Un desarrollo sostenible para el 99%

Elisabeth Möhle


Ambiente y desarrollo no son antagonismos irreconciliables, pero sí presentan una tensión que es necesario enfrentar para lograr un desarrollo verdaderamente sostenible e inclusivo. La pregunta acerca de cómo lograr ese modelo de desarrollo sostenible en el Sur global, y en Argentina en particular, abre discusiones complejas y acaloradas, pero insoslayables para reconciliar el crecimiento económico con los límites ecológicos.

La humanidad hoy enfrenta una discusión urgente: cómo lograr que las 7.700 millones de personas que habitamos la Tierra podamos vivir bien dentro de los límites ecológicos que impone el planeta. La dimensión económica de este asunto ha sido ampliamente estudiada: las teorías del desarrollo económico analizaron a fondo por qué y cómo los países se desarrollan y las problemáticas sociales asociadas a estos procesos. Sin embargo, han dejado de lado una dimensión determinante: la ambiental. Esta omisión resulta en que la crisis ambiental y social que vivimos hoy, agravada por la pandemia, nos encuentre con escasa sistematización y conocimientos claros sobre los desafíos y abordajes de un desarrollo sostenible en términos sociales, ambientales y económicos.

Medir contemplando el impacto ambiental

Una herramienta concreta para avanzar en esta dirección es medir mejor; lo que implica medir con más complejidad. Así como oportunamente se empezó a utilizar el Índice de Desarrollo Humano (IDH) y el Coeficiente de Gini para medir indicadores sociales y desigualdad, ahora necesitamos incorporar a las mediciones variables de impacto ambiental. Considerar estas dimensiones (1) junto con la performance económica y social de los países relativiza lo que solemos pensar como modelos de éxito, porque contempla la presión planetaria que requieren para garantizar el bienestar de su ciudadanía.

Con este objetivo, a partir de la observación de una correlación estrecha entre IDH y emisiones de CO2, el antropólogo económico Jason Hickel construyó un Índice de Desarrollo Sostenible que resulta de la división del IDH por el impacto ambiental de cada país. Siguiendo este cálculo, los países que mejor rankean no son Noruega, Suecia, Australia y Alemania, sino Costa Rica, Sri Lanka, Albania y Panamá. Otro planteo en la misma línea es el de la dona (o rosca) de la economista Kate Raworth, que propone un modelo conceptual donde la economía tiene que funcionar en un espacio delimitado entre la base social y el techo ecológico.

Modelo de la Dona

Fuente: https://doughnuteconomics.org/

Sin embargo, de estas consideraciones no debe concluirse que los países de nuestra región no tienen que crecer o desarrollar sus economías para elevar los estándares de vida a los niveles de los países con mejores indicadores sociales. De hecho, las teorías del decrecimiento plantean sus propuestas únicamente como una posibilidad para sus países y no para el Sur Global. Pero sí deben ser utilizadas para matizar modelos de desarrollo.

La discusión en Argentina

Trabajos como el del Índice de Desarrollo Sostenible o el de la dona sirven para poner el acento sobre dos cuestiones cruciales: el cupo de contaminación y el camino al desarrollo. En cuanto al interrogante por el “cupo” de contaminación y el nivel de consumo justo, es necesario decir que más allá de todas las mejoras y los recambios tecnológicos posibles, ningún consumo es inocuo en su presión ambiental. Entonces: ¿cuánto está “bien” que consuma una persona al año? El escenario hipotético de un mundo donde todas las personas tienen un consumo similar al de los países desarrollados aparece como problemático por su impacto sobre el ambiente. Sin embargo, la solución no puede ser evitar el ascenso social en el resto del mundo. Más aún si recordamos que los países del Sur Global son acreedores en términos ambientales, es decir que tienen poca responsabilidad histórica y poco peso actual –salvo China e India por sus tamaños– en la crisis ambiental actual, en comparación, por ejemplo, con los grandes emisores de gases de efecto invernadero. Según datos de Our World in data de 2017, si bien actualmente China es el mayor emisor de CO2, ha emitido la mitad de las toneladas que emitió Estados Unidos desde 1751. América del Sur, por su parte, es responsable del 3% de las emisiones globales durante el mismo período (2).

