Transporte público: ¿se puede revertir el declive?

Federico Poore

El conflicto por la quita de subsidios a los colectivos en el AMBA se da en un contexto de fuerte deterioro de las condiciones en las que se viaja. Qué recomiendan los especialistas.

  1. “Viajar en transporte público es una experiencia innecesariamente agotadora”.
  2. “Los colectivos y trenes rara vez circulan en el momento en el que los usuarios lo necesitan”.
  3. “Fuera de la hora pico, cuando los automovilistas pueden llegar rápidamente a sus destinos, los usuarios del transporte público se encuentran a menudo desamparados, con un servicio mínimo o inexistente”.
  4. “Los servicios de transporte público de mala calidad ayudan a vender autos, y el récord de propietarios de automóviles se debe en parte a la falta de una alternativa decente”.

Estas cuatro líneas parecen las conclusiones de un nuevo informe escrito por un argentino, pero no: son textuales del último libro de Nicholas Dagen Bloom, profesor del Hunter College de Nueva York.

En The Great American Transit Disaster, Bloom analizó el declive en la calidad del transporte público en los Estados Unidos, evitando las miradas conspirativas (como aquella que culpa únicamente al “lobby automotor”) y haciendo foco en las decisiones que líderes políticos, legisladores y planificadores urbanos fueron tomando a lo largo de un siglo.

¿Qué tiene que ver esto con lo mal que se viaja en el 440 a San Miguel? Según explica el libro, uno de los grandes vectores que llevó a la decadencia del servicio de transporte público en las ciudades norteamericanas (a diferencia de las europeas, por caso) fue el haber renunciado a subsidiar un buen sistema público que realmente sirva a sus ciudadanos.

La historia dice así: a mediados del siglo XX se produjo en los Estados Unidos un dramático aumento del parque automotor, mientras el transporte masivo –operado en su mayoría por empresas privadas– ya mostraba todas las señales de un colapso generalizado. Pero salvo Nueva York, Boston y San Francisco, el resto de las grandes urbes evitó hacerse cargo de su operación.

“Las empresas privadas, abandonadas a su suerte, respondieron de forma previsible a la disminución de su cuota de mercado y a la falta de apoyo: menos servicios y tarifas más elevadas, sustitución de los tranvías por autobuses y aplazamiento del mantenimiento de los autobuses y las líneas ferroviarias”, cuenta Bloom. “Previsiblemente, la reducción del servicio aceleró la pérdida de pasajeros y las empresas en quiebra se negaron a ampliar el servicio de buses a los suburbios, dejando la mayor parte del transporte público en el centro de la ciudad”.

Para la década del setenta, y tras décadas de empeoramiento en el servicio, los gobiernos en Baltimore, Atlanta y Houston se vieron obligados a rescatar estas empresas en quiebra. Pero la crisis siguió porque las autoridades se negaron a financiar adecuadamente sus nuevas agencias de transporte y limitaron los fondos que destinaban al sistema.

Hoy el transporte público en Estados Unidos –al menos en buena parte de sus ciudades medianas y grandes– es un ejemplo de decadencia y descuido. El imaginario popular, anclado en (malas) experiencias concretas, dice que el autobús es solo para los pobres y que uno necesita el auto para moverse porque el sistema no es confiable. 

Aún quedan ejemplos virtuosos, como los de San Francisco o Nueva York, pero solo fueron posibles porque los gobiernos tuvieron una mirada multimodal e invirtieron de manera sostenida a lo largo del tiempo, como en el caso de la Ciudad de la Bahía que desde la década de 1920 mantiene una red confiable de tranvías, buses y trolebuses. Por el contrario, las agencias de transporte que apostaron por una financiación vía tarifas, como ocurrió en Chicago, experimentaron cimbronazos que terminaron por lesionar el sistema.

“El transporte público no subvencionado resultó especialmente vulnerable al deterioro de las condiciones urbanas y a la desigualdad regional”, explica Bloom.

Tras 290 páginas, el especialista revela la principal lección a extraer. “Los casos aquí estudiados demuestran claramente cuál es el costo de no subsidiar al transporte en períodos de grandes crisis”, dice. “El transporte público de calidad puede coexistir junto a una sociedad basada en el automóvil, pero los contribuyentes deben mantenerla”.

Nicholas Dagen Bloom dice que no es solo un tema de subsidios: también hay que adoptar el “desarrollo orientado al transporte” como estrategia de planificación urbana.
Imagen: University of Chicago Press

No queda otra que invertir

Pero, ¿por qué de todas las áreas económicas en esta sí es importante la inversión estatal? ¿No se supone que “no hay plata”? Preguntas legítimas a la luz de los resultados de las últimas elecciones.

Consulté sobre este tema a Rafael Skiadaressis, especialista en economía del transporte. “La relevancia de la inversión del transporte público por parte del Estado tiene que ver tanto con efectos directos como indirectos”, me explica Rafael. “Ante todo, existe la necesidad de contar con infraestructura de transporte para poder mejorar la conectividad y accesibilidad de las personas a distintos puntos del territorio, en base a una definición estándar de la economía del transporte, que es que económicamente el territorio se define a partir de su capacidad para mover bienes y personas. La inversión en infraestructura permite crear esa unidad espacial.”

¿Y por qué debería ser el Estado y no el privado? “Por lo general, hablando de transporte público, el tipo de beneficios que se obtienen no son apropiados directamente en términos monetarios por el proyecto. ¿Qué quiere decir esto? Que los beneficios de las obras y del proyecto van mucho más allá de las ganancias que se obtienen por el cobro del uso del servicio. El tiempo que se reduce de viaje, la menor contaminación por la derivación del tráfico del vehículo particular al transporte público o los menores niveles de congestión son todos beneficios que se derraman sobre la ciudad”.

