho, me hace bien ir ahí. Si me lo quitan es un garrón.
–No estamos pasando un buen momento a nivel de los ataques que se hacen con lo de cerrar la calle –continúa Florencia–. Eso afecta mucho a los padres, pero principalmente a los sobrevivientes. Ese lugar se resignificó después y no es solamente un santuario donde se rinde homenaje, es un espacio de encuentro. Que esté el santuario es marcar que seguimos existiendo.
–La murga me sirvió para expresar con el cuerpo lo que no podía poner en palabras –dice Luciana, 27 años, quien como Florencia perdió a su novio esa noche–. Cada caso es particular, pero creo que más que pensar en la salida inmediata que implica un subsidio, habría que pensar en cómo los sobrevivientes pueden reinsertarse en un trabajo, en cómo seguir sus estudios, cómo hacer un proyecto de vida a largo plazo. Creer, tener ilusiones.
*Facundo Di Genova escribe regularmente para Página/12.
Fuente: Página/12 - 22.05.2008