Pasemos a la segunda cuestión, la pregunta por la vía al desarrollo. El largo camino del aumento del bienestar estrechamente asociado al uso de recursos naturales y de energía de base fósil ya no es deseable ni viable por restricciones ambientales, sociales, políticas y comerciales. Sin embargo, ese imperativo no debe constituir un nuevo proceso de “patear la escalera” (3), en donde los países desarrollados –que se desarrollaron agotando el cupo global de contaminación ambiental– terminan restringiendo el desarrollo de los países pobres (por ejemplo, imponiéndoles estándares ambientales que ellos nunca cumplieron o limitando el uso de fuentes de energías baratas como las fósiles).

Estas discusiones tienen su traducción local en un país que hace décadas no encuentra el rumbo económico y, salvo breves interregnos marcados por condiciones globales favorables y políticas dirigidas, no logra crecer ni reducir la pobreza. Si desarrollar la economía es una tarea ardua en sí misma, en nuestro país parece serlo aún más. El debate sobre el rol del tipo de cambio, la inflación, el déficit fiscal, las tarifas o la composición de las exportaciones en el desarrollo argentino ya es de por sí abierto y carente de consensos entre las principales fuerzas políticas y, particularmente, entre las y los economistas. Esa discusión también existe a la hora de imaginar modelos de desarrollo productivo para el país: están quienes creen que debemos especializarnos en recursos naturales (como Australia), quienes imaginan a la industria como el gran motor del desarrollo (como Japón y Corea del Sur) o quienes tienen una mirada híbrida de complementación entre la industria, los servicios y el sector primario (como Canadá). Todos estos debates son acalorados y complejos, incluso antes de integrar dimensiones ambientales a la ecuación. En otros términos, debemos incluir la dimensión ambiental a un debate sobre el desarrollo que, en Argentina, ya es motivo de disenso más que de consenso.

Complementariamente, a excepción de alguna política o legislación particular, tampoco hay un rumbo claro acerca de cómo reducir los impactos ambientales locales y globales, y encarar una transición hacia el desarrollo sostenible. En este escenario, la inclusión de la dimensión ambiental a la discusión sobre el desarrollo se da principalmente de tres formas: una de discusión global y teórica, otra territorial y de justicia socioambiental y una última de gestión del desarrollo sostenible.

La primera –la discusión global y teórica– genera muchas preguntas sobre la noción de progreso, la forma y el sentido del crecimiento de la economía, la desigualdad en sus diferentes expresiones, las falencias del capitalismo y el orden global, el colonialismo y la distribución de la contaminación y el vínculo de la humanidad con la naturaleza.

La segunda, con mayor arraigo territorial y bajo la conceptualización de la ecología política y la justicia socioambiental, hace foco en la distribución desigual de los impactos ambientales –resaltando que suelen ser los sectores más vulnerables los que más y primero sufren la degradación ambiental– y en la democracia y las formas de apropiación de los recursos naturales.

Por último, desde una visión de compatibilización entre desarrollo y ambiente se promueve la internalización de los costos ambientales, el recambio tecnológico, la adecuación a los estándares internacionales, la eficiencia de materiales y la adecuación institucional para lograr cambios que apuntan a que las empresas no pierdan competitividad en una sociedad y un mundo que les exige productos y servicios con menor impacto ambiental.

Hacia un modelo de desarrollo inclusivo y sostenible

Los tres interrogantes planteados a los modelos de desarrollo deben ser atendidos por más que complejicen aún más una discusión de por sí densa. Son preguntas justas en un mundo en crisis ambiental y social. Sin embargo, mientras continúa la discusión de los dos primeros puntos, la urgencia de la realidad social, ambiental y económica argentina exige encarar cuanto antes el tercero. La transición a un modelo de desarrollo inclusivo y sostenible, aún dentro de los límites que determina el sistema capitalista y el rol de Argentina en el esquema global, presenta una infinidad de desafíos institucionales, tecnológicos y sociales para alcanzar 1) una estructura productiva más diversificada y con menor impacto ambiental que permita generar empleo y reducir la pobreza y la desigualdad sin aumentar la presión sobre la naturaleza, 2) una matriz energética crecientemente descarbonizada que garantice a las y los argentinos el acceso a energía segura, limpia y accesible, 3) una canasta exportadora que sea a la vez dinámica y que se adecúe a un mundo en transición a la economía verde, de modo que podamos crecer sin enfrentarnos a crisis externas de manera recurrente, 4) un cambio cultural respecto de nuestros hábitos de producción y consumo, y 5) un esquema de gobernanza que permita una interacción mayor y más fluida entre todos los actores implicados en esta transición (funcionarios, empresarios, sistema científico y tecnológico, organizaciones de la sociedad civil).