Este efecto multiplicador conlleva otros beneficios vinculados: el desarrollo de la actividad económica, las nuevas oportunidades que expanden las relaciones entre distintas zonas de una determinada geografía, las mayores oportunidades de trabajo o los aumentos sistemáticos en los niveles de productividad de una ciudad o región. 

Lo que no ve la mirada fiscalista más a corto plazo es que toda esa plata vuelve.

La situación local

En el último año y medio, la situación en el área metropolitana de Buenos Aires pasó de gris a negra. Las tarifas de transporte, que venían “pisadas” como en casi todo año electoral, fueron parcialmente liberadas por el gobierno de Javier Milei (que también se cargó el fondo compensador del interior) y ahora ya representan una incidencia en el salario mínimo equivalente o superior al de otros países latinoamericanos.

El valor del pasaje en transporte público, que antes era usado como política redistributiva, pasó a ser una herramienta de ajuste fiscal. Nunca una política de transporte.

Obviamente no alcanzó, porque en el caso de los trenes metropolitanos lo que hace falta es comprar material rodante, invertir en el mantenimiento de las formaciones existentes y mejorar la confiabilidad en el servicio. En cambio lo que hubo fue reducción de frecuencias y la interrupción de pago a proveedores, lo que derivó en una insoportable rutina de demoras y cancelaciones mientras la tarifa sigue subiendo.

En el ámbito ferroviario la “motosierra” no tiene un criterio técnico. Con el argumento de que “no hay plata” se despidió a personas que hacían el trabajo diario –como inspectores de obra de ADIF, el organismo encargado de infraestructura– mientras gerentes y CEOs que nadie sabe bien qué hacen siguen en sus puestos porque es muy caro echarlos.

En el caso de los colectivos del AMBA pronto quedó claro que el problema no era solo la actualización tarifaria sino el monto reconocido a las empresas (en resumidas cuentas: entre subsidios y tarifa el gobierno termina pagándole a las empresas 870 pesos por viaje, cuando las cámaras empresarias hablan de un costo que ronda los $1.400). Quienes tomamos colectivos en Capital y el Gran Buenos Aires pasamos semanas enteras entre amenazas de paro y recortes en los servicios.

Desde entonces se perdieron un 5% de los recorridos y se redujeron las frecuencias nocturnas, según detallaron la Asociación Argentina de Empresarios del Transporte Automotor (AAETA) y otras cámaras empresarias.

A todo esto, este martes, y después de jugar al game of chicken con Jorge Macri durante meses, el gobierno de Milei llegó a un acuerdo por el traspaso de las 31 líneas de colectivos que circulan exclusivamente por la Ciudad de Buenos Aires. Como resultado, la Ciudad aceptó asumir la totalidad de los subsidios que hasta ahora eran compartidos con el Gobierno nacional, pero también ganó control sobre la gestión de estas líneas, incluyendo la definición de recorridos, frecuencias y tarifas.

“Que la propiedad de los colectivos sea de CABA no está mal, es lo más común para servicios con recorrido exclusivo dentro de una jurisdicción. Ahora bien, refuerza la necesidad de contar con una instancia de integración de política”, dijo Rafael. Por ejemplo, a partir de ahora cabría esperar que tanto Nación como Ciudad acuerden aumentos parejos, para que no pase que un mismo viaje en un colectivo de jurisdicción nacional y otro en uno “porteño” tengan valores diferentes.

Más difícil es la situación en provincia de Buenos Aires, donde por orden del Gobierno nacional el boleto integrado de la red SUBE –que ofrecía descuentos a partir del segundo viaje– dejó de funcionar a partir de la noche del 31 de agosto. Allí no hay puentes de diálogo.

El gobernador Axel Kicillof explicó que la provincia “no tiene las herramientas jurídicas” para cubrir ese gasto. Consultadas por esta afirmación, fuentes del Ministerio de Transporte bonaerense me indicaron que el Gobierno provincial ya se hace cargo del subsidio al transporte desde 2018, cuando se firmó el Pacto Fiscal. “Pero en lo que respecta al AMBA, no tenemos habilitado crear un fondo transitorio (como el que creamos para cubrir la parte que el Gobierno nacional dejó de poner de un día para el otro por el Fondo Compensador) porque el boleto integrado forma parte de las responsabilidades de Nación”, explicaron.

Por ahora, el pato lo pagan los bonaerenses que toman más de un transporte, en general los trabajadores más pobres del segundo o tercer cordón del conurbano, que desde el 1º de septiembre sufren aumentos del 25% al 40% cuando hacen dos o más viajes.

¿El futuro?

En esta columna estuvimos dando algunas pistas de por dónde se sale del embrollo. El pacto con la Ciudad es un primer paso, pero aún faltan incentivos económicos y, sobre todo, voluntad política para que la administración Milei llegue a un acuerdo parecido con la provincia de Buenos Aires. Con el transporte a su cargo, es más probable que los gobiernos subnacionales puedan avanzar con la puesta en marcha de un verdadero ente metropolitano de transporteSepararse para volverse a unir.

De allí se deriva todo lo demás: objetivos y prioridades alineadas, menos conflictos políticos, y la posibilidad de desarrollar una verdadera tarifa integrada, como los esquemas que hoy funcionan en SantiagoBogotá o Río de Janeiro. No será la panacea, pero nos va a alejar de este presente de servicios reducidos, unidades hechas pelota, amenazas de huelga y esa horrible sensación que recorre tu cuerpo cuando llevás un buen rato en la parada y empezás a sentir que el colectivo otra vez te va a clavar.

 

Fuente: Cenital - Septiembre 2024

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