Retenciones y distribución de ingresos
En el trasfondo del conflicto agrario prevalece en forma muy contundente –por lo menos en el discurso– la cuestión de la distribución de los ingresos y, en particular, aquella que opera en relación con el sector agrario. ¿Quiénes y, a través de qué mecanismos, deberían apropiase de la renta fundiaria? ¿En qué medida es correcto o justo que esos sectores se apropien de esas rentas? ¿Para qué finalidades son utilizadas? ¿En qué medida constituyen mecanismos que contribuyen a una más justa distribución de los ingresos? ¿En qué medida contribuyen a paliar el hambre y la miseria en el país? Cabe destacar que se presume que esas rentas no son necesariamente producto de inversiones productivas o de aumentos en la productividad del trabajo, sino del alza de los precios internacionales de la soja y de otros commodities, de la devaluación del tipo de cambio y/o de otros mecanismos inherentes a la política económica. Todos estos factores hacen que muchas veces estas rentas sean consideradas “ganancias extraordinarias”.
Esas preguntas no tienen fácil respuesta, con lo cual se requiere un amplio debate sobre la materia. Un punto de partida podría ser puntualizar quiénes son los protagonistas involucrados en estos procesos. Lo usual ha sido contraponer en forma simplista al “Gobierno” con el “sector agropecuario”. Planteada la cuestión en estos términos, el problema de las retenciones aparece como que el Gobierno se apropia de una parte de esas rentas extraordinarias para destinarlas a finalidades sociales. Mientras que “el campo” se resiste por considerar esta apropiación “confiscatoria”. Sin embargo, el problema tiene una complejidad mucho mayor.
El “sector agrario” es heterogéneo: existen grandes, medianos y pequeños productores, campesinos y comunidades indígenas. Existen diversos regímenes agrarios en el marco de los cuales operan estos sectores: desde grandes sojeros y “pools de siembra” hasta explotaciones familiares y comunidades indígenas. Están también aquellos agronegocios vinculados con la provisión de insumos y semillas (Monsanto), la comercialización, las exportaciones (Cargill), la gran industria alimentaria, los supermercados. Generalmente se postula que al “sector” le ha ido bien en los últimos años gracias a la devaluación, al aumento del precio de la soja y al marco institucional que se viene impulsando desde hace varias décadas y que ha favorecido sobremanera a la expansión sojera. Pero ¿a quiénes en el sector, o en el sistema agroalimentario, les ha ido efectivamente bien? No a todos, por cierto. Entre los dos últimos censos agropecuarios –1988 y 2002– desaparecieron 87.688 explotaciones agropecuarias, 6263 por año, de las cuales la gran mayoría tenía menos de 200 hectáreas. Y, en la actualidad, en plena bonanza del sector, existen muchos en el agro a quieres no les va necesariamente bien, generalmente medianos y pequeños tamberos, ganaderos de zonas marginales, cañeros tucumanos, algodoneros del Chaco, comunidades indígenas desplazados por la deforestación sojera. Basar una política en datos globales sobre la rentabilidad del sector sin tomar en cuenta a estos múltiples y heterogéneos sectores que lo constituyen es un error. La actual política de subsidios a algunos de estos sectores no tiene visos de haber sido exitosa. Como consecuencia, no es de extrañar que muchos de estos productores estuvieran en los cortes; así como también los vecinos de los pueblos del interior. Y persiste entre los pequeños productores la noción de que ellos también pueden desaparecer en cualquier momento. Creo que deberían tomarse en cuenta a todos estos sectores cuando se abra la discusión en torno de las “políticas agrarias” que necesita el país.
Otro tanto podemos decir respecto del “Gobierno”. Durante la década del ’90 y en lo que va del 2000 los sucesivos gobiernos apoyaron al modelo sojero en detrimento de medianos y pequeños productores, campesinos y comunidades indígenas. Impulsaron una “agricultura sin agricultores” y la producción de “commodities” orientados a la economía mundial en detrimento de la producción de alimentos básicos orientados a satisfacer la demanda de los sectores populares. Tras la devaluación del 2002 y la implantación del sistema de retenciones, el gobierno se transformó en socio del modelo, ya que una parte importante de sus ingresos fueron provistos en base a estos recursos.
Cabe destacar que las retenciones no son los únicos instrumentos que pueden ser utilizados para apropiarse de estas rentas, o para distribuirlas en forma más equitativa. Incluso desde un punto de vista impositivo, es un impuesto indirecto al igual que el IVA: si bien las pagan los exportadores, éstos luego las transfieren a los productores agropecuarios. Entre éstos, lo pagan proporcionalmente mucho más los medianos y pequeños productores que los grandes. Asimismo, los exportadores, según una investigación de Mario Cafiero, no pagaron lo que deberían haber pagado en concepto de retenciones, transfiriéndoles a los productores parte de la carga del impuesto. Decíamos arriba que el Gobierno con el modelo sojero ha sido socio de los agronegocios, exportadores y pools de siembra. Esto se vio claramente con lo que sucedió con las retenciones móviles: la necesidad que tenían los exportadores de que aumentasen las retenciones para “reducir” el precio de la materia prima para hacer frente a exportaciones ya predeterminadas de antemano.
El Gobierno manifiesta que estamos en los albores de un “cambio de modelo”. Pero para que ello ocurra debería transparentarse cómo serían apropiadas estas “rentas extraordinarias”, qué sectores –Estado nacional, provincias, intendencias– serían sus beneficiarios y para qué finalidades serían utilizadas.
Asimismo, cabría preguntarnos si esta política de retenciones también sería aplicada con una perspectiva “redistribucionista” a otros recursos naturales, a la minería, al petrolífero, sectores que también generan enormes rentas pero a los que no se les cobra equiproporcionalmente los impuestos correspondientes. Y que por otra parte son actividades que contribuyen sobremanera a lo que los economistas denominan eufemísticamente como “deseconomías externas”: contaminación ambiental, saqueo de recursos. O incluso, en términos más generales, en qué medida se estaría pensando en una reforma impositiva “progresiva” en serio, que haría que paguen proporcionalmente más los de mayores ingresos a nivel nacional.
* Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet en el IIGG.
Fuente: Página 12 - 24.06.2008