Esta transición necesita políticas públicas inteligentes y precisas que definan, por ejemplo, si vamos a encarar la carrera por la producción de hidrógeno verde; en qué punto de la cadena de valor del litio vamos a insertarnos; a qué actividad económica le vamos a pedir las divisas y a cuál los empleos; cuáles vamos a desincentivar por su impacto ambiental, cuáles vamos a regular y cuáles vamos a fomentar. ¿Qué queremos producir? ¿Qué rol queremos jugar en la transición energética global? ¿De qué manera vamos a involucrar y garantizar la participación de las comunidades afectadas por las actividades con mayores impactos ambientales? ¿Qué tecnología vamos a impulsar para cumplir la meta de la neutralidad de carbono a 2050: la eólica, la nuclear, la solar, la del hidrógeno verde o alguna otra? Por el lado del cambio cultural, ¿qué hábitos vamos a incentivar cambiar con mayor énfasis? ¿Qué vamos a hacer con la gestión de residuos, con nuestro patrón actual de consumo, con el transporte o con la alimentación –hoy alta en carbono producto de una elevada ingesta de carne bovina-?

Son decisiones cruciales que hay que tomar en el corto plazo y para las que una articulación virtuosa entre ambiente, economía y política es absolutamente necesaria y fundamental. Si bien ambiente y desarrollo no son antagonismos irreconciliables, sí presentan una tensión que a cada paso obliga a evaluar costos y beneficios, sólo administrables por una gestión política comprometida. No hay actividad humana sin impacto ambiental. No existe. El punto es lograr reducir esos impactos al mínimo y que valgan la pena porque efectivamente le cambian la vida a la gente. Porque generan empleo de calidad, porque aportan divisas que permiten estabilizar la macroeconomía, porque brindan recursos a los gobiernos de todos los niveles para hacer tanto políticas de desarrollo como políticas ambientales y de transición de la matriz productiva hacia una economía más verde.

Un ejemplo de lo complejo de aunar objetivos económicos y ambientales es el litio. Argentina tiene reservas importantes de este mineral demandado globalmente para la transición a una energía baja en carbono que reduce el impacto sobre el cambio climático. Sin embargo, explotar el litio significa avanzar sobre ecosistemas relativamente prístinos y donde parte de la ciudadanía local, en muchos casos comunidades originarias, puede presentar objeciones por cuestiones ambientales, sociales, económicas y/o culturales. Luego de decidir si es una actividad que queremos llevar adelante como país, y de resolver potenciales conflictos de manera democrática, el siguiente desafío es explotar el mineral con el menor impacto ambiental y el mayor grado de desarrollo asociado posible (desarrollo de proveedores, por un lado, e industrialización por el otro).

Dar cuenta de esas tensiones, hacernos cargo de las limitaciones que nos impone el mundo y nuestras perspectivas es el primer paso para encarar el desafío de un desarrollo verdaderamente sostenible e inclusivo. Para esto no hay recetas establecidas; ningún país y ninguna teoría en el mundo han resuelto satisfactoriamente la tensión entre desarrollo y ambiente. En su libro Misión Economía: una carrera espacial para cambiar el capitalismo, Mariana Mazzucato propone plantearnos este desafío como una gran misión a cumplir a través de una agenda amplia e inspiradora que motorice un cambio de paradigma a través del diseño de políticas públicas ambiciosas, de inversiones verdes en toda la economía y de la movilización de una ciudadanía que pueda volver a creer en el poder de la política para mejorar la vida cotidiana.

 


1. Jason Hickel, “The sustainable development index: Measuring the ecological efficiency of human development in the anthropocene”, Ecological Economics 167 (2020); Kate Raworth, Doughnut economics: seven ways to think like a 21st-century economist. Chelsea Green Publishing, 2017.

2. https://ourworldindata.org/contributed-most-global-co2

3. La frase corresponde al economista coreano Ha Joon Chang, quien afirmó que los países más poderosos se desarrollaron por medio del proteccionismo y la intervención estatal y que, una vez que alcanzaron el desarrollo, patearon la escalera para que el resto del mundo no pudiera hacerle competencia a nivel industrial. Ese “patear la escalera” se dio bajo la forma de presiones por la liberalización comercial y la apertura a la inversión extranjera en los países en vías de desarrollo, y se consolidó en los años 90 con el Consenso de Washington.

 

Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

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