Rebelión de los vikingos
Inside Job, el documental sobre la crisis financiera internacional que ganó el Oscar en febrero, comienza con una postal de ensueño: Una pradera verde con casas bajas de techos a dos aguas al borde del mar y con montañas de fondo. De golpe unos subtítulos breves sitúan al espectador: “Islandia. Población: 320.000 personas. PBI: 13.000 millones de dólares. Pérdidas bancarias: 100.000 millones de dólares”. Es el relato sobre la debacle de un lugar que parecía tenerlo todo y en octubre de 2008 terminó en quiebra por la desregulación financiera y la avidez empresaria. La historia es conocida e incluso similar a la que vivió Argentina hace diez años, pero se le agregó un capítulo novedoso: el rechazo de la población, a través de dos plebiscitos, a hacerse cargo de la indemnización que reclaman Inglaterra y Holanda por la estafa que cometieron los banqueros islandeses contra ahorristas de esos países.
En 2003 este pequeño país del norte de Europa que estaba creciendo rápido de la mano de la industria pesquera, privatizó su sistema bancario y flexibilizó las regulaciones para estimular el desarrollo financiero. Ese incentivo se potenció con una política monetaria de metas de inflación, que se venía aplicando desde marzo de 2001, y que llevó a un paulatino incremento de la tasa de interés para tratar de contener los precios minoristas. Fue un cóctel explosivo que derivó rápidamente en una bicicleta financiera fogoneada por Landsbanki, Kaupbing, Glitnir, los tres grandes bancos privados del sistema.
Las entidades tomaban créditos interbancarios de corto plazo a tasas bajas en los países de la Eurozona y luego colocaban ese dinero a tasas altas y plazos más largos dentro de Islandia, orientados fundamentalmente a financiar el consumo. A partir de 2004 la banca privada incluso comenzó a desarrollar una potente expansión en el segmento de créditos hipotecarios (dominado hasta entonces por la entidad pública Housing Financing House), ofreciendo tipos de interés más bajos y plazos más largos. Además, las entidades desplegaron todos sus esfuerzos para atraer la atención de pequeños ahorristas extranjeros a través de cuentas en línea que, mediante la reducción de los costos de gestión, ofrecían tasas de interés atractivas. El caso emblemático es Icesave, una filial virtual de Landsbanki, que hizo furor entre británicos y holandeses.
El apalancamiento superó varias veces el activo de las entidades y el descalce entre los depósitos de corto plazo y los créditos de largo dejó al sistema cada vez más expuesto. El estallido de la crisis económica internacional en septiembre de 2008 marcó un final abrupto para la bicicleta financiera en el Wall Street del Artico y la burbuja estalló. En pocos días quedó claro que el sistema no podía responder a las demandas de los ahorristas que salieron a la calle con sus cacerolas. El gobierno islandés nacionalizó los bancos Landsbanki, Kaupbing y Glitnir para evitar su quiebra, pero no operó como un prestamista de última instancia para la totalidad de la deuda porque era varias veces superior al Producto Interno Bruto de la isla. Lo que hizo fue reconocerles el dinero a los ciudadanos locales y desentenderse del resto.
Londres reaccionó en defensa de los ahorristas británicos que habían depositado dinero en la filial virtual Icesave y le aplicó la ley antiterrorista para congelar sus fondos, pero eso no alcanzó a cubrir la deuda. Entonces, los británicos, junto con los holandeses, decidieron reintegrarles a sus ciudadanos el ciento por ciento de los depósitos y comenzaron luego a exigirle ese dinero a Islandia: 4000 millones de euros, un tercio del PIB islandés.
El 30 de diciembre de 2009 el Parlamento de Islandia aprobó una ley que preveía la devolución del dinero en un plazo de quince años y con una tasa del 5,5 por ciento anual, pero el presidente Olaffur Grimsson sorprendió el 5 de enero de 2010 cuando se negó a ratificar el acuerdo, tras recibir 60.000 firmas (el 25 por ciento del electorado) en contra de la ley y convocó a un referéndum para que fueran los propios ciudadanos los encargados de decidir.
Por entonces ya había trascendido que un grupo reducido de banqueros y políticos habían sido los principales beneficiados con la bicicleta financiera, acumulando fortunas. De hecho, los administradores de la liquidación del banco Glitnir presentaron una querella ante un tribunal de Nueva York contra Jon Asgeir Johannesson, ex accionista principal del banco, por “apropiación fraudulenta e ilegal de más de 2000 millones de dólares”. Sigurdur Einarsson, quien estuvo al frente del Kaupbing, también fue demandado, pues su paso por la entidad le dejó una inmensa fortuna, incluyendo una mansión de 12 millones de dólares en Chelsea, uno de los barrios más exclusivos de Londres. El listado de personas investigadas también incluyó a numerosos políticos que habían avalado la estafa, mientras se beneficiaban con créditos. Al conocer esta situación, la población se negó a socializar las pérdidas y el 6 de marzo de 2010 el “no” al acuerdo arrasó con un 93,1 por ciento de los votos.
A partir de entonces, se siguió negociando y el Parlamento cerró un nuevo acuerdo que contemplaba condiciones de pago más flexibles: 3 por ciento de interés anual en un plazo de 37 años. Sin embargo, Olaffur Grimsson se negó una vez más a convalidarlo y convocó a un nuevo plebiscito que se llevó adelante el pasado sábado 9 de abril. El resultado, una vez más, favoreció al “no” con cerca del 60 por ciento de los votos. “Hemos intentado llegar a una solución negociada. Tenemos la obligación de conseguir que nos devuelvan ese dinero y vamos a seguir persiguiendo ese objetivo”, respondió el número dos del Tesoro británico Danny Alexander, quien amenazó con llevar a Islandia a los tribunales internacionales. Es difícil saber cómo terminará el conflicto, pero la resistencia del pueblo islandés ya está haciendo historia